– Oh, a Brooke le pasa lo mismo -la interrumpió Bron-. Grita cuando ve una. Los insectos le dan pesadillas.
– ¿De verdad?
Bron se sintió inmediatamente culpable por reírse de esa manera de la pobre mujer, que no tenía manera de saber cómo era Brooke en realidad.
– Entonces todavía hay esperanzas para los demás -añadió la mujer-. ¿Quieres que me quede y te ayude a limpiar, querida?
Mientras hablaba, la mujer miró con ansiedad la fina porcelana y vasos de cristal que había repartidos por todo el salón.
Bron sonrió. Su incapacidad para limpiar una taza sin que se rompiera era legendaria.
– La señora Marsh se ha ofrecido amablemente a limpiar esto por mí.
Pero mientras hablaba, la señora en cuestión se apresuraba a llenar una bandeja con semejante velocidad y habilidad que Bron se quedó admirada.
– ¿Pero me llamarás si puedo hacer algo?
Bron sonrió.
– Me gustaría que alguien me ayudara con las cosas de mi madre la semana que viene. Estoy segura de que sabrás qué hacer. Eso sería una buena ayuda.
– Por supuesto, sólo llámame. ¿Qué vas a hacer ahora? Supongo que vender la casa. Sé que tu madre nunca habría querido marcharse, pero tú estarías mucho más cómoda en un piso pequeño y bonito.
Un piso pequeño y bonito sin sitio para un gato, y sin jardín. Odiaría un sitio así. -No lo sé. Tengo que hablar con Brooke cuando vuelva a casa.
– Bueno, no hay prisa. Date unas vacaciones antes de decidir nada, has pasado por malos tiempos en estas últimas semanas.
Semanas. Meses. Años…
Una hora más tarde, Bron estaba por fin sola en casa. Se apoyó contra la puerta y cerró los ojos. Su madre había muerto y sólo quedaban ellas dos, ella y Brooke.
Y, en lo más profundo de su corazón sabía que no se alegraba de que Brooke se hubiera apresurado a volver. Su aparición habría transformado la casa en un circo para los medios de información. Se habría limitado a decir que su madre había dejado de sufrir. Eran tan parecidas en lo externo como diferentes en el interior.
Se apartó de la puerta sintiéndose agotada. Vacía. Tal vez todos tuvieran razón y debiera irse unos días para decidir qué iba a hacer con el resto de su vida.
¿El resto de su vida? Aquello era un chiste. Tenía veintisiete años y nunca había tenido una vida. Tal vez no sintiera tanto esa falta si no tuviera la de su hermana para comparar.
No debería haber sido así. Ella y Brooke eran diferentes en carácter, en todo menos en la apariencia y en el cerebro. Estaba a punto de ir a la universidad con su hermana, cuando a su madre le diagnosticaron la enfermedad que luego la mató.
Así que ella no fue a la universidad. ¿Qué más podía haber hecho? Nadie más podía cuidar a su madre, una de ellas se tenía que quedar en casa y, ya que Brooke había empezado ya sus cursos, se había quedado ella, en el supuesto de que, cuando se graduara, volvería y sería el turno de Bron de ir a la universidad.
Pero cuando eso sucedió, le ofrecieron a Brooke la clase de trabajo que sólo aparecía una vez en la vida.
– ¿Ves, Bron? -le dijo entonces sonriendo-. No puedo dejar escapar esto. Y tú eres tan buena con mamá… Yo no podría hacer lo que tú haces por ella. Está cómoda contigo.
Pero su madre quería más a Brooke. Era mucho más fácil querer a alguien hermoso y con éxito. Querer a la hija a la que se veía día a día, luchando contra el dolor, no era tan sencillo.
Así que ella nunca había tenido una vida o, por lo menos, no lo que su hermana llamaría una vida. Nada de estudios, trabajo, vacaciones, relaciones de adulta con un hombre. Y, si no hubiera sido por ese brindis con champán el día en que cumplió los dieciocho, unida a su decisión de no ser la única chica de su edad que no disfrutara de los placeres prohibidos de la carne, probablemente sería lo más triste, una virgen de veintisiete años.
