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Grabando.

Grabando la voz de Berta. Su contestador dice en este momento no puedo atenderte deja tu mensaje después de oír la señal.

Le digo que me llame. No sé por qué no llama.

Vuelvo a marcar el número y grabo en su contestador Berta vida mía si cambiaste de idea debes decírmelo. No me hagas esperar en la habitación. No tengo nada que hacer en esta habitación. Nada que hacer en Viena.

¿Por qué he venido a Viena?

Ha sido una mala idea venir a Viena.

¿He venido a recordar?

No necesito recordar nada en Viena. Ningún recuerdo de Viena es un buen recuerdo. No tengo por qué seguir encerrado en la habitación 108 del hotel Domgasse con dos lavabos juntos y dos camas juntas y el retrete separado y los coches de caballos con los turistas borrachos que van a ver la casa donde Mozart compuso Las bodas de Fígaro. Estoy harto de estos absurdos encierros en habitaciones de hoteles absurdos en ciudades absurdas que todo el mundo se empeña en decir que son maravillosas.

¿Maravillosas?

Lo maravilloso no está en las ciudades sino en lo que uno inventa en las ciudades. De todas formas no veo nada romántico ni maravilloso aquí. Ni ahora ni hace treinta años. Tal vez entonces mis temblores eran maravillosos cuando esta ciudad era una ciudad temblorosa y gris. Pero ya no es igual. Viena ha perdido su enfermizo atractivo que la distinguía entre todas las ciudades enfermas de Europa. La zona peatonal del centro de Viena es tan horrible como cualquier zona peatonal de cualquier ciudad europea. Un anuncio ininterrumpido de cuchillos Solingen y de hamburguesas McDonald's y de pizza D-menico's y de chocolates Amadeus. Turistas. Perros. Viejos. Drogados. Policías. Borrachos.

Un bomboncito Amadeus encima de la almohada para que te endulces antes de dormir. Entonces acuden los sueños centroeuropeos. Sueños imperiales vieneses. Aparece Francisco José. Sissí. Kurt Waldheim. Robert Musil. Sigmund Freud. Heimo Frankle. Inge Schneider. Heinz Friedrich. Johann Strauss. Adolf Hitler. Stefan Zweig. Grabando sueños dulces en la habitación 108 del hotel Domgasse.

Pero en otros hoteles Juan había estado más tiempo sin salir de la habitación que en este hotel de Viena.

En Buenos Aires donde estaba horas y horas esperando una llamada telefónica con Madrid.

En Bombay aislado por los disturbios callejeros.

En Nueva York cuando anunciaron el huracán Gloria.

Sólo en Belfast apenas había pisado la habitación del hotel mientras agonizaba Boby Sands en una cárcel británica.

Vaya inmediatamente a Belfast. Tome el primer avión a Belfast.

Orden del director.

Un cabecilla del IRA lleva meses en huelga de hambre y se va a morir en cualquier momento. Se armará la de Dios es Cristo. Hay que estar allí.

Orden del director.

¿Se llamaba Boby Sands? ¿Sand o Sands?

¿Estaba en huelga de hambre en protesta por las condiciones de los presos del IRA en las cárceles británicas de Irlanda del Norte o estaba en huelga de hambre por otra razón?

¿Era Sands el único huelguista moribundo o eran varios? ¿No le forzaron a alimentarse?

¿Murió él solo o también murieron otros con él?

Al final la muerte es sólo rentable para los sepultureros. Para los embalsamadores. Para los curas. Para los forenses. Para la Madre Teresa de Calcuta. Para los periodistas. Para unos cuantos que se reparten el negocio de la muerte. Para el resto de los mortales la muerte es inútil y odiosa. Incluso la llamada muerte heroica.

El director dijo que los del IRA no son como los de ETA. Los del IRA no sólo matan sino que se suicidan. Los de ETA nunca se suicidan. Los del IRA son valientes. Los de ETA son cobardes. Ya verá usted cómo al final ese cabecilla del IRA se deja morir. Cuando muera se armará la de Dios es Cristo. Esté preparado. En cambio uno de ETA no se deja morir por nada del mundo. Es otro tipo de gente.

Juan voló a Belfast. Era la primera vez que ponía los pies en aquella ciudad destrozada. Llegó al hotel al anochecer. El hotel estaba cercado con alambradas. Estaba rodeado por las tropas. El botones pelirrojo que le acompañó en el ascensor le preguntó si era la primera vez que venía a Belfast.

