Sonó el timbre de la puerta y miró su reloj. El de Brooke. La verdad era que nunca había visto el sentido a un reloj sin números, sobre todo a uno cuadrado, dado que cualquier intento de dar la hora con precisión era una tontería. Debía ser el taxi que había llamado.
Pero no lo era. Era James Fitzpatrick. Un James Fitzpatrick que no podía estar más atractivo con una camisa de cuello abierto color azul marino y unas finas rayas blancas y unos vaqueros gastados que parecían haberle sido moldeados encima.
La miró y ella se sintió como acariciada por un pañuelo de seda. Por todo el cuerpo.
Entonces se dio cuenta de por qué él estaba allí y la ira se apoderó de ella.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó.
– Pasaba…
– De eso nada.
Él estaba tratando de no reírse, lo que la irritó más todavía.
– He tenido una buena idea.
– Has pensado que iba a decepcionar a Lucy. Que no iba a ir.
– Digamos que he decidido asegurarme de que lo hagas.
¿Por qué le dolió tanto eso? Él se creía que era Brooke y, si todo lo que él había dicho cuando hablaron era cierto, tenía todo el derecho a ser cauto.
– Se lo prometí. Y yo nunca rompería una promesa a una niña.
– ¿No? Bueno, ¿estás lista?
– Estoy lista para mi taxi.
– No necesitas un taxi, estoy aquí.
– Preferiría ir en tren.
Él sonrió cínicamente.
– Ni tu puedes haber cambiado tanto, Brooke.
Nunca se creería cuánto había cambiado.
– Pues mira -le dijo ella cuando el taxi se detuvo delante de la puerta. Fue a cerrar la puerta, pero cuando lo hubo hecho, él ya le había pagado al taxista y el hombre se estaba marchando.
Empezó a gritar, pero el coche desapareció. Miró entonces a Fitz, que le estaba abriendo la puerta del jardín con una mirada de satisfacción.
– No me estás escuchando, Fitz. Te he dicho que no necesito que me lleves.
– No es necesario que nos peleemos por esto, Brooke. Yo ya estoy aquí.
A Bron le pareció que no tenía otra opción. Había estado preguntándose por qué Brooke se habría apartado de un hombre tan deseable, pero, de repente, lo supo. Dos personas tan acostumbradas a salirse con la suya sólo podía significar una cosa: Problemas.
Detrás de ella, el llamador de la puerta cayó al suelo.
Fitz miró fascinado como ella lo tomaba y lo escondía detrás de unas flores. Eso era exactamente lo que hubiera hecho Lucy. Pero era curioso, no recordaba que Brooke fuera de la clase de chica a la que las cosas se le rompieran en las manos. Sólo él.
– ¿Te sucede eso a menudo? -le preguntó.
– Ya lo arreglaré más tarde.
¿Arreglarlo? ¿Estaba de broma?
– ¿Con un destornillador?
Ella lo miró, furiosa.
– No, con la lima de uñas.
Fitz no pudo evitar sonreír. Esos enfados rápidos no habían cambiado en ella. -Sólo preguntaba. ¿Nos vamos ya?
Una vez dentro del coche, él le dijo:
– La verdad es que te has vestido para el papel.
Las amigas de Lucy se iban a quedar impresionadas.
Bron pensó que Brooke siempre había preferido a los hombres a los que pudiera controlar. Ese hombre que tenía al lado podía haber cambiado al cabo de ocho años, pero algo en él sugería que Fitz había sido el que lo controlaba todo desde que la primera mujer se asomó sobre su cuna.
Fue a ponerse el cinturón de seguridad, pero como de costumbre, fue todo dedos. Los nervios le estaban jugando una mala pasada.
Fitz se lo abrochó y ella le dijo:
– Parece que estoy un poco nerviosa.
– Entonces va a ser una tarde de lo más excitante.
– ¿Y eso?
– Me sorprendería que Lucy haya pasado la mañana sin causar alguna clase de desastre.
Luego permanecieron en silencio hasta que, veinte minutos más tarde, Fitz le dijo:
– No he venido a buscarte porque pensara que te fueras a echar para atrás. No después de que hablaras con ella. Ni tú puedes ser tan cruel.
