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Vuelvo al hotel cuando oscurece y hoy la prensa dice que han muerto más de un millar de peregrinos en La Meca aplastados por otros peregrinos que tiraban piedras en un túnel contra Satanás. Lo hacen todos los años. Y siempre mueren centenares de personas. Sin embargo los verdugos de Jomeini todavía no mataron al blasfemo Salman Rushdie aunque apuñalaron a su traductor japonés y a un iraní que cantaba sus versos satánicos en Alemania.

El reloj de St. Stephan toca las horas.

¿Cuántas campanadas?

No las cuento.

No me interesa saber la hora.

Ya quedarán grabadas.

Berta no va a venir. Estoy convencido de que no vendrá.

Subo a la habitación 108. Subo a pie. Al fin y al cabo es el primer piso. Todavía puedo subir unos cuantos más.

Enciendo la luz. Ningún mensaje. Los dos bombones Amadeus en las almohadas. Asquerosa dulzura.

Soñaba con ella.

Soñaba que un día nos casábamos en Viena. Teníamos dos niños. Los queríamos mucho. Los operaban de amígdalas. Los llevábamos a un buen colegio. Los llenábamos de besos y babas de amor. Crecieron con nosotros. Se casaron. Ellos también tuvieron hijos. Nos hicimos viejos. Criábamos lorzas de grasa en la cintura. Aparecían las arrugas. Alguna enfermedad. Más de una vez nos peleábamos. Tú gritabas mucho.

Pero de pronto se nos apareció la Virgen montada en un cerdo que parecía un querubín pero era un verdadero cerdo.

La Virgen dijo me envía el Creador para expulsaros del paraíso.

No merecéis hoteles de lujo.

No merecéis bombones Amadeus colocados en las almohadas.

No merecéis cuartos de baño limpios en una ciudad tan limpia.

Haced las maletas y marchaos de aquí a morir donde podáis.

Al oír esto tú y yo nos miramos y vimos que después de esta aparición nuestros cuerpos estaban totalmente desnudos. Estaban muy deteriorados. Estaban tiritando.

Así que llegó el día de nuestra muerte. Primero me tocó a mí. Lo hice despacio. Me resistía a morirme. Nunca me interesó morir. Fue algo triste porque mientras yo me estaba muriendo te veía sentada a mi lado en la silla plegable de hierro.

Tu mano no pudo retenerme en este mundo. Te dije adiós. Esto es el fin mi amor. Y tú cerraste mis párpados para que no te viera llorar.

Sentí no estar a tu lado cuando el turno te llegó a ti. Fue una canallada. Tuviste que valerte tú sola aunque los nietos estaban cerca. Uno de ellos se acercaba para ver si todavía respirabas. Otro te tocaba la pierna que yo había visto tantas veces cuando eras niña con esa pequeña quemadura en la pantorrilla izquierda. Siempre quise besar esa quemadura. Pero ya me había muerto. Tampoco pude abrazarte. Al morir suspiraste mi nombre y en tu rostro apareció una sonrisa de infinita hermosura. También era una sonrisa un poco cachonda porque tú siempre fuiste un poco cachonda. No nos engañemos. Y todos los presentes advirtieron que de la débil sombra de inmensa belleza que había sido tu cuerpo salía entonces una luz radiante. Esa luz iluminaba tus mejillas. Cegó a todos. Cuando por fin abrieron los ojos ya no te encontraron en tu lecho de muerte. No estabas allí. Habías ascendido con las manos juntas sobre una luna menguante y los gusanos de seda empezaban a tejer el echarpe azul que una vez yo te había enviado por Federal Express desde Nueva York. Allí estabas en lo alto del firmamento y yo te suplicaba que acudieras a nuestra cita de Viena. Pero tú no acudías. Y yo me impacientaba. Un día vino a un congreso internacional de Ministros de Tribunales de Cuentas nuestro tercer nieto. Ya sabes quién digo. No lo esperaba. Vino a visitarme. Se detuvo ante la lápida. La miraba fijamente. Leía despacio mi nombre. Repitió varias veces abuelo Juan. Abuelo Juan. Luego dijo abuelo Juan no sufras por nada. Trata de ser feliz. Haz un pequeño esfuerzo y serás feliz. Todo el mundo es feliz si hace un pequeño esfuerzo. Golpea con los nudillos de tu mano derecha la pared de tu sepultura. Berta está ahí. A tu lado. Al otro lado del tabique. Aquí leo su nombre en la otra lápida. Era muy alegre. La recuerdo muy bien. Más alegre que tú. No te ofendas por eso.

¿Quieres dar unos golpes en el tabique y verás cómo te oye?

Hice un esfuerzo y di los golpes. Varios golpes. Y entonces pude oír que tú dabas otros golpes parecidos. Tres o cuatro. No fueron más. Pero era tanta mi felicidad que hubiera deseado tener ojos que ya me los habían comido los bichos para llorar amándote infinitamente el resto de la eternidad.

Me niego a seguir más tiempo encerrado en esta habitación de un hotel al que no has venido.

No voy a buscarte.

Voy a dejar aquí este chisme grabando el ruido de las herraduras cuando pasan los coches de caballos hacia la casa de Mozart. Hasta que se acabe la cinta.

Lo dejo todo encima de la mesa.

Tu foto.

Mi pasaporte.

La llave de nuestra habitación.

Voy a dar una vuelta por las calles de Viena. Una vuelta muy larga. No tengo prisa.

Viena es mi ciudad.

Cruzaré el Danubio.

O quizá ni siquiera lo cruce.

Ignacio Carrión

***