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Ya sopla el aire de la guerra. Ya percibo su intenso y putrefacto aroma dulzón. El olor de los cadáveres.

Entornaba los ojos.

¡Corta! Ya vale.

Mientras la guerra relámpago se aproximaba a paso de tortuga los corresponsales de guerra todavía sin guerra podían visitar a las tropas acampadas en el desierto. Allí podían entrevistar a los soldados en pie de guerra. Podían fotografiarlos apoyados en sus armas. Subidos a los carros de combate. Tumbados en los catres. O incluso mirando revistas de mujeres desnudas. Luego regresaban a sus hoteles en Dahran para tomar una buena ducha y una buena cena después de enviar una buena crónica.

Durante cuatro interminables meses el único pasatiempo que se ofrecía a la prensa eran unas agotadoras excursiones en dirección a la frontera kuwaití en autobuses militares saudíes. Se salía al amanecer y se regresaba antes de media noche. Este tipo de turismo escolar era muy del agrado de los reporteros japoneses quienes acudían en grupos numerosos y ocupaban ingenuamente las últimas filas del autobús sin sospechar que el perverso conductor saudí haría todo lo que estuviera a su alcance para desnucarlos.

A ningún periodista occidental se le hubiera ocurrido sentarse en la ultima fila de un autobús militar saudí que saltan como bestias de rodeo. Sólo los japoneses se aventuraban a hacerlo ignorando que allí estaba el único estúpido peligro de esa guerra inteligente. El conductor se adentraba en el desierto por pistas de arena plagadas de grandes hoyos. De pronto lanzaba el vehículo a toda velocidad y en aquel violento sube y baja satánico el golpe era mortal para los asiáticos. Las cabezas niponas rebotaban contra el techo y sus cráneos se hundían en el hierro del autobús. Gritaban desesperadamente pero siempre en vano. El conductor saudí no les hacía el menor caso. Creía que se divertían. Que aquello era jolgorio nipón. Fiesta nipona. Juerga en el desierto. Y no era tal. Aquello era una masacre en toda regla. Un reportero de Osaka se rompió el cuello. Dos de Tokio se desnucaron. Varios más perdieron movilidad en las extremidades inferiores. Algunos sangraban. Otros vomitaban su asqueroso vómito negro de dolor.

El periódico de Ryad daba estas noticias con recochineo.

Los corresponsales de guerra japoneses han probado los efectos de la guerra.

Los corresponsales de guerra japoneses han sido las primeras bajas de la guerra.

Y relataban la funesta expedición al desierto que ponía a los corresponsales extranjeros acreditados en Arabia Saudí en contacto directo con las tropas aliadas.

En realidad los corresponsales solamente habían entrado en contacto brutal con la parte blindada de la carrocería de los autobuses saudíes conducidos por sanguinarios conductores saudíes.

En aquellas largas noches de Dahran Juan soñaba con Berta unas veces y con Pansy otras.

Veía a Pansy con el pubis depilado.

Toda ella se había depilado.

Las piernas.

Las axilas.

La cabeza.

Todo el cuerpo de Pansy estaba perfectamente depilado.

Entonces Pansy se metía en la cama con Juan y él sentía un horror frío. Horror de clínica.

Luego Pansy se levantaba de la cama y se asomaba al rellano de la escalera del hotel y bajaba desnuda y depilada las escaleras deslizando lentamente una mano sobre la barandilla.

Desde abajo se volvía a mirarle.

Ahora ya no era el rostro de Pansy el rostro que veía Juan desde la puerta de la habitación. No era el rostro de quien había sido su mujer. Era el rostro deforme de su madre.

Pansy reposaba su mano en el último pomo de la barandilla.

El pomo de la barandilla sobre la que Pansy descansaba la mano era la cabeza de Berta sin ojos.

Y Pansy besaba a Berta.

Cuando finalmente llegó el zafarrancho ni el reportero que se hacía pasar por imán de todas las guerras ni Juan seguían en aquel maldito lugar donde no ocurrió prácticamente nada.

