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Canetti.

Después se asomó Andy Warhol y con él llegaron los turistas yanquis que creen que esto es La Bodeguita de Hemingway en La Habana. Pero todavía no. Aquí aún son mayoría los clientes con deformes y grandes cabezas europeas. Con sombreros oscuros que cuelgan de las perchas de madera oscura. No se ve ni una sola gorrita de visera a cuadros. Todo es uniforme y oscuro. El café. Los muebles. Las miradas.

Quiero venir con Berta para sentir juntos el bienestar de la tristeza de Europa. Una sensación misérrima y placentera. En cuanto Berta llegue a Viena vendremos al Hawelka para oír el canto imperceptible de la carcoma de Europa.

Si ahora entrara en el Hawelka un fotógrafo de prensa y eso es algo que no deseo no tendría que pedir a los clientes del Hawelka que bajaran un poco sus periódicos y pusieran cara de desdicha porque todos sin excepción ponen esa misma cara. Todos tienen su bandejita abollada con la taza de café y el vaso de agua junto al cenicero. Todos están solos aunque en su mesa haya otra persona. Todos apartan a un lado el periódico para dar un sorbo a su café y vuelven a centrar su periódico pasando lentamente las páginas. Centrar el periódico sobre la mesa es como centrar sus vidas sobre la ciudad. Su existencia misma en el universo.

Todos los viejos camareros del Hawelka se pasean con la misma solemnidad entre las mesas. Lo hacen igual que un profesor vigilando el examen de sus alumnos.

Todos los alumnos del café Hawelka leen con cara de no haber dormido en mucho tiempo. Algunos leen a media voz. Pero eso no llama la atención. Además son muchos los que hablan solos. Dentro y fuera de los cafés. Cada día hay más gente que habla sola en todas las ciudades del mundo. No tiene nada de particular. La gente solitaria necesita hablar mientras conduce el coche o mientras cruza la calle o mientras espera el autobús. Hablando solos ya no se sienten tan solos. Ya no están solos. No hay que temer a la gente que habla sola por la calle. No es gente peligrosa. Es gente peligrosa la gente que no habla sola. La que no habla aunque quieras hablar con ella. La gente que va por la calle sin hablar porque ya ha perdido el habla y ahora sólo habla con los ojos y con los ojos sería mejor que no hablara porque dice cosas terribles.

Si el fotógrafo de prensa estuviera aquí y bien sabe Dios que es algo que no deseo podría fotografiar los pies de los clientes del café Hawelka. Se ven con mucha facilidad desde cualquier mesa porque las mesas son redondas y pequeñas y tienen una sola pata que se ensancha al final. Cada cliente utiliza esa pata de la mesa de distinta forma. Algunos ponen sus dos pies uno encima del otro sobre la pata. Y esto produce un curioso efecto óptico y es que la pata de la mesa ya no parece una sola pata sino que con los pies del cliente se convierte en una pata con tres pies. Las mujeres descansan su tacón alto en el borde mismo de la pata y dejan el pie en punta mirando al suelo como un clavo que fuera a hundirse en la madera.

Hay más mujeres que hombres con las piernas cruzadas porque los hombres de cierta edad tienen dificultades para cruzar las piernas.

Cuando llega el hombre que vende rosas con la cesta de mimbre colgada del brazo nadie le mira. Es un vendedor de rosas silencioso. No molesta. No insiste. No se hace notar. No dice nada. Tiene aspecto de jardinero jubilado.

El fotógrafo de prensa que no deseo ver por aquí podría hacerle un magnífico retrato. Un hombre con dos rosas en la mano y una mirada incestuosa. Un incesto en cada ojo.

Siempre he creído que los vieneses tienen la mirada incestuosa. ¿Cómo explicarlo? Tienen la mirada turbia de un secreto nunca revelado que les dolerá hasta la muerte.

¿Cometí incesto con mi madre? ¿Me delató ella ante mi padre en un momento de vengativa locura? Si en lugar de una sola vez mi madre me hubiera insistido repetidas veces para que probara con ella aquello tan decepcionante ¿me habría negado? ¿Tengo también yo esa mirada que veo en los ojos de los vieneses?

Me miro en un espejo del café Hawelka. No veo en mis ojos esa mirada que veo a mi alrededor. Esta gente que está a mi alrededor ha cometido incestos múltiples. Incesto una tarde cualquiera de un domingo lluvioso con su hermano. Con su hermana. Con su madre. Con su padre.

