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Juan también estuvo una vez en un hotel de Ronda donde Rilke se alojó durante algún tiempo. ¿Era el hotel Victoria? El conserje de aquel hotel estaba empeñado en enseñarle la habitación de Rilke convertida en un pequeño museo Rilke. Pero Juan se negó. Le rogó al conserje que no insistiera. Le pidió que a ser posible le diera una habitación en distinta planta de la que estuvo Rilke. Cuanto más lejos de esa habitación mejor. El conserje le miraba extrañado. Era el primer cliente a quien le ofrecían una cosa así y la rechazaba de plano. ¿Tenía algo personal contra Rainer Maria Rilke? ¿No le gustaba su obra? ¿Había editado su obra y tal vez se había arruinado? Juan se vio obligado a decirle al conserje que Rilke era un poeta demasiado grande para que él se acercara ahora a sus reliquias pues lamentablemente su estancia en Ronda se debía a motivos básicamente antipoéticos.

¿Motivos antipoéticos?

Sí. Motivos totalmente antipoéticos.

Juan le explicó al conserje que estaba en Ronda para hacer un reportaje sobre la Legión Española. ¿Podía acaso relacionar Poesía y Legión?

No. No señor. Saldrían chispas.

Además el reportaje se iba a titular Soy valiente y leal legionario. ¿No oían esa marcha en el hotel cuando la cantaban los del Tercio desde sus acuartelamientos? Era uno de los pocos temas que exigía borrar de la mente cualquier sombra de poesía. Las cartas de amor de Rilke. Los cuadernos tan emotivos de Rilke. El espíritu de Rilke que sin duda se conservaba en aquella habitación que ocupó Rilke.

Los desfiles militares y los uniformes militares eran un magnífico comodín de Damas y Caballeros. De cuando en cuando el director encargaba un tema castrense. Podía ser la Legión. Podía ser la vida en un cuartel de la Guardia Civil. Podía ser el simple reclutamiento de soldados. Podía ser el Desfile del Día de la Victoria. En ese tipo de reportajes era muy importante la labor del fotógrafo de prensa. El trabajo del redactor se acomodaba a las imágenes. El texto debía ser un texto recio y patriótico marcado por la sobriedad. Los pies de las fotografías exigían siempre mucha atención. Estaba probado que casi ningún lector leía el texto del reportaje pero todos leían en cambio los pies de las fotografías. De manera que los pies de las fotografías eran mucho más importantes que el texto general. El redactor jefe supervisaba que los pies de las fotografías fueran macizos. Esto quería decir que a lo largo de la fotografía y en su parte inferior el redactor debería escribir dos líneas medidas con absoluta exactitud explicando en ellas el contenido de la foto. En eso era inflexible. No podía colgar ninguna palabra. Los pies eran macizos. Con las medidas exactas en matrices. Ni una más ni una menos. Juan se las tenía que ingeniar para meter en dos líneas de sesenta espacios un texto explicativo correspondiente a esa imagen fotográfica tomada por el fotógrafo de prensa teniendo en cuenta que lo que ya quedaba suficientemente explícito en la foto no había que repetirlo en el texto. Por tanto había que meter relleno del peor género a fin de que el citado pie macizo quedara perfectamente ajustado y sin ninguna palabra de más ni de menos. Las matrices justas. El efecto visual era impecable. Dos líneas como dos ríeles de ferrocarril de la misma longitud debajo de la fotografía. Pero las majaderías que podían leerse en esos pies de fotografías avergonzaban a cualquiera menos al redactor jefe que se ponía eufórico al verlos tan bien ajustados. El arte de hacer pies macizos era un arte muy apreciado por la dirección de Damas y Caballeros. Quien demostraba dominio en ese arte podía aspirar a un ascenso.

