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Juan se había sentado cerca de Brodsky quien a su vez se había sentado cerca de su escritorio en una antigua vieja silla giratoria de madera que el Poeta Laureado ponía en la dirección adecuada según tuviera que responder a una pregunta o meditar una pregunta o echar un trago de vino antes o después de serle formulada una pregunta.

De cuando en cuando el fotógrafo de prensa alzaba la mano desde su ángulo de tiro para advertir al Nobel de Literatura que iba a disparar su cámara. Entonces el Nobel de Literatura ponía cara de Premio Nobel de Literatura 1987 y el fotógrafo le hacía la foto.

El fotógrafo de prensa levantaba la mano como si saludara desde un autobús en marcha. Entonces el poeta le miraba y el fotógrafo sacaba una foto.

El fotógrafo de prensa también se arrastraba y maullaba por los suelos exactamente igual que el gato del Poeta Laureado a quien no cesaban de llamar por teléfono desde los rincones más apartados del globo terráqueo.

Brodsky se levantaba y contestaba a esas llamadas. Le pedían que fuera a leer sus poemas a una universidad. Que autorizara una traducción de sus poemas a algún dialecto africano. Que escribiera un breve ensayo sobre poesía.

Pero el Poeta Laureado volvía a sentarse en su vieja silla giratoria y retomaba el hilo de la conversación donde más o menos se había quedado la conversación. Juan le preguntaba las estupideces típicas del periodista cuyo aspecto es inconfundiblemente español. Preguntas tales como si todavía sentía añoranza por su país y cosas por el estilo. Brodsky respondía nerviosamente. Sin dejar de moverse un solo instante. Con una enorme agitación en parte fomentada por el fotógrafo de prensa que seguía saludándole desde el autobús. El Poeta Laureado adoptó un tono de extremada gravedad cuando dijo que para él ningún problema tenía tanta importancia como el problema demográfico pues al crecer la población mundial no sólo baja el nivel de bienestar general sino también el nivel educativo.

Juan hubiera querido preguntarle entonces si el nivel de bienestar y el nivel educativo eran compatibles. Pero no se lo preguntó por dos razones según recuerdo ahora perfectamente al ver el retrato de Brodsky en el escaparate de la librería de Graben. En primer lugar porque sospechaba que esa pregunta era básicamente del género idiota. Y en segundo lugar porque en aquel mismo momento el fotógrafo de prensa levantó su mano para saludar por enésima vez al Poeta Laureado y el poeta tuvo que poner cara de Nobel Laureado. Además sonó el teléfono y el poeta se agitó todavía un poco más al responder primero al saludo efusivo del fotógrafo de prensa y acto seguido a la llamada telefónica procedente de la otra parte del globo terráqueo.

Lo único que recuerdo grabando en Graben frente al retrato de Joseph Brodsky es que el poeta dedicó grandes elogios a la novela El hombre sin atributos de la que dijo que era la obra fundamental del siglo XX.

La gran obra del siglo actual. La obra que todo el mundo debería leer en todo el mundo y especialmente en Rusia. Es un compendio de sabiduría. Es la novela fundamental de nuestro tiempo. En ese libro están las claves del mundo contemporáneo y del hombre contemporáneo.

De manera que Juan sintió deseos urgentísimos de salir del apartamento de Joseph Brodsky en Greenwich Village y de llegar a su casa y ponerse a leer de nuevo los cuatro volúmenes de El hombre sin atributos sin dejar de leerlos como otras veces ya había sucedido lamentablemente. En esta ocasión eso no iba a suceder. Leería los cuatro volúmenes de un tirón. ¿O es que no era capaz de leer las dos mil páginas fundamentales de la literatura moderna de un tirón? Más vale leer de un tirón las dos mil páginas de una sola novela que es el compendio de todas las novelas que leer doscientas por aquí y ciento cincuenta por allá y trescientas más allá de distintas novelas que no compendian nada porque no son nada. Juan se sentía avergonzado por haberse dejado a mitad El hombre sin atributos siendo la obra cumbre de nuestro siglo. Sabiendo desde hacía mucho tiempo que era la obra cumbre de nuestro siglo. Deseando leer íntegra la máxima y definitiva obra de nuestro siglo. Ahora sí que la iba a leer sin saltarse una sola línea. A buen ritmo. Sin desfallecer. Más que nunca necesitaba apropiarse de las claves de nuestro tiempo y del secreto del hombre de nuestro tiempo. Empezaría de nuevo leyendo sobre el Atlántico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este frente a un máximo estacionado sobre Rusia y cerraría el cuarto y último volumen cuando llegase a la frase final en ese momento no prestaba atención suficiente a Agathe. Juan se acostaría con Ulrich. Se levantaría con Ulrich. Pasaría el día con Ulrich. No se separaría de Ulrich ni para ir al cuarto de baño. En lugar de sentarse en el váter con The New York Times se sentaría con El hombre sin atributos. En lugar de interesarse por los hechos intrascendentes del mundo exterior absorbería los pensamientos trascendentales del mundo interior del austriaco Musil.

