Una de las razones por las que Brooke había dejado su jaguar en casa era porque sabía que a Bron nunca le entraría la tentación de conducirlo. ¡Demonios!
Fitz no había respondido a sus palabras y parecía pensativo. Lo miró ansiosamente. ¿En qué estaría pensando? ¿es que se había dado cuenta por fin de las diferencias entre Brooke y ella?
Tardaron unos diez minutos en volver al pueblo y, durante ese tiempo, ninguno de los dos habló.
Cuando se detuvieron delante de la casa de él, Fitz le preguntó:
– ¿Sabes cocinar?
¿Había vivido con Brooke y no lo sabía?
– ¿Sólo un beso y ya esperas que te haga la comida?
– Bueno, repito la pregunta: ¿Sabes cocinar mejor que contar?
Se lo había buscado. ¿Qué demonios tenía de malo un simple sí?
– Sí -dijo ella, pero sólo para mantener tranquilo a su subconsciente.
– Tal vez puedas hacer un par de tortillas o algo así. Tengo que comprobar algo en mi estudio.
Fitz encendió el ordenador y el escáner y abrió el cajón del escritorio donde guardaba las fotos y papeles que había metido allí el día anterior. Allí estaban las fotos de Brooke con veintiún años. Las miró por un momento y las metió en el escáner.
Debería haberlo sabido. Desde el primer momento en que la vio debía haberse dado cuenta. Ese deseo que había sentido nada más verla debería haberle advertido de que lo que sentía por ella era sólo lujuria. Nunca la había amado. Ella era demasiado egocéntrica como para eso. Si hubiera sabido que ella tenía una hermana lo habría descubierto antes. ¿A qué demonios estaba jugando ella?
Las palabras de ella diciéndole que Lucy tenía una tía le resonaban en la cabeza. Se lo había dicho; le había dicho que le iba a dar a Lucy ese día especial y luego iba a volver a ser ella misma. Si él hubiera estado pensando con la cabeza en vez de con…
La imagen de ella apareció en la pantalla. La imagen de Brooke. Marcó la parte de debajo de la ceja izquierda y la amplió. No había ninguna cicatriz. Bueno, la verdad era que no habría necesitado mirar. Pudiera ser que su cerebro hubiera estado de vacaciones, pero su cuerpo lo había sabido, había respondido desde el principio.
Bron encontró todo lo necesario para hacer las tortillas y luego buscó un delantal. ¿Un delantal? Se miró los manchados pantalones y pensó que ya era demasiado tarde para eso. Probablemente ya era también demasiado tarde para salvarlos, ni siquiera lavándolos.
Se dirigió al lavadero, puso el tapón de la pila y abrió el agua fría. Luego se quitó las botas y los pantalones y los metió en el agua. Eso, o los arruinaba del todo o los limpiaba. Estaba llegando a un punto en el que ya no le importaba nada la preciosa ropa de su hermana. Había demasiadas de las demás posesiones de Brooke que necesitaban su amor y su cuidado. Tampoco le importaría mucho si Fitz le diera un poco de amor y la cuidara con cariño.
Y, pensando en Fitz, había dicho que no tardaría mucho, así que era mejor que se pusiera los vaqueros antes de que lo hiciera.
Demasiado tarde también. El ruido del agua corriendo debió acelerar su vuelta. Se detuvo en seco en la puerta cuando se encontró con su alta figura apoyada contra la mesa de la cocina con los brazos cruzados, en una actitud que la puso nerviosa súbitamente.
– Los pantalones -dijo como una tonta-. Los he metido en agua.
Ése no era el momento de ponerse en plan virgen tímida porque la viera en bragas un hombre al que apenas conocía. Brooke no lo haría. Y Brooke le había mostrado mucho más que las bragas.
¡Cielos, sus bragas!
Bajo el jersey de seda, cuyo coste probablemente daría de comer a la población de todo un poblado africano durante un año, llevaba sólo unas bragas de algodón con el día de la semana escrito en color rosa en la parte trasera.
Eran parte de un conjunto que se había comprado en el mercadillo del pueblo porque eran baratas, ella no tenía un céntimo ese día y estaba completamente segura de que nadie se las iba a ver nunca.
