Выбрать главу

Entonces las azafatas se meten allí para hacer unas tras otras todas sus necesidades. Se lavan un poquito. Se ajustan la blusa debajo de la falda del uniforme. Se estiran la falda y se ponen en su sitio las bragas. Se peinan. Se acicalan dentro de lo autorizado por el reglamento. Se pintan. Se miran en el espejito del aseo de primera clase y así aguantan optimistas hasta rozar la pista donde les espera la furgoneta de la compañía aérea que se las llevará pitando a la terminal. Una vez en la terminal las azafatas no pierden un minuto y vuelven a meterse en los lavabos y acaban de hacer todas sus urgentes necesidades y se ponen cremas hidratantes en la cara y gotas refrescantes en los ojos y grasa de caballo en el cinturón y los zapatos sin haberse enterado si aquel individuo se llevó por fin el chaleco salvavidas en el equipaje de mano.

Ellos mismos se delatan. Su mirada decía a voces me estoy llevando un chaleco salvavidas en mi equipaje de mano. Me lo llevo y no me importa lo que pueda pasar cuando este avión vuelva a cruzar el océano y haya una emergencia y los pasajeros tengan que ponerse el chaleco salvavidas y uno de ellos no tenga chaleco salvavidas. Mala suerte. Yo quiero este chaleco salvavidas porque me gusta tener en mi casa un chaleco salvavidas.

Pero Juan sabía cómo proceder en estos casos. Miró al imberbe canalla moviendo la cabeza a un lado y otro.

No. Eso no se hace amigo mío. No. Eso no.

El otro trató de devolverle una sonrisa forzada. Se puso más colorado que un pimiento. Se agachó como para recoger algo a sus pies cuando en realidad se agachó para deshacerse del chaleco a toda prisa. Se colocó de espaldas a Juan que ahora podía contar las gotas de sudor que resbalaban por el pescuezo de aquel joven canalla que estaba verdaderamente hecho puré.

Juan sintió una gran satisfacción. Auténtica euforia moral. El orgullo se le escapaba por las narices como el relincho saludable de una caballería. ¿Quién sino él podía haber detectado una maniobra de robo tan refinada de no haber sido un consumado coleccionista de cuchillos de mantequilla de los hoteles Hilton?

Nadie. Porque nadie ha desarrollado el mismo olfato. Nadie ha afinado la vista así. Y nadie tiene esa autoridad para intervenir en el momento justo evitando el escándalo. Detestaba el escándalo.

Le tranquilizó comprobar que no sólo poseía las cualidades del perfecto cleptómano sino también la sagacidad del incansable detective. Ese joven canalla no dominaría nunca el arte de robar cuchillos de la mantequilla. Tal vez ni siquiera lo habría intentado. Su brutalidad le empujaba solamente a robar chalecos salvavidas en los aviones.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando Juan no esperaba encontrar tantos mutilados en los países islámicos. Gente sin dedos. Sin manos. Sin pies. Cuando Damas y Caballeros le envió a Dahran para cubrir las payasadas de la Guerra del Golfo se dio cuenta de que la mitad de la población saudí estaba mutilada. Aquello era mucho más impresionante que la guerra que aún tardó meses en estallar. El sirviente de Sri Lanka que limpiaba su habitación había perdido tres dedos. Nunca le confesó el motivo. No hacía falta.

El jardinero era manco.

A un mozo de equipajes le habían cortado prácticamente todos los dedos de las manos.

El portero empujaba la puerta con el codo.

De todas partes salían los mutilados. Habían robado. Habían sido castigados. Ya no robarían nunca más. Los clientes del hotel podían dejar las maletas abiertas. El dinero a la vista. Los objetos de valor encima de la mesa. Todo estaba seguro. Nadie tocaría nada. Nadie se arriesgaba a perder el resto de sus extremidades. Tanto si eran como si no eran seguidores del Profeta.