Los iraquíes lanzaban misiles contra Ryad. Pero eran interceptados en el aire. Lanzaban misiles contra Israel que en su mayoría también fueron interceptados a tiempo. Naturalmente en Israel había otros reporteros dispuestos a exagerar historias de mortíferas explosiones en las calles de Jerusalén cuando los misiles pocas veces sobrepasaban Tel Aviv.

Los americanos machacaron en nombre del mundo libre Bagdad.

La guerra había sido un alarde de exageraciones incontrolables propio del histerismo de los periodistas y del histrionismo de los militares. Una buena mezcla. Los periodistas también ansiaban ser héroes. ¿Por qué no? Estaban lejos de sus familias. En zona de peligro. Al alcance del fuego enemigo. De los gases venenosos. De las temibles cabezas químicas. Los periodistas estaban secuestrados en un país sojuzgado por un monarca multimillonario. Retrógrado. Corrupto. Déspota. País aterrorizado por una policía religiosa amante del azote y la plegaria. Los periodistas también podían estar contrayendo extrañas enfermedades que algún día saldrían a la superficie. Tal vez cuando la guerra se hubiera olvidado. Y todo lo que iban a dejar impreso en las colecciones de los periódicos era la peor bazofia obtenida directamente de los jornaleros del fusil.

Sargento Compton ¿por qué se alistó en esta guerra?

Desde que iba a gatas me ha gustado el ejército. Creo que puedo servir mejor a mi patria estando aquí que en Columbus limpiando los domingos los cromados de mi Harley Davidson. Prefiero que mi hermana se haga puta antes que verla montada en una moto japonesa.

El sargento Compton pertenece al 27 Batallón de Zapadores de Combate. Recomienda a sus soldados que tengan miedo. Miedo a morir. Miedo a quedar reventados en el desierto. Recomienda un miedo protector. El mismo miedo que le salvó la vida al sargento Bob Compton veinte años antes en Vietnam. Porque Bob Compton es uno de los que hace dos décadas conocieron las trampas del Vietcong. De los que durmieron empapados por el susto y las borrascas y ahora han recalado en el arenal más extenso y explosivo del mundo.

¿Está asustado sargento Compton?

Estoy muy asustado. Muy asustado. Pero quiero estar asustado porque el miedo me hace mantenerme alerta y la adrenalina se renueva.

¿Qué va a ocurrir sargento Compton?

Le aseguro que esta vez no ocurrirá lo que pasó en Vietnam donde ganamos todas las batallas pero perdimos la guerra. Ahora lo ganaremos todo.

Gracias sargento Compton.

Cada reportero buscaba a un jornalero del fusil para que le contara majaderías. Para poner en su boca frases que a un jornalero del fusil nunca se le ocurrirían. Frases que el reportero necesitaba en su crónica. Frases de soldados valientes. Soldados de muchas guerras. Soldados que saben lo que es una guerra. Profesionales que están ansiosos de volver a la guerra. Negros. Puertorriqueños. Los que no pueden matar en su país aunque desearían matar en su país. En su misma calle. En su misma casa. Ahora tenían la oportunidad remunerada de matar hasta hartarse en el extranjero.

Ante las cámaras de todo el mundo el secretario de Defensa norteamericano Dick Cheney acaba de dedicar de su puño y letra la primera bomba de 1.000 kilos que va a ser arrojada sobre Irak. La dedicatoria es breve. Elocuente. A Sadam con mucho afecto.

Señor director de Damas y Caballeros Dios está con nosotros según el presidente norteamericano George Bush.

Dios está con nosotros según el presidente iraquí Sadam Husein.

No entiendo nada.

¿Dónde cojones está Dios?

Señor director de Damas y Caballeros le dirijo esta carta porque espero con mucha ansiedad el desenlace de la guerra. No porque me preocupe excesivamente esta guerra sino porque necesito descubrir si el Dios del presidente norteamericano es más fuerte que el Dios de Sadam Husein o al revés.

Atentamente. Román S. Gandeiro. La Coruña.