– Creo que… no… -la voz se le fue, también era neófita en eso de dar réplicas finas y corteses en unas circunstancias tan insólitas como aquéllas.
– No estaba seguro cuando la vi con el traje de montar.
– Le dije a Sophie que íbamos a montar a caballo porque no tenía una excusa mejor. -Ella tragó aire, temblorosa, y juntó las manos más fuerte.
– Muy bien -respondió él, advirtiendo su nerviosismo-. ¿Por qué no le enseño las rosas de camino al interior de la casa? -su voz era suave, su ofrecimiento, deliberadamente mundano.
Él la iba a conducir al interior como si ella no imaginara lo que iba a suceder, pero sus palabras expresaban un inminente punto sin retorno.
– Todo esto es nuevo para mí -susurró ella, sin cruzar la mirada con él.
La situación también era insólita para él; nunca antes había tenido que persuadir a una mujer con ruegos.
– La llevaré a su casa cuando lo desee -le aseguró amablemente-. Ahora, si quiere. No quisiera que hiciera algo que no le apeteciera.
Lo había dicho en el sentido más amplio, sin ningún tipo de connotación sexual. Quizás Amanda tenía razón. Quizá la virginidad de Lady Grafton sería desastrosa en la cama.
Las palabras hacer algo que no le apeteciera golpearon a Elspeth con un apremio visceral, porque ella sabía exactamente lo que le apetecía hacer con Darley… o, al menos, lo que su inexperiencia le permitía imaginar que le apetecería.
– Depende de ti -le dijo.
Julius se recostó contra los cojines de piel del coche. Parecía un muchacho, con aquella camisa blanca de cuello abierto y los bombachos color canela, la cartera en el regazo, sus dedos, largos y finos, descansando sobre el cuero suave, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, como si el hecho de que ella se marchara o se quedara no alterara su mundo. Una necesidad repentina e imperiosa de saber qué estaba pensando o bien un simple pinchazo por la indiferencia que mostraba, la empujó a preguntar:
– ¿Quiere que me quede? -Puede que fuera la hija de un vicario e ingenua en cuestión de amor, pero no era débil ni inútil.
– Muchísimo -Julius se enderezó y le clavó su mirada oscura-. Perdóneme si no lo dejé perfectamente claro.
– Parecía indiferente.
– No quería asustarla. -Le dijo con una sonrisa-. Puede comprobar que esto no resulta fácil para mí.
– Para mí menos.
– Los dos andamos con tiento.
Ella sonrió.
– Supongo que sí.
– Si viene conmigo ahora, le prometo… -y una sonrisa le iluminó el rostro- que haremos lo que usted quiera. Con sus condiciones.
Ella dejó escapar un pensamiento.
– Sería una tonta si rechazara, ¿verdad?
– Tengo el presentimiento de que podría hacerla feliz.
Él con una simple sonrisa como aquella podía hacerla feliz.
– Entonces, debería asumir el riesgo.
– No hay riesgo. Usted dicta las reglas.
– Ahora entiendo por qué tiene un atractivo tan arrollador -le contestó, con un ligero deje de burla en la voz-. ¿Qué mujer rechazaría semejante generosidad?
Él se dio cuenta de que ella había capitulado, incluso aunque ella no lo supiera, y, tras saltar del carruaje, le ofreció la mano.
– Deje que le enseñe las rosas.
Con aquello podía estar conforme.
Julius pensó lo mismo y, en cuanto su mano rozó la de ella, le dijo:
– Creo que necesita un poco de té.
Pasito a pasito, sin prisas, pensó Julius.
– Gracias. Me encantaría -murmuró ella, bajando del carruaje.
Era muy amable por su parte darle tiempo.
La condujo a través de un pequeño jardín amurallado que resplandecía con las rosas. La fragancia dulce y los colores vivos hacían de él un auténtico paraíso para los sentidos.