Los preparativos de la guerra inteligente resultaron ser de una torpeza insultante. En el Centro de Propaganda del Ejército norteamericano daban notas impublicables. Había despachos de las agencias totalmente idiotas que a falta de cualquier información los corresponsales de guerra copiaban y alteraban un poco para darles cierto estilo personal. Todo mentira. Aburridas crónicas de precalentamiento bélico a bordo del USS Wisconsin empezaban diciendo que en esta mañana muy soleada y calurosa disponemos de todo el espacio del mundo para disparar. Luego continuaban diciendo que habían disparado mucho. Y a continuación el responsable máximo de hacer esos disparos desde el USS Wisconsin respondía idioteces a las preguntas igualmente idiotas del periodista elegido para esa misión de propaganda. Los corresponsales se las ingeniaban para hacer creer a sus respectivos lectores que habían estado separadamente en el USS Wisconsin presenciando una sesión de tiro. Sandeces y más sandeces que el director de Damas y Caballeros publicaba en primera página para dejar patente desde el comienzo del conflicto bélico que uno de sus hombres esperaba el comienzo de la batalla en el frente. Se trataba nada más que de un fraude muy bien urdido por los periodistas cada mañana a la hora del desayuno en el hotel. Todos estaban dispuestos a transmitir cuantas exageraciones y embustes fabricaran sus mentes.

Periódicos de todo el mundo. Emisoras de radio de todo el mundo. Televisiones de todo el mundo esperaban el ansiado día D y la hora H mientras sus mentirosos asalariados mataban el tiempo oyendo las noticias de la BBC chapoteando en las piscinas orientadas hacia La Meca y bebiendo grandes zumos de naranja a precios exorbitantes servidos por los oscuros mutilados de la ley del Islam. Y un día tras otro allí no pasaba nada.

Hasta que por fin una mañana de tantas llegó soltando alaridos el reportero español con fama de traer la guerra total metida en la cámara.

Atención. Ya estoy aquí. La guerra va a empezar.

El reportero preguntó dónde había un tanque. Un tanque saudí o un tanque americano. Eso le daba igual. Un tanque con un gran cañón. Le dijeron que había un tanque decorativo en un acuartelamiento cercano. Entonces el reportero ordenó a su equipo de televisión que le acompañaran hasta el tanque. Una vez allí el corresponsal de guerra se colocó delante del cañón ataviado con ropa de camuflaje y mirándose el reloj sentenció que había empezado la cuenta atrás para la guerra.

Es inminente. Mañana. Pasado mañana. Incluso esta tarde.

Los iraquíes atacarían a las fuerzas aliadas con armas químicas y bacteriológicas. Tal vez atómicas. La guerra iba a ser devastadora. Escalofriante. Guerra de misiles. Misiles tierra mar. Misiles tierra aire. Misiles tierra tierra. ¡Trágame tierra! No había esperanzas de evitar esa lluvia de misiles.

Sin embargo la guerra no estalló al día siguiente tal como estaba anunciado. Ni al otro. Ni al otro. Ni al cabo de un mes. Ni de tres meses. Nada. El retraso de la guerra era ofensivo. Macabro. Decepcionante. A lo sumo algún soldado de la US Army moría atropellado por un camión también de la US Army. Y eso era todo.

Las tropas multinacionales fueron desplegadas lentamente en el desierto. Pero el reportero que llevaba la guerra en la cámara no perdía las esperanzas. Este retraso tenía una justificación. Este retraso era un retraso deliberado. Era una prueba de la magnitud pavorosa que alcanzaría la guerra en cuanto sonara el primer disparo. ¿Para qué estaba él en Arabia Saudí? ¿No era él un imán infalible para la guerra? ¿Cuántas guerras le habían fallado? Ninguna. Y alargaba su pescuezo y levantaba su nariz para olfatear los aires de la guerra. Entonces le apuntaban sus fieles cámaras.