– Gracias -dijo ella reconociendo su sarcasmo-. ¿Por qué has venido entonces?
– Pensé que ésta sería una buena oportunidad para explicarte algunas reglas sobre lo de hoy.
– ¿Sí?
– No quiero que entres en la vida de Lucy y lo compliques todo más allá de ir a su colegio. Lucy se ha convencido a sí misma que lo único que quiere es una visita, mostrarte a sus amigas, demostrarles que no les ha mentido.
– ¿Pero tú no estás seguro?
La verdad era que ella tampoco lo estaba, pero tenía un as en la manga. Pudiera ser que a Brooke no le apeteciera nada ser madre, pero Lucy tenía una tía que no podía esperar a conocer a su inesperada sobrina. Una tía que la querría y que haría todo lo que fuera necesario para suavizar su desencanto.
Fitz la miró.
– Eso es lo que cree que quiere, pero no creo que ahora quiera dejarte ir. Vas a tener que ser firme. Hoy vienes al colegio porque ella te lo ha pedido, pero las razones por las que me la dejaste a mí siguen siendo válidas. Tú tienes un trabajo muy serio que hacer, apenas vas a estar en casa y sabes que es mejor que se quede conmigo -le dijo él como si lo habría estado repasando, cosa que, probablemente, hubiera estado haciendo.
Bron se dio cuenta de la firmeza de su voz, pero también de otra cosa. James Fitzpatrick tenía miedo de estar a punto de perder a la niña a la que amaba, la niña a la que había criado, por una mujer que se había transformado en el ídolo de toda esa generación. Él podía ser grande y fuerte, pero bajo esa fachada de control sabía lo fácilmente que Lucy se podía dejar influenciar por su madre.
Bron miró a Fitz. Su indudable atractivo sexual podía haberle afectado, su falta de confianza la había hecho enfadar, pero ese destello de vulnerabilidad estaba llegándole al corazón.
Pero ella conocía a Brooke y su hermana lo haría agitarse un poco antes de soltarlo del anzuelo. Disfrutaba demasiado de esa clase de poder como para evitarlo. Y, por ese día, sólo por ese día, ella tenía que ser Brooke.
– ¿Tienes miedo, Fitz?
La sugerencia de un reto en su voz hizo que él la mirara fijamente por un momento y luego volvió a mirar a la carretera.
– No juegues, Brooke. No con Lucy. Ella no es un juguete que puedas tomar cuando te venga bien para abandonar de nuevo cuando la novedad haya pasado. Hace ya tiempo que elegiste. Los dos lo hicimos. Si tienes remordimientos vas a tener que vivir con ellos.
¿Tendría remordimientos Brooke? ¿Pensaría alguna vez en la niña de la que se había separado? ¿Cómo podía no pensar en ella?
– Tal vez Lucy tenga otras ideas.
– Estoy seguro de que las tendrá. Estoy seguro de que tú eres la madre soñada de cualquier niña. ¿O debo decir pesadilla? Confío en que le digas que estás demasiado ocupada para cualquier cosa que no sea esta visita. Estoy seguro de que hay por lo menos una docena de bichos en peligro de extinción en tu lista ahora mismo y, créeme, ellos te necesitan más que Lucy.
– ¿Es eso cierto? -dijo ella irritada-. ¿Podré mandarle una postal en navidades?
– ¿Por qué ibas a querer hacerlo? No te has acordado de sus cumpleaños ni de las navidades en ocho años. No empieces algo que no pretendas continuar. No puedo permitir que aparezcas cada cinco minutos molestándola, Brooke, jugando a ser madre.
– Si ése es el caso, Fitz, ¿por qué has venido? ¿No habría sido más fácil dejarlo todo como estaba?
– Ya era demasiado tarde para eso. Ella encontró su certificado de nacimiento y las fotos.
– Eso fue muy descuidado por tu parte.
– Mucho. Y éste es mi castigo por ello. Hoy vas a hacer de mi hija una niña muy feliz y luego, a las cuatro, te llevaré a la estación y te pondré en el tren de vuelta a tu casa.
– ¿Quieres decir que, ni siquiera estoy invitada a tomar el té?