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En los Estados Unidos todavía se utilizan los enanos para hacer concursos de lanzamiento. Se cruzan apuestas para ver quién logra lanzar a un enano más lejos. Lanzan al enano a lo largo de la barra del bar y la gente aplaude cuando el enano pone cara de bólido y vuela por los aires aterrorizado hasta dar con los brazos de un forzudo que impide su despanzurramiento en el suelo.

También en Santander han lanzado enanos en una discoteca. Los fotógrafos de prensa fueron a fotografiar al enano Miguelín en el momento de iniciarse el lanzamiento. Miguelín había declarado a los periodistas que ese trabajo no le disgustaba. Y que se lo pagaban bien. La asociación Crece protestó. Los enanos nunca deberían prestarse a estas actividades denigrantes ni siquiera en tiempos de desempleo masivo. Tampoco deberían actuar en circos ni en fiestas privadas de cumpleaños. Pero por otra parte ¿qué van a hacer estas criaturas para ganarse honradamente el pan? ¿Los va a emplear el Estado? ¿La casa Real? ¿Los frailes Dominicos? ¿El Ejército español? ¿Greenpeace?

Deberían trasladarse a California donde al menos se ha promulgado una ley que ampara a los enanos. La nueva ley les protege y promociona. Pueden aspirar a cargos públicos. Pueden hacer una carrera política. Pueden presentarse como candidatos del estado a gobernadores del estado. Y siendo gobernadores pueden presentarse como candidatos a presidentes de la nación. Pueden llegar a ser presidentes de los Estados Unidos aun siendo enanos. Incluso siendo enano de raza negra. Algo de verdad rarísimo porque no abundan los enanos negros. Tampoco importa que el enano sea hombre o mujer. Ante la ley todos los enanos son igual de altos. En el siglo XXI la Casa Blanca podría alojar a un presidente enano y negro con su correspondiente cónyuge enana y negra también.

¿No era Stalin otro enano? Stalin medía poco más de un metro y medio. Esa estatura en el imperio soviético lo asimilaba a los enanos. Sin embargo en todos los cuadros y fotografías oficiales Stalin aparecía gigantesco. Era más alto que su ministro de Exteriores Mólotov cuando en realidad este ministro le pasaba más de medio metro. Stalin exigía que se le pintara y se le fotografiara de tal modo que su apariencia fuera la apariencia de un gigante. No de un enano. Le enfurecía saberse enano. Obligaba a agacharse a los demás para ser siempre el más alto.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando cuando ya no pasan coches de caballos por la calle. Sólo algún borracho a pie. Me tumbo en la cama de la derecha. Tengo la impresión de haber estado aquí encerrado semanas enteras. Una extraña sensación.

Sky News saca un incendio en el Soho. El cliente de un cineclub porno le ha pegado fuego al cineclub. Varios muertos. Han detenido a un sospechoso. El sospechoso está helping the police. O sea ayudando a la policía. En otras palabras está prestando declaración. Está siendo interrogado. Está confesando. Pero los ingleses utilizan siempre eufemismos de gran valor sarcástico. Es un pueblo de sarcásticos. Cínicos con humor. De cínicos. De humoristas.

Pido que me suban una botella de vino blanco para brindar a la salud de los ingleses. El vino austriaco es dulzón. Fruchtig. A los vieneses les gusta todo azucarado. Juan bebía este mismo vino en Grinzing. Exactamente en la taberna de Antón Karas donde él mismo tocaba con xilófono El tercer hombre. Iba con Inge. Bebían mucho vino. Demasiado. Y de pronto notaba que el pie de Inge le acariciaba. Era el mejor momento de la noche. Cuando Inge le miraba a los ojos con sus ojos de gata en celo y él empezaba a notar el pie descalzo de Inge por debajo de la mesa. Primero en su pierna. Después entre sus piernas. Años más tarde había leído que el patriarca Kennedy hacía algo parecido en un restaurante de lujo de Nueva York. El viejo Kennedy invitaba a cenar a jóvenes modelos. En mitad de la cena se quitaba disimuladamente un zapato y hurgaba con el pie desnudo entre las piernas de una de las modelos. No decía nada. Solamente observaba con mucha atención cómo se mordía los labios esa modelo. Algunas veces otros comensales de mesas vecinas habían protestado a la dirección del restaurante. Pero ¿qué podía hacer la dirección del restaurante? ¿Ponerles en una mesa más alejada de la mesa de Kennedy? El pie de Inge era pequeño. Era el pie de la típica jovencita vienesa que hacía lo humanamente posible por acertar a ciegas con sus caricias. Lo mejor de las noches con Inge era este ritual pedestre. Ligeramente perverso.