En esta XXII edición del Desfile de la Victoria celebrado en la madrileña Avenida del Generalísimo las tropas de los tres Ejércitos hicieron gala de su marcialidad a su paso por la tribuna del Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos quien presidió el acto anual de mayor relevancia castrense en conmemoración del Día de la Victoria.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando es fácil llegar a la conclusión de que no existe una sola casa en el centro de Viena donde no haya nacido o crecido o fallecido un genio vienes. Y esto acaba siendo insoportable para los vieneses. Demasiado agobiante. De la proliferación de madrigueras de prohombres ni siquiera se salvan los parques y jardines que poco a poco han sido convertidos en monumentales cementerios saturados de mausoleos y estatuas de bronce y piedra a tamaño natural. Esto es terriblemente angustioso. El ciudadano vienés se siente espiado y perseguido tanto o más que el ciudadano monegasco cuyo Príncipe le acecha en cada esquina. Encerrarse 48 horas en el centro de Viena produce la misma claustrofobia que permanecer ese mismo tiempo en Mónaco o en Gibraltar. En el Vaticano o en la Isla de Man. Un parquecito vienés lleno de bustos de celebridades vienesas no es más artístico que uno de esos campos de minigolf asfaltados en la Costa Brava con máquinas tragaperras para los turistas. A Juan ya le parecieron insufribles estos pequeños parques musicales y literarios de Viena hace 30 años y hoy siguen pareciéndome lo mismo.

La ciudad del Danubio posee el encanto de insensibilizar a una parte de la población. De anestesiar sus emociones. De convertir a algunos ciudadanos en un pedazo de hierro fundido. De tal forma que pueden pasar diez veces por delante de la casa de Beethoven y luego otras diez veces por delante de la casa de Mozart y diez veces más por delante de la casa de Freud y veinte por delante de la casa de Strauss sin sentir absolutamente nada. Se quedan fríos como el mármol de la tumba de Federico III.

Pero esto mismo no puede decirse de los extranjeros que en Viena se sienten sobrecogidos. Abrumados. Traumatizados. Cuando los psicoanalistas de otros países vienen en peregrinaje a Viena sufren trastornos emocionales durante la obligada visita a la casa de Sigmund Freud en la calle Bergasse número 19. Suben al primer piso. Llaman a la puerta. Les recibe un jovencito analizante maníaco depresivo que controla el acceso al útero freudiano y les acompaña a lo largo del recorrido. A la derecha y después de pasar ante el perchero de Freud admiran el diván de Freud y la butaca de Freud y fragmentos de textos de Freud y fotografías de Freud y un pequeño cine donde se proyecta un vídeo sobre Freud.

Los discípulos de Freud tuercen sus cuellos y ponen las manos juntas delante de cada reliquia de Freud analizando cada exvoto del analista quien a su vez les analiza desde todos los rincones de la casa de los análisis. Estos psicoanalistas balbucean un par de frases incomprensibles y salen a la calle totalmente desorientados y permanecen así durante varias horas hasta que por la noche su inconsciente libera extraordinarias imágenes oníricas recreando instantes fantasmáticos de la visita a la casa de los análisis.

Ellos han entrado en esa casa sin autorización del propietario. Han saqueado una de las habitaciones. Han defecado debajo del diván. Un gato les observa en silencio desde una lampara del techo. La mirada del gato es penetrante. Muy profunda. Ellos creen que el gato les llama. El gato quiere que suban allí. Ellos no se atreven. No saben cómo subir hasta la lámpara del techo desde la que les observa fijamente el gato que ahora deja ver sus bigotes blancos que estaban en la penumbra y luego deja ver su barbita blanca que también estaba en la penumbra. Jurarían que el gato responde al nombre de Sigmund pero ¿cómo pueden estar seguros? Oyen la voz del jovencito que abre la puerta de la casa de Freud y vende las entradas para la casa de los análisis. Este jovencito maníaco depresivo les pregunta qué han estado haciendo en la casa de Freud sin la autorización de Freud. Les comunica que Freud ha muerto en septiembre de 1939 por sobredosis de morfina suministrada por su médico de cabecera para acortar el sufrimiento del cáncer oral. El joven maníaco depresivo que vende las entradas de la casa de Freud les acusa de allanamiento de morada y dice que éste es un delito que el código penal austriaco castiga con dos años de prisión. El jovencito maníaco depresivo ha cerrado la puerta y ellos no pueden salir de la casa de los análisis que apesta a excrementos hediondos abandonados debajo del sagrado diván. Si se asoman a la habitación de Freud verán a una mujer con cara de hombre introduciéndose una pata de la butaca de Freud por la vagina. Pero no puedan discernir si esa mujer con cara de hombre es realmente una mujer o un hombre ya que la pata de la butaca de Freud oculta el sexo de la supuesta mujer con cara de hombre. El joven maníaco depresivo les dice que al despertar anoten el sueño inmediatamente sin omitir ningún detalle.