Cuando Juan se despidió de Brodsky quiso jurarle que ahora leería El hombre sin atributos de un tirón gracias a su consejo. Apartó impaciente el cubo de la basura que entorpecía el paso hacia la calle. Ese mismo cubo demoraba su regreso a casa. Quería llegar cuanto antes. Necesitaba localizar los cuatro volúmenes cuanto antes.

¿Cuántos aseguran haber leído íntegras las grandes obras sin haber leído ni siquiera la mitad? La mayoría. Y de esa mayoría la mayoría resultan ser escritores. Leen los primeros capítulos. Destripan el libro un poco por aquí y otro poco por allá. Luego apartan el libro y dicen que ya han acabado el libro. A fuerza de repetir que lo han leído íntegro acaban creyéndose ellos mismos que lo han leído de cabo a rabo. Quien diga que leyó sin saltarse una sola página El Quijote miente. Los que dicen que han leído Los versos satánicos íntegramente mienten. Ni siquiera leyeron el libro los enemigos de Rushdie. Los que quieren matarle. Y en cuanto a los italianos que se ufanan de haber leído de pe a pa la Divina Comedia hay que decir que ellos mismos son grandísimos comediantes. La mitad de la mitad de la población italiana ha leído la mitad de un tercio de esa obra. Preguntas qué sucede en el cielo y ponen cara de permanecer en el infierno. Existen demasiados libros maravillosos que sólo se pueden leer íntegros recreando la situación en que se escribieron. En una cárcel. En el exilio. En la vejez. El desengaño. La enfermedad. El sopor del Caribe. En el éxtasis de una religión. En el paraíso de la droga.

Pero los periodistas no aprenderemos nunca. Seguiremos preguntando las mismas majaderías para que nos respondan parecidas majaderías.

¿Con qué libro se quedaría usted si tuviera que quedarse con un solo libro?

¿Qué libro se llevaría usted si sólo pudiera salvar uno entre todos los libros que conoce?

¿Qué obra ha influido más en su propia obra?

Pocos responden con sinceridad. Dicen cualquier cosa para salir del paso. Un novelista no mencionará a otro novelista de su misma generación así lo maten aunque aquél esté leyendo a éste a escondidas. Sólo dirá que es bueno cuando esté muerto o no sea bueno. Su deseo es matarlo. Hacerlo desaparecer artísticamente. Aniquilar una obra que obstaculiza su propia obra. Pero tiene que soportar cada publicación de un nuevo libro de un contemporáneo suyo como tiene que soportar el escozor de un hongo. En silencio. Disimulando. Aunque eso no quiere decir que si se presenta la ocasión propicia vaya a renunciar a pincharle en el culo al competidor de su misma generación diciendo que el universo del que se ocupa y el lenguaje que utiliza no pertenecen al universo ni al lenguaje que le interesan a él. Los celos de autor son los únicos auténticos derechos reservados de autor. Derechos reservados mundialmente. Entre autores no existe otro derecho legítimo que el derecho de los celos. Cuando se premia a un autor los restantes autores desearían no ser autores. O ser autores en otro país muy lejano y no en el mismo país del autor premiado. Sólo cuando el autor premiado se eclipsa en el horizonte amanece el otro autor. El autor recién nacido pide al cielo que el mismo día que ha muerto el otro autor no venga todavía al mundo uno mejor que él. O si viene que al menos no publique nada hasta que él haya publicado su obra y se haya muerto.