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Pedir más café.

Agua con hielo.

Otra servilleta porque esta servilleta tiene un olor raro.

Un cenicero.

Y entonces el estúpido camarero se alejaba hacia el otro extremo del comedor oliendo la servilleta. Traía más café. Traía otra jarra con agua y hielo. Traía la servilleta limpia. El cenicero.

Juan era increíblemente rápido haciendo desaparecer el cuchillo de la mantequilla. Visto y no visto.

Ya estaba a salvo en su bolsillo.

Ya era suyo.

Aunque durante unos segundos dudaba si le habrían pillado. Si desde algún rincón habría sido vigilado.

¿Qué podía esperar que ocurriera entonces?

Todo daría un vuelco. Todo cambiaría bruscamente.

¿Avisarán a la policía? ¿Me lo harán pagar? ¿Me echarán del hotel? ¿Me expulsarán del país? ¿Pondrán mi nombre en la lista negra de todas las cadenas de todos los hoteles norteamericanos y tal vez de todos los hoteles del mundo indicando que soy un vulgar ladrón de cuchillos de mantequilla?

Eso excitaba a Juan.

Si le pillaban siempre estaría dispuesto a negociar. Estaba preparado para cualquier pacto. Aceptaría cualquier propuesta. Cualquier humillación. Marcharse del hotel inmediatamente. Pagar el triple del valor del cuchillo de la mantequilla. Se golpearía la frente con el cuchillo. Repetiría que no comprendía cómo había podido hacer una cosa así. Prometería no volver nunca al hotel. Suplicaría que de volver algún día al hotel no le pusieran a su alcance ningún cuchillo de la mantequilla. Razonaría que en los hoteles abundan los clientes maniáticos que piden las cosas más absurdas. ¿No hay alérgicos que exigen quitar las alfombras y las flores de las habitaciones porque de lo contrario estornudan sin parar? ¿No hay clientes que rehúsan alojarse en la planta 13? ¿No hay otros clientes reacios a meterse en el ascensor? Tenía previsto confesar que era un obseso coleccionista de cuchillos de mantequilla y que necesitaba acumular más y más cuchillos de todas las partes del mundo para no cometer peores actos. Tenían que comprenderlo. Tenían que hacerse cargo del problema. No podía imaginar la vida sin esos cuchillos. Sin esa colección de cuchillos de la mantequilla.

Hasta entonces no había tenido necesidad de desplegar estas armas. Nunca le habían pillado. Y eso le daba una confianza en sí mismo y una energía excepcional sin la que era difícil empezar su estúpido trabajo diario de reportero.

El corazón palpitaba a gran velocidad. Sabía que no era bueno para su salud. Pero Juan era así. Por un lado le obsesionaba la salud. Ejercicio físico. Pocas grasas. Zumos naturales. Poco alcohol. No fumar. Fruta del tiempo. Yogur. Pan integral. Poquísima mantequilla. La indispensable para robar cuchillos de la mantequilla.

Por uno de esos miserables cuchillos ponía en grave peligro su salud. Su empleo. Su reputación.

¿Qué era la reputación? ¿Qué acrecentaba y qué destruía una buena reputación? ¿Fabricar cuchillos? ¿Usarlos? ¿Robarlos? ¿Limpiarlos?

Esta aventura forzaba al máximo su organismo. Le abocaba a cualquier lesión. Le precipitaba a la enfermedad. ¿No era realmente absurdo? ¿No era indignante? ¿No era bochornoso?

Su comportamiento era absurdo. Su comportamiento era indignante. Su comportamiento era bochornoso. Pero eso era lo más apetecible. Lo más satisfactorio. Lo más placentero. Juan roba un cuchillo de la mantequilla en cualquier hotel de la cadena Hilton y se indigna mucho consigo mismo. Pero también se indigna mucho consigo mismo si no lo roba. Y también se indigna consigo mismo si se arrepiente de robarlo porque igualmente se arrepiente de no robarlo. Aunque lo cierto es que Juan se indigna consigo mismo mucho más si no lo roba que si lo roba. A salvo de la indignación no está nunca. Juan no estará nunca a salvo de la indignación.

