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No espere que nadie le ayude. No se le ocurra pedirlo. Todavía será peor.

El único consejo que nos atreveríamos a darle es que de aquí vaya usted directamente a algún lugar donde quitarse la vida.

No intente quitarse ninguna otra cosa.

La vida.

Es algo relativamente fácil.

Y rápido.

Mucho más fácil y rápido que intentar prolongarla en sus condiciones.

Hágase el ánimo de hacer con usted mismo lo que en el fondo está siempre deseando hacer con los otros.

Escuche querido paciente 6.

Escuche con atención.

Mátese.

Mátese y verá qué bien se siente.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando a este paso voy a necesitar por lo menos dos casetes más.

Puede ir el botones a comprarlas.

Sony MC-60BM.

Su padre pedaleaba una mañana en la bicicleta estática oyendo el rosario cuando entre un misterio y otro paró el casete y le dijo que durante la guerra había sido inspector jurídico de campos de prisioneros en la zona nacional. Su hermano y él no querían ir de ningún modo al frente. Al principio estaban en la zona roja. Pero lograron pasar de la ciudad terrenal republicana a la ciudad celestial franquista donde reinaba el amor de Dios y el heroísmo de los mártires. Un buen día llegaron a Burgos.

En Burgos fuimos corriendo a ver al arzobispo Prudencio Meló que había sido prelado en la diócesis de Valencia. Le pedimos que nos ayudara para no ir al frente. Mi hermano y yo estábamos completamente de acuerdo. Le explicamos al doctor Meló que los dos éramos abogados y podríamos ser más útiles a la Cruzada en la retaguardia que en la línea de combate. Ya había muchos prisioneros y muchos campos de concentración de prisioneros. Muchos juicios en curso. Mucho trabajo que hacer. Habíamos terminado la carrera con muy buenas calificaciones. Ya teníamos cierta experiencia profesional. Éramos miembros de Acción Católica. Y de la Adoración Nocturna. Todo eso lo poníamos al servicio de la causa. Porque la causa era justa. Eso no hay que olvidarlo. Don Prudencio nos escuchó. Siempre deseaba ayudar a las personas de su querida diócesis que habían caído en manos de los enemigos de Dios. Nos arrodillamos para besarle el anillo pastoral. El arzobispo nos dijo que ya tenía muy buenas referencias de la familia así como de otras familias cristianas que habían apoyado económicamente desde el primer momento al glorioso Alzamiento Nacional. Nos dijo aver hijos míos vamos a ver qué podemos hacer por vosotros. En ese mismo momento descolgó el teléfono y pidió que le pusieran con el general Dávila. Estábamos quietos. Mi general aquí tengo a dos hermanos de Valencia de familia conocida y muy cristiana que por cierto son gemelos a quienes quiero mucho entre otras cosas su familia y otras familias valencianas han prestado una ayuda muy valiosa a la Cruzada. Son dos jóvenes excelentes abogados. Patriotas. Cristianos. Creo que pueden hacer mucho bien en cualquier destino que se les asigne. Pienso especialmente en los campos de prisioneros, mi general. ¿No le parece que podrían hacer una gran labor allí?

Días más tarde su padre y su hermano gemelo fueron nombrados tenientes inspectores jurídicos de campos de concentración de la zona norte. Sin dejar de pedalear en la bicicleta estática su padre siguió contándole a Juan que cuando llegaba a inspeccionar un campo de prisioneros lo primero que hacía era ordenar que trajeran a su presencia los prisioneros valencianos. Quería conocerlos a todos.

Los ponían en formación en el patio y yo me interesaba por su situación. Les preguntaba si podía hacer algo por mejorarla. Libré a alguno de trabajos que me parecían demasiado duros. Eran prisioneros rojos y yo era un teniente nacional pero todos éramos valencianos. Yo les decía ché que algún día se acabará esta guerra y todo volverá a la normalidad. No hay que perder el ánimo. Porque muchos estaban hundidos. La guerra les había pillado en el bando rojo como a Pedrito y a mí. Pero nosotros habíamos podido pasarnos al otro bando y ellos no.

