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– Mi noche en vela no ha sido tan productiva. No paraba de agitarme, nerviosa, sin poder evitarlo.

– No hay motivo para inquietarse -le dijo en tono agradable-. Iremos a mi casa y veremos mis caballos. Montaremos, si le apetece. No haremos nada que no sea totalmente inofensivo. -Le hablaba como si fueran viejos amigos, montaran juntos a diario, como si en realidad no fueran unos perfectos desconocidos.

– ¿Inofensivo? -suspiró ella.

– Totalmente -le dijo en voz baja, acercándose a ella-. Podemos tomar un té, si lo prefiere, dar un paseo por el jardín. Haremos lo que usted desee.

Julius se detuvo al pie de la cama, la fragancia de su perfume le llegaba a Elspeth flotando por el aire, su cabello oscuro resplandecía por el sol de la mañana, su sonrisa le ofrecía todo lo que ella anhelaba.

– ¿Tiene jardín? -le preguntó, en lugar de la docena de preguntas más personales que deseaba hacerle.

– Mis jardineros tienen el jardín muy cuidado -la informó Julius esbozando una sonrisa-. Las rosas y las lilas son su especialidad. -Se calló que en todas sus posesiones tenía jardines a los que a duras penas les echaba un vistazo porque sonaría pretencioso y descortés, teniendo en cuenta que ella se había visto forzada a casarse con un anciano vil por su falta de recursos.

– Permítame que le enseñe las flores. ¿Quiere que le ordene a la criada que le empaquete las cosas o prefiere decírselo usted misma? -añadió Julius. Podría aplacar sus dudas y, con algo de suerte, sus deseos, con mayor comodidad en su mansión.

– Se lo diré yo -replicó Elspeth rápido, pero permaneció inmóvil.

Julius le dirigió una sonrisa.

– ¿Hoy?

Él iba vestido informal, con unos bombachos y una camisa; había escogido las botas más sencillas, como si quisiera hacerse pasar por un criado. Sin embargo era todo un noble… más aún… un verdadero príncipe entre los hombres y ella ya no podía resistirse a la tentación.

– ¿Podemos marcharnos de aquí sin que nadie nos vea? No puedo permitirme tener problemas.

– Nadie nos verá -le dijo con una seguridad que la reconfortó.

Apartó las sábanas a un lado y se deslizó de la cama.

– Espere aquí.

Julius pudo escuchar sus voces exaltadas o, más bien, el estridente tono de voz de la vieja criada y las respuestas, más suaves, de Elspeth. A veces las palabras se amortiguaban, las frases más conflictivas las oía claramente, así que captó con nitidez lo esencial de la conversación.

Para Sophie, por lo visto, él no era un hombre de fiar en cuestiones sentimentales.

Una suposición justa, la verdad sea dicha.

Pero ¿quién de sus contemporáneos masculinos lo era?

Un rato después, Elspeth salió del vestidor ataviada con un moderno traje de montar, estampado de varios colores, uno de esos que hacían furor entonces, con toda la gama del verde al negro. No iba tocada con sombrero. En su lugar se había recogido el cabello en un moño que, gracias a los revoltosos rizos que le enmarcaban la cara, tenía un aire menos serio. El rubor le encendía la cara.

– Supongo que lo ha oído -le dijo esbozando una pequeña mueca de disgusto-. Lo siento.

– No he oído nada -le dijo, cometiendo perjurio sin el menor reparo, mientras ella le pasaba una pequeña cartera dándole a entender que planeaba pasar junto a él algo más de diez minutos.

– Me he puesto algo a toda prisa. Puede que tenga que cambiarme -le explicó ella con voz seca, la furia aún era evidente en su tono-. Iré yo primera por si nos encontramos a un criado en la escalera.

Quizás el contratiempo con la criada había servido de ayuda, pensó él, le había insuflado un aire más decidido. Al entrar en el vestidor, no parecía tan segura.

– La seguiré, sí señora -murmuró él, señalando hacia la puerta. Los criados no le importaban lo más mínimo, pero no serviría de nada expresar esa opinión. No se tropezaron con nadie en la escalera de servicio. Sin duda los criados aprovechaban la ausencia del amo para tomarse el día de fiesta.

