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– Pero yo creía que el sentido de las letras consistía en que no podían cambiar, que siempre significaban lo mismo.

– Sí, bueno… -Busqué una metáfora-. Imagina que las letras se ponen un disfraz. Piensa en tu nombre: la D podría disfrazarse de M, la A de T, y así hasta el final. Entonces tendrías cuatro letras que no formarían ninguna palabra. Ahora imagina una manera de ver a través de los disfraces y podrás descifrar la palabra completa.

Sonreí, pensando que era una explicación muy pedagógica, pero la cara de Davo estaba saliendo de la confusión y entrando en el reino del pánico.

– Si estuviera aquí Metón… -susurré. El más joven de mis dos hijos adoptivos tenía mucha mano para las letras. Gracias a aquel don natural había ascendido a las órdenes de César, que lo había nombrado escribiente suyo. Según Metón, él había sido el autor material de una parte de los Comentarios de César a la guerra de las Galias, que todos los habitantes de Roma habían leído durante el último año. No había nadie más brillante que Metón para descifrar claves, anagramas y otras combinaciones.

Pero Metón no estaba en Roma. Todavía no, aunque cada día crecían los rumores sobre la inminente llegada de César, lo que causaba alegría en unos barrios y terror en otros.

– Hay normas para resolver claves -proseguí, tratando de recordar los sencillos trucos que Metón me había enseñado-. «Un mensaje cifrado sólo es un rompecabezas, resolver un rompecabezas es sólo un juego y…»

– «Y todos los juegos tienen normas que cualquier tonto puede entender.»

Levanté la vista y vi a mi hija en la puerta.

– ¡Diana! Te dije que te quedaras en la otra parte de la casa. ¿Y si el pequeño Aulo…?

– Mamá lo está cuidando y no le dejará salir al patio. Ya sabes lo supersticiosa que es cuando se trata de cadáveres. -Diana chascó la lengua-. Qué aspecto tan horrible tiene ese pobre hombre.

– Quería evitar que lo vieras.

– Papá, ya he visto otros muertos.

– Pero no…

– No tan extraños como éste, cierto. Aunque ya había visto antes otro garrote. Se parece al que utilizaron para matar a Tito Trebonio hace unos años, el caso del hombre que demostraste que había sido estrangulado por su mujer. Te quedaste con el garrote de recuerdo, ¿no? Mamá dijo que lo utilizaría con Davo si alguna vez me daba un disgusto.

– Seguro que estaba bromeando. Esos instrumentos son ya tan habituales como las dagas -dije.

– Davo, ¿estás ayudando mucho a papá? -Diana se acercó, pasó el delgado brazo por el hombro musculoso de su marido y le rozó la frente con los labios. Davo sonrió. Sobre su cara cayó un largo mechón negro de Diana.

Carraspeé.

– Al parecer, el problema es un escrito en clave. Davo y yo ya casi lo hemos resuelto. Anda y ve con tu madre.

– ¡Por Isis y Osiris! ¿Cómo puedes leer esta letra tan pequeña? -dijo, mirando el papiro con los ojos entornados.

– Al contrario de lo que se cree en esta casa, no estoy sordo ni ciego -dije-. Y no está bien que las niñas se expresen con ese ímpetu delante de sus padres, por muy egipcias que sean las deidades que invoquen. -Diana se apasionaba últimamente por todo lo referente a Egipto. Ella decía que era un homenaje a las raíces de su madre. Yo prefería llamarlo esnobismo.

– Ya no soy una niña, papá. Tengo veinte años, estoy casada y soy madre.

– Ya lo sé. -Miré de reojo a Davo, que estaba absorto soplando el cabello de su mujer para apartárselo de la nariz, ya que al parecer le hacía cosquillas.

– Papá, si resolver un escrito cifrado es el problema, déjame ayudarte. Davo puede quedarse de guardia en el patio para asegurarse de que nadie vuelve a saltar por el tejado.

Davo sonrió como un bendito al oír aquello. Le hice una seña con la cabeza y se levantó enseguida.

– Tú también, Diana -dije-. Ve con él.

Lejos de hacerme caso, Diana se sentó en la silla que acababa de dejar su marido, enfrente de mí. Suspiré.