¿Dónde estará Inge? ¿Qué habrá sido de ella? ¿La reconocería Juan si se cruzaran en pleno día por Karnterstrasse?

Trato de recordar a Inge con todo detalle en la oscuridad de esta habitación de hotel. Trato de imaginar cómo será ahora. ¿Estará gorda como una vaca? ¿Casada? ¿Tendrá hijos? ¿Vivirá cerca de aquí? ¿Estará sana o enferma? ¿Será una mujer interesante? ¿Se acordará alguna vez de aquellas noches nuestras en Grinzing? ¿O habrá muerto?

No tenía los pechos demasiado grandes ni demasiado duros. Pero tenía un vientre muy suave. Unos labios muy finos. Orejas diminutas. ¿Tendrá muchas arrugas sobre esos labios? ¿Y la cara? ¿Cómo será hoy la cara de Inge? ¿Y la mirada de Inge?

Inge Schneider. Enciendo la luz y veo que hay muchos Schneider en la guía de teléfonos. Será imposible localizarla. Si se ha casado ya no se llamará Schneider. Se llamará como su marido. Pero ¿y si por cualquier razón sigue llamándose Schneider?

Inge Schneider.

Entonces marcaría el número. Esperaría a oír su voz. Estoy seguro de que su voz la reconocería inmediatamente. Incluso si se ha vuelto borracha y fumadora. Aun así la reconocería. La voz de Inge era inconfundible. Aquel timbre será idéntico. No puede haber cambiado. Aunque estuviera paseando por Karnterstrasse con abrigo hasta los pies y sombrerito con pluma si oigo su voz sabré que es ella.

Entonces me acercaré.

Inge. Inge Schneider.

Te quedarás un momento mirándome.

Soy yo. ¿Sabes quién soy?

Ella dirá ¿Tú? ¿En Viena tú?

Sí.

¿A qué has venido a Viena?

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando y lloviendo a cántaros desde antes del amanecer. Mejor. Tormenta. Viena chorreando. Viena y sus truenos. Viena y su lluvia torrencial. Sus calles como ríos. El Danubio enfangado. Los vieneses acariciando la idea del suicidio sin dejar de acariciar al perro. Los turistas hechos una sopa. Los coches de caballos capotados. Las japonesas cubriendo sus bolsitos Vuitton para que lleguen secos a Tokio. Y Berta sin dar señales de vida.

Suena el teléfono.

Frau Schneider pregunta por usted.

¡Inge!

Llegó antes de lo que esperaba.

Me miro al espejo. ¿Cara de qué?

La veo de pie sacudiéndose el agua. Gordinflona. Estropeada. La envejecida vienesa goteando en el vestíbulo con su paraguas plegable y un plástico transparente sobre el loden de todos los días.

Sus ojos más grises.

Su pelo gris y sus labios finos chupados por las arrugas.

El gesto dulce de asombro.

La beso en la mejilla sabiendo que después de este beso no desearé darle ningún otro. Que no volveré a besar a Inge.

Que no habrá casi nada de lo que hablar.

Que era un error este encuentro.

Que fue una suerte este diluvio porque así no tendremos que ir a ningún café.

¿Con esta vieja gorda entrando en el café Braünerhof?

Le ayudo a quitarse los plásticos de encima. Miro instintivamente sus pies oprimidos en las botas de goma. Veo sus rodillas infladas embutidas en las botas.

Nos sentamos en las primeras butacas del vestíbulo. Ni siquiera la empujo hacia el centro del salón. Nos quedamos allí mismo. Cerca del conserje. Le doy una excusa. Espero una llamada. La llamada de Berta.