– Por aquí -le dijo Julius, en el momento que salieron de la casa, y, guiándola a través del huerto, cruzaron un pequeño jardín hasta alcanzar el carruaje que aguardaba en el sendero.

Después de ayudarla a acomodarse en el interior, Julius le hizo una señal con la cabeza al cochero, entró de un salto, lanzó la cartera en el asiento de al lado y cerró la puerta.

– Nunca he hecho algo parecido -le confesó Elspeth.

Después de ajustar bien el pestillo, Julius se dio la vuelta y sonrió.

– Ni yo tampoco -curioso pero cierto; no tenía experiencia en materia de mujeres vírgenes-. Ambos estamos en territorio desconocido. Pero usted es la que manda. Usted marca el ritmo.

Ella se rió.

– Qué fácil lo hace todo.

– ¿Y por qué no? Deseo complacerla.

– Ya lo hace.

– Bien. -Julius estiró las piernas y las puso sobre el asiento de al lado, adoptando una postura poco elegante-. Dígame, pues, qué le gustaría hacer.

– Disfrutar de mi libertad.

Él le lanzó una mirada por debajo de las pestañas.

– ¿Y eso qué significa…?

Ella le regaló una amplia sonrisa.

– Para serle franca, no lo sé. Soy una completa principiante.

– ¿Le gustaría echar un vistazo a mis caballerizas? -le ofreció cortésmente. No quería darle la impresión de ser un depredador, además ella había reconocido que, de hecho, era una principiante-. Son excelentes.

– Quizá más tarde.

– Muy bien -le dijo con dulzura, a duras penas refrenando sus impulsos obscenos-. Más tarde.

– Cuénteme algo de usted -le comentó Elspeth-. Le conozco tan poco…

Todas las mujeres le hacían esa pregunta, pero si bien en el pasado habría dado una respuesta coqueta, en ese momento contestó con un mínimo de hechos importantes acerca de su vida. Él mismo se sorprendió ante el raudal de información que le estaba revelando, aunque tal vez su inocencia requería esa letanía balsámica de las personas, los lugares y las cosas para personalizar su relación.

– Ahora es su turno, hábleme de usted -le preguntó nada más acabar. Quizá de verdad quería saberlo, pero lo más probable es que quisiera pasar el rato hasta llegar a Newmarket, a su mansión. Estaba claro que no era del tipo de mujer a la que se pudiera seducir en un carruaje.

Estaría más cómoda en una cama su primera vez, se imagino él.

– ¿Y su hermano? -le preguntó con educación- ¿Ha recibido noticias suyas últimamente?

* * *

Capítulo 8

La mansión de Darley estaba situada en una zona de jardines muy cuidados, en el extremo sur de la ciudad, una casa de estilo original jacobeo. La construcción había sido ampliada en varias ocasiones: la primera, durante la Restauración; la segunda, durante el reinado de Ana Estuardo; y la tercera, en época reciente. En la última reforma se habían construido espacios luminosos y amplios, y nuevas comodidades como baños, una pista de tenis interior y los mejores establos de Inglaterra.

A Elspeth no se le escapaba nada de la ingente estructura mientras el carruaje subía a toda carrera un camino serpenteante. El viejo ladrillo rojo se había suavizado con los años, las ventanas centelleaban por la luz del sol, las paredes, revestidas de hiedra, le daban un aspecto agreste.

Cuando el carruaje se detuvo en la parte trasera de la casa, Darley abrió la puerta.

– Pensé que así sería menos llamativo. La entrada delantera se ve desde la calle.

– Gracias. Le agradezco su consideración -Elspeth se ruborizó-. En especial, cuando no estoy segura de lo que hacer o decir.

Julius estaba cogiendo la cartera, luego se volvió para dedicarle una sonrisa.

– Diga lo que le apetezca. Después decidirá lo que desea hacer -añadió él, como si le diera a elegir entre tarta de manzana o syllabub [3], como si el sexo no estuviera en el orden del día, y ella sólo estuviera de visita-. Por ejemplo, los establos están muy cerca, si le apetece verlos…

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[3] Postre dulce de crema o leche batida y vino. (N. de la T.)