¿Probablemente? ¿A quién estaba engañando? ¿Quién estaba interesado en une mujer cuya vida había estado dedicada a cuidar a una madre inválida?
Y su grupo de amigos se había marchado de la ciudad, así que su vida social se vio reducida a las visitas que recibía su madre, nadie de su edad.
Así que, como no sedujera al lechero en medio de la calle, no tenía la menor posibilidad de conocer a nadie.
Y el reflejo que vio en el espejo del recibidor le indicó que, hasta el lechero se lo pensaría dos veces. Tenía un aspecto horrible y, con el vestido que se había puesto para el funeral, la hacía parecer como si tuviera cuarenta años.
Luego miró el correo, que había dejado sobre la mesa esa mañana. Sobre todo, eran cartas de pésame. Pero entre ellas había una con letra infantil. Señorita B. Lawrence. The Lodge, Bath Road, Maybridge.
La abrió y la leyó. Luego frunció el ceño y se sentó en una de las sillas de la cocina para volver a leerla más lentamente.
Querida señorita Lawrence:
El viernes 18 de junio es el día del deporte en mi colegio y le escribo para que venga, si puede.
Cuando le dije a mi amiga Josie que era usted mi madre, ella no me creyó y ahora todas las niñas de mi clase dicen que me lo inventé…
En ese punto, la carta, tan formal, mostraba la señal de una lágrima. Se le hizo un nudo en la garganta y siguió leyendo.
Que me he inventado lo de tener una madre famosa y todo el mundo se ríe de mí. Incluso la señorita Graham, mi profesora principal, no me cree y eso no es justo porque yo siempre ando rompiendo cosas, pero nunca digo mentiras, así que, venga, por favor, para que todos sepan que estoy diciendo la verdad. Ya sé que está muy ocupada salvando la selva y a los animales, así que no quiero ser una molestia y, si viene, nunca más le pediré nada, se lo prometo.
Y firmaba:
Su amante hija, Lucy Fitzpatrick.
P.S.
No va a tener que ver a papá, ya que él no sabe que le he escrito.
P.P.S.
No sé si sabe que mi colegio está el Bramhill House Lower School y está en Farthing Lane, Bramhill Parva.
P.P.P.S.
Es a las dos de la tarde.
Bron miró de nuevo el sobre por si se había equivocado al leer la dirección.
No. La escritura podía ser de una niña, pero estaba suficientemente clara. ¿Qué demonios…? Entonces cayó en la cuenta. Una madre famosa que estaba salvando la selva… La carta no era para ella, sino para su hermana. Era un error muy normal y que sucedía muy a menudo cuando ambas vivían en casa, pero hacía mucho tiempo que nadie escribía a su hermana a esa dirección.
Pero seguía sin comprender.
Brooke nunca había tenido una hija. Esa carta debía de ser de alguna pobre niña sin madre, que la había visto en televisión y se había enamorado de ella, como todo el mundo.
Volvió a leer la carta. Era tan triste que la hizo sonreír. ¡Y la idea de imaginarse a su hermana como madre era tan divertida!
¿Cómo podía haber tenido Brooke una hija sin que lo supiera nadie? ¿Cómo podía haberlo tenido oculto todos esos años? Unos ocho o nueve, a juzgar por la letra de la niña.
Aunque la posibilidad le resultaba remota, su cerebro estaba haciendo cuentas, pensando en dónde había estado su hermana hacía ese tiempo. Entonces debía estar en la universidad.
Bron leyó el remite. Aquello estaba en la costa sur, a sólo unos kilómetros de la universidad a donde había ido su hermana. Entonces agitó la cabeza. La idea era ridícula. Imposible.
Subió al piso de arriba y se puso unos pantalones cortos y camiseta, sujetándose el cabello con una goma.
Luego siguió estudiando la carta.
Durante su tercer curso, Brooke no había ido a casa después de Semana Santa a pesar de que su madre había pasado una crisis y preguntaba por ella.