Juan dijo que sí. Entonces el botones le dijo a Juan que en el hotel ya habían puesto 82 bombas. Le miró para ver qué cara ponía. Juan no puso ninguna cara. El botones pelirrojo siguió diciendo en el ascensor que en el hotel habían recibido más de trescientas amenazas de bomba. Y miró otra vez a Juan para ver la cara que ponía. Juan no ponía ninguna cara. Entonces Juan le dijo al botones pelirrojo que esperaba que esa misma noche pusieran tres o cuatro bombas en cada planta del hotel. Y miró al botones pelirrojo para ver la cara que ponía.

El botones se calló.

Entonces Juan siguió diciéndole al botones que él estaba precisamente en este hotel de Belfast para contar las bombas que explotarían esta noche en el hotel. Esperaba que pusieran tres o cuatro en cada planta del hotel.

Y miró al botones pelirrojo que seguía callado.

¿Sabía el botones pelirrojo cuántas plantas tenía el hotel?

El botones dijo que 26 plantas.

Entonces Juan sacó su bloc de notas y anotó delante del botones pelirrojo el número de plantas que tenía el hotel. Y el número de bombas. 104 bombas.

Todavía tuvo tiempo de preguntarle algo más antes de que el ascensor llegara a la planta donde estaba su habitación.

¿Has dicho 26 plantas?

Yes sir.

Pero esas 26 plantas ¿incluyen la planta baja y el sótano del hotel?

Eso no lo sabía el botones. Creía que sí. Pero no estaba seguro.

Luego le dio una libra y se encerró en la habitación. Sacó la máquina de escribir. Dejó los periódicos encima de la cama. Probó la cama. Una mierda. En realidad en aquella habitación todo era una mierda. La mesa tenía el cristal roto. La silla estaba desfondada. El armario no tenía perchas. El baño era asqueroso. Pero lo más repugnante eran las vistas tenebrosas de una ciudad hecha jirones.

Juan tomó posesión de aquella sucia jaula y empezó a redactar una de las crónicas que nunca enviaría a Damas y Caballeros. Siempre lo hacía así. Lo primero que escribía en la habitación de cualquier hotel era la falsedad vivida durante las últimas horas de su fraudulento oficio. Otros hacían algo parecido llevando un diario íntimo. Transportaban ese diario íntimo a todas partes como quien lleva a mano la bolsa del mareo. No podían dar dos pasos sin abrir su diario íntimo y vomitar algo. En cuanto notaban las primeras arcadas abrían el diario y volcaban allí toda la bilis. Esa gente llevaba un diario íntimo como la mujer que lleva tampax en el bolso. Le viene la regla y no tiene que ir corriendo a la farmacia. Abre el bolso y agarra el cartucho. Se tapona el sexo. Pero él dejaba correr libremente la viscosidad de su hemorragia por el placer de impregnar con sangre y bilis la cama y las alfombras de todos estos hoteles. Unas veces guardaba los folios en la maleta. Otras los abandonaba allí mismo.

Aquella primera crónica de Belfast recreaba el diálogo con el botones pelirrojo del hotel. No era un vulgar botones pelirrojo. Juan lo transformó en víctima del terrorismo. Al botones le faltaba un brazo. Cuando Juan le entregó la propina y el botones la recogió con su única mano pudo advertir que esa mano con la que el muchacho arrastraba penosamente el equipaje tampoco estaba entera. Entonces lo llamó a toda prisa.

Hello!

El botones volvió. El botones sin brazo y con la otra mano incompleta se le quedó mirando en espera de alguna orden. Juan se limitó a decirle que esta noche se olvidara de las bombas.

Un buen cañonazo y a dormir todos.

Yes sir.

Juan había dudado si darle otra libra de propina o no darle nada al botones pelirrojo víctima del terrorismo. No se la dio. El botones desapareció indignado.

¿Por qué no le dio otra libra? ¿Tuvo miedo de ofenderle? ¿Quiso ahorrarse una libra pensando que el cajero de Damas y Caballeros le había dado poco dinero para este viaje? ¿Sintió deseos de darle la libra a cambio de que el botones pelirrojo víctima del terrorismo le contara qué ocurrió exactamente con su brazo y con su cara?