– Hay que hacerlo cuanto antes -dije-. El muerto es un pariente de Pompeyo. Por lo que sé, éste podría haber enviado ya a alguien a buscarlo.

– ¿Dónde estaban esos papiros?

– Escondidos en un compartimiento secreto de la sandalia.

Diana enarcó una ceja.

– ¿Era espía de Pompeyo?

Vacilé.

– Quizá.

– ¿A qué vino? ¿Por qué quería verte?

Me encogí de hombros.

– Aún no habíamos empezado a hablar cuando lo dejé un momento a solas.

– ¿Y después?

– Davo fue al patio, encontró el cadáver y dio la voz de alarma.

Diana cogió un papiro.

– Si buscamos vocales y combinaciones corrientes de consonantes…

– Y palabras corrientes y terminaciones de casos…

– Exacto.

– O palabras probables -añadí.

– ¿Probables?

– Palabras con probabilidades de aparecer en un documento que llevaba un espía de Pompeyo. Por ejemplo… por ejemplo, Pompeius. O, más probablemente, Magnus.

Diana asintió con la cabeza.

– O Gordianus. -Me miró de reojo.

– Quizá -dije.

Diana cogió dos estilos y dos tablillas de cera para tomar notas y analizamos los papiros en silencio. En el patio, Davo se paseaba al sol, silbando y observando el tejado. Desenvainó la daga de Numerio y se limpió las uñas. De la parte delantera de la casa llegaban los gritos de Auto y el sonsonete de la nana egipcia de Bethesda.

– Creo que…

– ¿Sí, Diana?

– Creo que he encontrado la palabra Magnos. Veo la misma serie de letras tres veces en este papiro. Mira, también está en el que tienes tú.

– ¿Dónde?-Ahí: lVYCSQ

– Es verdad. ¡Por Hércules! ¡Mira que son pequeñas estas letras! Si tienes razón, eso nos da l por M, V por A…

– Y por G…

Lo escribimos en las tablillas de cera. Diana examinó su papiro, lo apartó y examinó otros dos.

– Papá, ¿me dejas ver el tuyo?

Se lo di. Sus ojos recorrieron el escrito y se detuvieron. Respiró hondo.

– ¿Qué pasa, hija mía?

– Mira -dijo señalando un grupo de letras. Empezaban por Y y terminaban en CSQ; o, según nuestra clave, empezaban por G y terminaban en «nus»; y había otras cinco letras en medio.

– Gordianus -susurró.

El corazón me dio un vuelco.

– Quizá. Olvídate de los otros papiros por el momento. Vamos a trabajar juntos en éste.

Nos concentramos en el texto que había a continuación de mi nombre. Fue Diana quien vio la larga cadena de números; más que cantidades parecían años, en consonancia con el nuevo método de Varrón (de moda últimamente) de fecharlo todo desde la fundación de Roma. Las letras clave D e I (deducidas de Gordianus) también lo eran de los números D (quinientos) e I (uno). Descifrando los años, obtuvimos las letras C, L, X y V.

Utilizando nuestra creciente lista de letras descifradas, pronto hallamos nombres familiares enclavados en el texto. Estaba Metón, César… Eco (mi otro hijo), Cicerón… incluso Bethesda y Diana, que pareció más divertida que asustada al ver su nombre en el documento de un difunto. Mientras avanzábamos, los detalles más enrevesados del texto se tornaron transparentes: la clave utilizada no sólo mezclaba letras griegas y latinas, sino que alternaba frases en ambas lenguas, con una gramática un tanto discutible. Mi griego había empeorado en los últimos años. Menos mal que la egiptomanía de Diana incluía el repaso del idioma de los Tolomeos.

Gracias a su mirada, más aguda que la mía, y su veloz estilo, Diana me adelantó rápidamente. Al final, aparte de algún hueco aquí y allá, compuso una versión latina provisional de todo el pasaje y la apuntó en un papiro en blanco. Cuando hubo terminado, le pedí que la leyera en voz alta.

– «Asunto: Gordiano, llamado el Sabueso. Lealtad al Magno: cuestionable.»