Además de esos campos de prisioneros de la zona norte a su padre le asignaron la inspección del penal de Santoña. En el penal de Santoña le contó su padre que conoció a un general republicano condenado a muerte. Ése ya no era valenciano. Había sido responsable de la construcción del cinturón de hierro de Bilbao.

Pero inmediatamente advertí que era un grandísimo cristiano. Un gran creyente. Yo visitaba a este general todos los días. Era un republicano de comunión diaria. Un cristiano de la cabeza a los pies. De una pieza. Pedía que le llevaran todos los días la comunión. Había sido leal a la República. De buena fe. Había participado en la defensa de Bilbao. Pero ése era su único crimen. Por ese crimen lo habían condenado a muerte. A medida que se acercaba el día de la ejecución el general estaba más y más asustado. Cuando sólo faltaban 48 horas para que lo fusilaran se moría de miedo el general. ¿Cómo se llamaba el general? Estoy tratando de recordar su nombre. Ya me vendrá. Lo tengo en la punta de la lengua. Cuando deje de pensarlo me vendrá a la cabeza. Pedía que por el amor de Dios le conmutaran la pena. Me decía que él no había matado a nadie. Que no había hecho mal a nadie. Había cumplido con su deber. Había obedecido órdenes superiores. Su obligación como militar en el bando en el que estaba era defender Bilbao del ataque enemigo. De las tropas nacionales. Personalmente no tenía enemigos. Odiaba la guerras. Cuando decidió hacerse militar porque su padre ya era militar nunca se imaginó que tendría que tomar parte en una guerra civil. Todos eran hermanos. Una guerra entre hermanos. El pobre tenía mucho miedo a que lo mataran. Hasta la misma víspera estaba preguntando ¿no van a conmutarme la pena de muerte? Y no se la conmutaron.

El Caudillo firmaba las sentencias de muerte sin molestarse en leer los detalles de cada caso. Lo hacía después de comer. Mientras le servían el café. Otras veces las firmaba en el coche mientras acudía al frente. Y al pie de su firma instruía que la ejecución fuera el fusilamiento. O el garrote vil. Garrote vil y también prensa. Cuentan los historiadores que el Caudillo se las arreglaba para que los indultos de las sentencias de muerte llegaran después de haber sido cumplida la ejecución.

El padre de Juan le contó que aquella experiencia de la que antes nunca le había hablado fue terrible para él y para su hermano gemelo. Temían que en el último momento les obligaran a uno de los dos o tal vez a los dos a asistir a la ejecución del general.

No lo hubiéramos resistido. Yo se lo dije al comandante cuando se hablaba de nombrar testigos. Le dije mi comandante no me pidan eso que no puedo de ninguna manera porque a ese hombre le he tomado afecto. Ese hombre no quiere morir. Es muy buena persona. Compréndanlo. Está aterrorizado. Puede echarse a mis pies. ¿Qué voy a hacer yo si en el último momento el general se echa a mis pies?

Tuvieron suerte y no les obligaron a ser testigos de esa ejecución.

Ya no supieron nada más del general. Solamente que lo fusilaron el día previsto y a la hora prevista.

¿Gritó algo ante el pelotón de fusilamiento?

¿Viva Cristo Rey?

¿No disparen?

¿Soy inocente?

El oficial del pelotón de fusilamiento sí que gritó la orden de fuego.

Su padre estaba convencido de que ante el pelotón de fusilamiento el general habría llorado debajo de la venda que le cubría los ojos.

Sin dejar de pedalear en la bicicleta estática le dijo su padre muchos años después que ésas habían sido las peores injusticias de la guerra civil.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando la primera entrevista que el director de Damas y Caballeros le encargó pocos meses después de haber sido contratado. El director todavía le hablaba de usted.

Le voy a dar una buena noticia. ¿Le gustaría ir a Marsella a hacer una entrevista? Pues no se hable más. La semana próxima se cumple el 30 aniversario de la muerte de Alfonso XIII. Queremos dedicarle un amplísimo reportaje a ese tema. Y he pensado que usted podría entrevistar a la monjita que vio expirar al Rey en el Gran Hotel de Roma. ¿Le parece interesante? En este papel tiene los datos. Es una entrevista importante. Llévese un magnetófono.