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– Jamás. Ya te dije que Numerio siempre tenía una palabra amable para todo el mundo. Me caía bien.

– ¿Entonces no hay ninguna razón por la que puedas aparecer como sospechoso en la mente de Pompeyo cuando se entere de que a su primo lo han matado bajo mi techo?

– Ninguna.

– Porque verás, yerno, si yo creyera que Pompeyo va a sospechar de ti, puede que sacara el muerto a la calle y fingiera que nunca ha puesto los pies en esta casa. En los tiempos que corren conviene alejarse de los problemas, sobre todo de los problemas con el Magno. -Observé la cara de Davo, que era incapaz de engañar a nadie. Asentí con la cabeza-. Bueno, pues entonces hay que comunicárselo a Pompeyo. Supongo que tendré que hacerlo yo. Cruzaré las murallas de la ciudad, iré a su villa, solicitaré audiencia y le daré la mala noticia. Ya hará él las cosas a su manera. Ayúdame a darle la vuelta a éste.

Oí las voces de mi nieto, que seguía gritando que lo dejaran salir al patio. Bethesda y Diana permanecían en la puerta, mirándome con ansiedad. Era casi un milagro que me hubieran obedecido y no hubiesen salido al patio. Bethesda se dispuso a hablar, pero levanté la mano y negué con la cabeza. Me sorprendió que asintiera y se alejara, llevándose a Diana con ella.

Haciendo de tripas corazón, observé la cara congestionada de Numerio. Era un espectáculo capaz de provocar pesadillas a cualquiera.

Era joven, de veintitantos años, quizá algo mayor que Davo. Sus atractivos rasgos estaban desencajados y eran casi irreconocibles por la mueca de sufrimiento. Respiré hondo. Mientras le bajaba los párpados con los dedos, vi mi reflejo en la negra charca de sus ojos. Ahora entendía por qué mi mujer y mi hija me habían obedecido sin rechistar. Mi cara me asustaba incluso a mí.

Me puse en pie, con las rodillas tan crujientes como la grava que pisaba. Davo se incorporó también, ágil como un gato a pesar de su tamaño.

– Pompeyo se va a poner furioso -dije con seriedad. -Eso ya lo he dicho yo.

– Es verdad, Davo. Pero, como dice el poeta, las malas noticias perduran. El día es joven y no veo la necesidad de salir corriendo para contárselo a Pompeyo. ¿Qué te parece si registramos el cadáver para ver qué llevaba?

– Ya lo registré yo cuando le cogí la daga. En la cintura sólo llevaba una bolsa de dinero y el gancho de la vaina. Nada más.

– Yo no estaría tan seguro. Quitémosle la ropa. Ten cuidado, habrá que ponérsela igual antes de que vengan los hombres de Pompeyo en su busca.

Numerio llevaba ropa interior de lino bajo la túnica de lana. Estaba húmeda de orina, aunque no se había ensuciado. La única joya que lucía era el anillo de ciudadano. Se lo quité y lo examiné; parecía de hierro, sin compartimientos secretos ni dispositivos ocultos. En la bolsa sólo llevaba unas monedas; teniendo en cuenta el caótico estado de la ciudad, no habría sido prudente que un hombre sin guardaespaldas llevara más. Le di la vuelta. No encontré bolsillos secretos.

– Quizá tengas razón, Davo. Parece que, después de todo, no llevaba nada de interés. A menos que… Quítale las sandalias, ¿quieres? Me duele la espalda de estar agachado.

El empeine de las sandalias era de piel negra finamente curtida, con un dibujo de triángulos engarzados, y los cordones le subían por el tobillo hasta la pantorrilla. Las suelas, muy gruesas, tenían varias capas de piel y estaban unidas al empeine con tachuelas. Las sandalias todavía estaban calientes y conservaban el olor de los pies; tenerlas en la mano era un acto de intimidad mayor que manosear sus prendas, incluso que tocar su anillo. Estaba a punto de devolvérselas a Davo cuando vi una irregularidad en la suela, a la altura del talón. Ambas presentaban la misma anomalía en el mismo sitio: dos pequeñas hendiduras, a la distancia de un pulgar una de otra. Al lado de una había un agujero.