Lo ocultan. Callan. Lo reprimen. Pero no lo olvidan. No pueden olvidarlo. Llevan dentro una marca que sin querer asoma por la mirada. Respiran hondo el día que el oculista les receta el primer par de gafas. A partir de ese instante ya hay algo interpuesto entre su culpa y su mirada. Nunca abandonarán sus gafas más que para dormir o limpiar rápidamente sus cristales. Cuanto más gruesos mejor.

Si estuviera aquí el fotógrafo de prensa y ojalá no entre ningún fotógrafo de prensa advertiría que nadie se quita las gafas y todos llevan gafas con los cristales escandalosamente gruesos.

No es de extrañar que en Viena no se vendan lentes de contacto. Nadie se interesa por las lentes de contacto. No hay forma de convencer a los vieneses para que cambien sus anticuadas gafas por modernas lentes de contacto. ¿Gafas invisibles? No gracias. Le tienen demasiado amor a sus gafas. Quieren conservar la protección de sus gafas. Necesitan esa protección hasta el final de sus vidas para ocultar la imborrable mirada incestuosa.

Todos con gafas. Más gafas en Viena que en Pekín. Freud siempre con gafas. ¿Hemos visto alguna vez a Freud sin gafas? ¿Fotografió algún fotógrafo de prensa a Freud sin gafas? No lo recordamos sin gafas.

Recordamos la mirada incestuosa de Freud detrás de los cristales gruesos de sus gafitas redondas.

En el café Hawelka veo ahora mismo un cliente con dos pares de gafas. Las dos las lleva puestas. Con la mayor naturalidad del mundo. Miro más allá porque quizá encuentre a otro con tres o más pares de gafas puestas.

Cualquier fotógrafo de prensa y ojalá no venga ningún fotógrafo de prensa a este café se mataría por fotografiar al ciudadano vienes de los dos pares de gafas. El ciudadano vienes no parece un solo ciudadano con dos pares de gafas. En realidad son dos ciudadanos vieneses en uno solo Es el ciudadano vienes que está sentado y la madre o la hermana con la que cometió el incesto. ¿Por qué lleva usted dos pares de gafas curioso ciudadano vienes?

Cuando este cliente mira hacia aquí él mismo me está dando la respuesta. Incesto. Incesto. Probablemente más de un incesto.

El incesto está a la orden del día. No sólo en Viena. Hace poco Miss America 1957 reveló que su padre abusó sexualmente de ella desde los 5 a los 18 años. Marilyn Van Derbur esperó a que su multimillonario padre muriera para contarlo. Antes no se atrevía. Se trataba de un caso de incesto de los llamados continuados. No un incesto esporádico. No un incesto casual. No un incesto que casi no es incesto. Esa clase de incesto que llega a confundirse. ¿Hubo? ¿No hubo incesto? ¿Imaginé el incesto? ¿Fue realmente un incesto? ¿Fue una fabricación ese incesto? Esa clase de incesto no tiene demasiado que ver con el incesto continuado y sistemático que en el caso de Marilyn Van Derbur se prolongó a lo largo de los trece mejores años de su vida. Sin embargo Marilyn sobrevivió al incesto y ha hecho público su incesto para ayudar a las víctimas del incesto a superar el grave trauma del incesto. Eso es muy americano. Eso está muy bien. Crear una especie de Asociación de Alcohólicos Anónimos del incesto. Una liga contra el incesto para combatir sus efectos. Porque la víctima del incesto puede también ser víctima del suicidio al que tantas veces conduce el incesto. Primero el incesto. Un descanso. A ver qué tal. Y luego el suicidio. La hija de Lawrence Durrell se colgó de una viga después de dejar una nota en la que exigía que en el supuesto de que su padre el famoso escritor del Cuarteto de Alejandría quisiera ser enterrado a su lado nunca fuera enterrado cerca de ella que había sido forzada al incesto a los 18 años. ¿Cómo habría reaccionado Durrell de haber conocido esta disposición póstuma de su querida hija? ¿Se habría matado? ¿Habría canjeado su propia muerte por otra novela? Durrell necesitaba adquirir experiencia incestuosa para sus obras. Necesitaba cumplir ese trámite para enriquecer su literatura. Era tan importante como leer a los clásicos. Por eso eligió a su hija Sappho. En vez de coger la Iliada de la estantería y llevársela a su estudio sacó a Sappho de la cama y se la metió en la suya. Así Durrell consiguió lo que se proponía. Pero Sappho fue obligada a dar el paso siguiente colgándose de una viga.