Brooke se las habría quitado antes de mostrarlas.
Por suerte, Fitz no parecía tener ojos para nada más que para sus piernas. Bueno, eran largas, así que había mucho que mirar; largas y bronceadas. Después de lo que pareció una eternidad, él levantó la mirada.
– Tienes unas rodillas muy interesantes.
¿Ella estaba allí, semidesnuda en su cocina y lo único que se le ocurría decir era que tenía unas rodillas interesantes? Sus rodillas no eran interesantes. Estaban llenas de cicatrices de las veces que se había caído. Ella odiaba sus rodillas. Además, eran visibles cualquier día en que se le ocurriera ponerse una falda. ¿Por qué no le había hecho él un cumplido a sus muslos? No había nada de malo en ellos. Ni en su trasero que, como los muslos, se habían formado con los años de subir y bajar corriendo las escaleras de su casa. Su trasero se merecía una mención. ¡No! Lo tenía escondido tras esas malditas bragas. Tenía que ver cómo podía llegar hasta su bolsa y se ponía los vaqueros sin darse la vuelta.
– ¿Las rodillas? -dijo riéndose-. Ah, mis rodillas…
Aquello no funcionaba, así que dijo tranquilamente mientras retrocedía dentro del lavadero:
– Por favor, ¿podrías pasarme mi bolsa?
Él la siguió, puso la bolsa sobre la tabla de planchar y siguió acercándose.
– ¿No tenías algo importante que hacer?
– Sí. Muy importante -dijo Fitz sin dejar de acercarse.
El lavadero era pequeño y él le bloqueó la luz que entraba por la pequeña ventana, haciendo que su rostro quedara en la sombra y su expresión fuera ilegible.
Estaba lo suficientemente cerca como para que le pusiera una mano en la nuca a ella.
Bron cerró los ojos y no se movió. Debería protestar, debería preguntarle qué estaba haciendo, pero sólo respirar ya le estaba costando mucho. Puede que a ella nunca la hubieran tocado antes con semejante sensibilidad, pero sabía perfectamente lo que Fitz estaba haciendo.
Él avanzó otro paso, acercándose lo suficiente como para que supiera que, fuera lo que fuese lo que estaba sintiendo, no lo estaba sintiendo ella sola.
– Fitz…
– Calla, te voy a besar, Bronte Lawrence. Es el cuarto beso, dado que no sabes contar…
Ella cerró los ojos cuando los labios de Fitz se acercaron a su oreja. Fue perfecto. No, mejor. Los dedos de él se habían movido desde su nuca hasta meterse por debajo del borde del jersey y su boca estaba deslizándose por la mejilla.
¿Bronte? ¿La había llamado Bronte? Abrió los ojos. ¿El lo sabía? ¿Entonces por qué…?
Gimió de placer cuando los dedos de él le acariciaron el hombro, cuando llegaron hasta su columna vertebral.
Bron estaba en guerra consigo misma. El sentido común le decía que parara aquello inmediatamente.
Pero entonces surgió inesperadamente la Bron que casi había olvidado que existía. La parte de ella que había estado pensando con el corazón en vez de con la cabeza desde que abrió la carta de Lucy, la que le decía que hiciera lo que él le estaba diciendo, que se callara y disfrutara de aquello porque podría ser que no tuviera otra oportunidad.
El sentido común se impuso momentáneamente.
– No lo entiendes, Fitz…
Pero entonces la otra Bronte gimió cuando él le mordisqueó el lóbulo de la oreja y dijo:
– Sí, entiendo. Créeme que lo entiendo.
Siguió besándola y acariciándola, haciendo que se apretara contra su cuerpo, contra la dura necesidad que sentía por ella.
Bajo esas circunstancias no era sorprendente que su concentración se esfumara un poco, que el sentido común decidiera irse a paseo y que ella no pudiera recordar qué era lo que le tenía que decir.
– Fitz…
– Y también sé otra cosa -dijo él sin dejar de besarla-. Sé que si no hago el amor contigo ahora mismo, probablemente me muera de frustración y, ¿cómo le vas a explicar eso a Lucy?
– Eso es chantaje.
La sonrisa de él hizo que a ella le temblaran las rodillas.