Por tanto en este punto da exactamente igual si roba como si no roba el cuchillo de la mantequilla. ¿Dónde está la diferencia?

Aunque tal vez sea mejor robarlo y disponer así de justificación para indignarse algo menos consigo mismo.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando en el hotel Domgasse recuerdo la vez que Juan estuvo en el hotel Claridges con Pansy. Empezaron su viaje de luna de miel en Londres y lo acabaron en Nueva York.

Habían pedido un té completo en el salón del Claridges. Pansy se quedó prendada de una jarrita de leche. Pero en lugar de dejarle a él que arreglara el asunto a su manera se dirigió al camarero pidiéndole que se la vendiera.

En aquel momento Juan debió levantarse y dejarla plantada. Debió dejarla allí haciendo aquella vergonzosa transacción con el camarero. ¿Vender una jarrita de plata el camarero de un hotel inglés de esa categoría? Pansy ignoraba cómo son los ingleses. Y sobre todo ignoraba cómo son los camareros ingleses con los clientes yanquis.

Juan debió excusarse.

Ahora vuelvo. Voy un momento al lavabo.

Y desaparecer para siempre. Ojalá lo hubiera hecho en aquel momento Pansy seguiría allí argumentando con el camarero inglés que se negaba a venderle la jarrita de leche. Aquel tipo les hizo pasar un mal rato. Llamó al jefe de los camareros. Luego el jefe de los camareros avisó al asistente del director. Y luego apareció el director absolutamente indignado. Fue insultante. Fue el té más amargo de su vida. La peor tortura angloamericana de toda su vida. Fue algo que le hizo maldecir todo lo inglés. Desde la reina y los perros de la reina y el esposo de la reina hasta los taxistas que se creen duques y sólo son cocheros de furgones funerarios que arrastran a los muertos por la izquierda. Desde los ferroviarios que se creen almirantes y no son más que muertos de hambre hasta esas horribles mujeres del Salvation Army que ponen multas por mal estacionamiento social. De Londres Juan deseaba llevarse únicamente un paraguas. Nada

Pero el camarero se mosqueó con la jarrita. ¿Quien no se habría mosqueado si una yanqui peluda que se negaba rotundamente a afeitarse las piernas y cruzaba las piernas en el centro del salón para tomar el té inglés completo con sandwiches y scones con mantequilla batida inglesa y mermelada inglesa de frambuesa y pastas con jengibre implora apropiarse de una jarrita de leche inglesa para llevársela de recuerdo a su estadounidense país?

No tardó nada el camarero en traer la cuenta sin pedírselo. Lo cual es intolerable. Pero la peludita recién casada seguía mirando la jarrita y sonriendo al odioso camarero inglés con esa inconfundible sonrisa que lucen las peluditas en las escaleras automáticas del metro de Nueva York.

Fue la gran oportunidad desperdiciada por Juan al principio de su matrimonio con Pansy. Abandonarla allí a su propia suerte. Ella esperándole abrazada inútilmente a la jarrita de plata para la leche y el bebiendo pintas de cerveza escondido en cualquier pub de Knightsbridge hasta perder el conocimiento.

Pero no lo hizo. Pagó a regañadientes la abusiva nota del té completo dejando incluso una propina excesiva para aliviar de algún modo la afrenta de aquella situación.

Pansy le regañó al salir. En la guía Fodor's había leído que las propinas en Londres no debían ser superiores en ningún caso al 15 por ciento suponiendo que no estuviera ya incluida en la factura. Y él había dejado una barbaridad de propina que podría haberse destinado a la compra de otra jarrita del té parecida a la del hotel Claridges que tanto le gustaba a Pansy.