– ¿Tienes la daga de Numerio?

Davo puso ceño.

– Sí. ¡Ah, ya entiendo! Pero si quieres cortar las sandalias, puedo ir a la cocina por un cuchillo.

– No, dame la daga de Numerio.

Davo rebuscó en la túnica. Le di las sandalias y me entregó la daga con la vaina.

Asentí con la cabeza.

– ¿Qué ves en esta funda, Davo?

Frunció el entrecejo, sospechando algún tipo de examen.

– Es de cuero.

– Sí, pero ¿qué clase de cuero?

– Negro. -Vio que no me impresionaba y añadió-: Con adornos.

– ¿Cómo son?

– Como los de la empuñadura de la daga.

– Exacto, triángulos engarzados.

Davo miró las sandalias.

– ¡Igual que en las sandalias!

– ¿Y qué quiere decir?

Davo se atascó.

– Quiere decir -expliqué- que la tienda que hizo las sandalias también hizo la daga. Hacen juego. ¿No te parece raro que la misma tienda haga objetos tan diferentes?

Davo asintió con la cabeza, fingiendo entenderme. -Pero ¿vas a cortar las sandalias o no?

– No, Davo, voy a abrirlas. -Sin desenvainarla, inspeccioné la empuñadura de la daga, que era de terebinto de Siria; unos tachones de marfil aseguraban la hoja. Los triángulos ocultaban ingeniosamente el hueco oculto de la empuñadura, que se abrió con suavidad en cuanto descubrí dónde apretar. Dentro del hueco había una llavecita poco mayor que una esquirla de bronce, con un gancho en un extremo.

– Yerno, sostén las sandalias con las suelas hacia mí. -Empecé por la sandalia del pie izquierdo. Las dos hendiduras que había visto en la suela eran en verdad una trampilla diminuta, con gozne a un lado y cerradura al otro. Metí la llavecita en el agujero y, tras un breve tanteo, la trampilla se abrió con un chasquido.

– ¡Extraordinario! -susurré-. ¡Qué arte! Delicado… y al mismo tiempo resistente. -Cogí la sandalia y la puse a la luz, para mirar en la pequeña cámara. No vi nada. Le di la vuelta y la golpeé contra mi mano. No cayó nada-. ¡Vacío! -dije.

– Podríamos hacerle un corte -propuso Davo, deseoso de ayudar.

Lo fulminé con la mirada.

– Yerno, ¿no te he dicho que debernos dejarlo todo tal como estaba para que los hombres de Pompeyo no noten que hemos estado fisgando? -Davo asintió con la cabeza-. ¡Pues eso incluye las sandalias! Dame la otra. -Metí la llave y tanteé hasta que abrí la cerradura.

Había algo dentro. Metí el meñique y saqué unas hojitas de algo que parecía papiro.

2

– ¿Qué pone, suegro?

– Todavía no lo sé.

– ¿Está en latín?

– Tampoco lo sé aún.

– Veo letras griegas y latinas mezcladas.

– Muy perspicaz, Davo, has notado la diferencia.

– Davo había recibido clases de Diana, que estaba decidida a enseñarle a leer. Pero le costaba avanzar.

– Pero ¿cómo puede haber letras griegas y latinas juntas?

– Es una especie de clave, Davo. Mientras no la descifre, sabré lo que pone en el texto tanto como tú.

Habíamos pasado del patio al estudio y estábamos sentados a ambos lados de la pequeña mesa de tres patas que había junto a la ventana, observando los pequeños papiros que había sacado de la sandalia de Numerio. Había cinco en total, todos cubiertos de una escritura tan diminuta que tenía que entornar los ojos para ver las letras. A primera vista, el texto no parecía tener sentido; eran letras dispuestas de cualquier manera. Supuse que habían utilizado una clave y que además le habían añadido la mezcla de latín y griego para mayor complicación.

Intenté explicarle a Davo qué era un mensaje cifrado. Gracias a Diana, mi yerno había aprendido la noción básica de que las letras representan sonidos y los grupos de letras palabras, pero su comprensión del alfabeto no llegaba mucho más lejos. Mientras le explicaba que las letras podían combinarse arbitrariamente, su expresión fue oscureciéndose.