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Aquella noche del descubrimiento Pansy había invitado a cenar a Diu Tsit. Prácticamente Diu Tsit estaba siempre en casa. Dejaba su ropa en casa. Planchaba su ropa en casa. Guardaba sus raquetas en casa. Se bebía el vino californiano en casa. Oía música en casa. Veía la televisión en casa. Leía revistas de pimpón en casa. Cuando Juan se marchaba de viaje también pasaba la noche en casa. Aquella noche después de la cena el eunuco acompañó a Diu Tsit hasta el rellano de la escalera y se metió con ella en el ascensor. Bajaban los dos solos en el ascensor desde la planta 44 del Bentson Building. Por primera vez deseaba súbitamente a aquella china. Deseaba seducirla. Arrebatársela a Pansy. Dominarla como ella dominaba a Pansy. Declararse vencedor absoluto del campeonato del mundo de pimpón. Besarla apretándola contra la pared del ascensor. La miraba a los ojos y la china resistía esa mirada. Lo miraba a él como diciendo atrévete. Y él sólo tuvo que acercarse a ella. Inclinarse sobre ella porque la china aunque era una china americana no era alta. Inclinarse sobre ella y besarla en la boca china entreabierta hasta que ella le metió la lengua china en la boca de Juan. Ya habían llegado a la planta baja. Las puertas del ascensor se abrieron. Ella permaneció inmóvil unos instantes. Todavía mirándole. Le había besado con suavidad de reptil chino. Se imaginó la suavidad de su cuerpo. Su cuerpo en la ducha. Su cuerpo sudado después de jugar una hora y media al pimpón. Su piel húmeda en la cama. Deseaba ese cuerpo de la campeona china de pimpón mucho más que el cuerpo sin depilar de Pansy. Durante bastantes noches Pansy le perseguía en sueños siempre con el rostro de doña Dolores como una máscara sobre su propio rostro y los rasgos ligeramente orientales. Doña Dolores. Su madre desnuda y borracha empuñando una raqueta de hierro. Luego abría la boca y le enseñaba su nueva dentadura postiza también de hierro. Su madre escupía semen. Y Pansy le exigía que vaciara el orinal de la emperatriz Diu Tsit recostada bajo un inmenso baldaquín chino.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando después de ayudar a Inge a repartirse todos los plásticos transparentes por la cabeza y el resto del cuerpo. Parecía un regalo vienes envuelto en celofán.

Sigue diluviando. Han metido algo por debajo de la puerta. ¿Un mensaje de Berta? No. La factura del hotel.

Por las noches sonaba música húngara. Música triste de violines. La podía oír desde la habitación. Siempre a la misma hora. Le gustaba oír aquella música cuando estaba borracho. Con la luz apagada. Las canciones subían unas tras otras desde el restorán que ocupaba la planta baja en Seilerstatte 30 donde estaba su pensión.

Descubrió a Inge una de aquellas noches. La vio desde la oscuridad por la ventana del patio interior cuando ella puso un cacharro en el hornillo. Cada noche hacía exactamente lo mismo. Calentaba algo en el hornillo y se lo bebía despacio en un tazón grande que sujetaba con las dos manos.

Le gustaba aquella imagen. Esa desconocida calentando cada noche su bebida en el hornillo. Al terminar de beber a pequeños sorbos dejaba el tazón en una mesa y daba unos pasos. Muy pocos. Luego apagaba una luz pero inmediatamente encendía otra. Aparecía y desaparecía de su vista. Hasta que por fin se desnudaba en la penumbra. Era imposible verle el cuerpo en aquella penumbra. Después se metía en la cama. Tomaba un libro y leía acostada. Tampoco alcanzaba a ver bien la cama. Veía menos de la mitad. Le parecía una mujer preciosa. Pero inasequible. Al principio no la deseaba. Imaginaba que eran buenos amigos. Ella le contaba a él lo que hacía durante el día. Qué estudiaba. Dónde trabajaba. Qué leía. Qué música le gustaba. Y él también le contaba por qué estaba en Viena. Cómo había ido a parar a Viena. Confiaba en que pronto le iban a solucionar un problema que tenía. Seguramente acabaría confesándole el problema. Ella lo entendería. Un día él habría de regresar a España pero seguirían siendo amigos mucho más tiempo. Podrían escribirse. Ella visitaría España. Él le enseñaría España.

Algunas veces se imaginaba que Inge era Berta. Entonces le aterraba que sospechara que la miraba desde la oscuridad. Sin embargo parecía darse cuenta y no hacía nada por evitarlo. Al revés. Le gustaba que él la mirase en la oscuridad desde el extremo opuesto del patio interior. Pero esa distancia desaparecía pronto. Se acercaba a aquella habitación y al estar cerca era más fácil distinguir cuándo era Inge y cuándo era Berta.

Si era Berta nunca se atrevía a acariciarla. Ni siquiera los cabellos. Pero si era Inge la abrazaba. La besaba. Y cerraba precipitadamente la puerta con pestillo para que no entrara Berta.

Después volvía a su habitación. A él nadie podía verle. Se acercaba al lavabo. Se miraba en el espejo a los ojos tratando de no pestañear. Procuraba mirarse al mismo tiempo en las papilas hacia lo más profundo de sus ojos. Entonces el rostro desaparecía y en el centro del espejo sólo quedaban dos bichos muy negros dispuestos a saltar.

¿Se volvería loco mirando mucho rato fijamente sus ojos? Los ojos también desaparecían como había desaparecido el rostro y únicamente quedaba en el centro un solo ojo que cambiaba de tamaño. Era enorme ese ojo. Y de pronto era minúsculo. Cuando el ojo ya estaba a punto de desaparecer Juan se asomaba al abismo de la locura. Si lograba vencer esa última resistencia sería arrastrado al interior de su propia locura. Necesitaba verla. Sentirla. Probarla. Toda la locura que cabe en el ser humano y que es la misma locura del universo estaba detrás de esa estúpida mirada en el espejo.

Un día muy temprano se cruzó con Inge en las escaleras de Seilerstatte. Ella bajaba con prisas. Le adelantó. Tropezó con él. Le pidió disculpas. Y él la saludó en español. Inge paró en seco. Se volvió a mirarle.

¿Usted habla español? ¿Es español? ¡Yo estudio español!

Entonces Juan le hubiera dicho te conozco muy bien porque pasamos muchas noches juntos. Naturalmente se calló. Le miró ansiosamente las manos con las que sostenía cada noche el tazón. Y los labios. Luego se dio cuenta de que no se había fijado en sus ojos. ¿Eran azules? ¿Grises?

Ella le preguntó en qué puerta vivía. No anotó el número y Juan temió que lo olvidase. Pero aquella misma tarde ella fue a buscarle a su puerta. Y por la noche estuvieron en el heuriger de Antón Karas oyendo El tercer hombre y bebiendo vino blanco de Grinzing.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando el día primero de diciembre el profesor Frankle reunió en su gabinete de la Klinik Hof a un grupo de pacientes neuróticos con el fin de organizar sesiones semanales de psicoterapia colectiva cuya duración sería de noventa minutos.

El profesor Frankle dijo que la finalidad de estas sesiones era la superación de las dificultades de contacto por medio del entrenamiento y el aprendizaje. De este modo se irán conociendo las reacciones propias y ajenas en situaciones concretas. Los temas de conversación serán al principio banales. Pero poco a poco irán adquiriendo importancia cuando la relación comunicativa interpersonal mejore. Ordenó a cada paciente la redacción de un informe detallado.