Él levantó la mano haciendo un gesto histriónico.
– No distingo una rosa de otra. Si quiere, podemos llamar a uno de los jardineros.
– No, gracias, es decir… prefiero que no.
– Prefiere que no nos vea nadie. Comprendo. De hecho, lo he preparado todo para que el personal no esté visible. Entraremos por la cancha de tenis -le indicó mientras abría una puerta de cristal que daba a un amplio espacio de estilo invernadero donde cabría un regimiento. Las gradas de la pista y las ventanas del techo permitían jugar con cualquier climatología.
– Debe de ser muy bueno -murmuró ella, sobrecogida por la extravagancia.
– Me defiendo. ¿Juega?
Ella negó con la cabeza. La vicaría era seguramente más pequeña que aquella cancha de tenis, sin mencionar que en Yorkshire no había pistas cubiertas, al menos que ella supiera.
– Le puedo enseñar, si quiere -le comentó con una sonrisa.
– Lo pensaré -murmuró ella. Aunque no estaba completamente segura de por qué había ido allí, ni siquiera si se quedaría. El tenis no figuraba en sus planes.
Después de cruzar la pista de tierra batida, Julius abrió una puerta de dos hojas que conducían a un vestíbulo iluminado desde arriba por una cúpula abovedada, los suelos revestidos con alfombras lujosas de Aubussons y las paredes forradas con retratos de sus caballos. A la derecha había varias salas de visita, a la izquierda sus aposentos, le explicó, mientras la guiaba a una sala que él llamaba biblioteca. Una infinidad de sillas de montar, bridas y fustas estaban desparramadas por sillas y mesas, aquí y allá había esparcidos calendarios de carreras y libros de registros de pedigrí, algunos abiertos, otros con puntos de papel de periódico. Un par de botas de montar gastadas reposaban sobre la alfombra, una chaqueta de cuero cubría el respaldo de una silla… Su pasión por las carreras era fácilmente visible.
– Perdone el desbarajuste. Paso buena parte del tiempo aquí metido.
– Me recuerda al estudio de mi padre, aunque no en el tamaño.
Cuántas horas había pasado en aquella acogedora habitación, pensó ella. Cuántas tardes su familia había leído con atención los calendarios de las carreras y las ventas de caballos, decidiendo qué nuevo purasangre podían permitirse y a qué carreras asistir.
Elspeth, embargada por una penetrante sensación de pérdida, se vio obligada a apartar la mirada y fijarla en el exterior, en las rosas blancas que descendían por la pérgola.
– Tiene unos jardineros magníficos -susurró Elspeth, dirigiéndose hacia las puertas de la terraza con el pretexto de contemplar las preciosas vistas, aunque el motivo era ocultar sus humedecidos ojos-. ¡Qué rosas tan espectaculares!
– La pérgola lleva hasta los establos -apuntó Julius, siguiéndola-. Es muy cómodo.
Como todo en su vida, pensó Elspeth, poniendo el máximo empeño en no tener resentimiento contra la vida libre de cargas del marqués. Se secó las lágrimas, pero le pareció más difícil de lo normal resignarse a su propio destino… ante aquel contraste de vidas tan abismal.
Su padre no había elegido ser vicario. Siendo el hijo menor del hijo menor le quedaban pocas opciones, salvo el ejército o la marina. Y ahora, a causa de un capricho del azar, se había quedado sola para abrirse camino en la vida.
Tal vez debería considerar las ventajas de mantener una relación con un lord acaudalado como Darley, a fin de sanear sus finanzas. Corría la voz de que era un generoso benefactor. Pero le bastó un instante para saber que ella no podría interpretar el papel de cortesana. Ni tampoco el papel que se le asignaría si se quedaba ahora allí. Bajo la agradable fantasía se encontraba la verdad, lisa y llana.
– Me temo que hemos cometido un error fatal -le dijo dándose la vuelta-. No tendría que haber venido aquí.