– Me ocurre lo mismo. Usted también me excita.
Por lo visto, la experiencia con semejante inexperta iba a ser del todo frustrante. Ella quería conversación y besos, mientras que él quería hundir su sexo en su cuerpo apetitoso desde hacía al menos una hora, mejor dicho, desde el día anterior.
– Béseme -le murmuró-, y juntos nos ocuparemos de esa excitación.
Mientras ella se inclinaba hacia delante, él se agarró a los brazos del sillón. Julius sintió la presión de sus senos contra su pecho antes de que sus bocas se unieran, y se sorprendió aguantando la respiración, lo cual era probablemente lo más sorprendente que había ocurrido hasta entonces.
Julius se obligó a respirar. Al fin y al cabo, sólo era un beso.
Elspeth le rodeó la cara con sus manos, luego se humedeció los labios ligeramente, después no tan ligeramente… había caído en su hechizo desde la primera sonrisa cálida en la sala de juego del Jockey Club. La boca del marqués se abrió bajo la de ella, y ella suspiró ante aquella felicidad extasiada. A pesar de sus mejores intenciones, a pesar de intentar negar sus sentimientos, ella le había estado deseando, aquello… y mucho más.
La lengua cálida de Julius recibió la suya con una bienvenida lánguida y, por instinto o bien por un deseo inhibido durante demasiado tiempo, con un gemido gutural, atrajo la lengua de Julius a la suya. Como un preludio, tal vez, de todo lo que ella deseaba ardientemente.
Fue un beso largo, prolongado, perezoso a ratos, otras veces enérgico, un aperitivo delicado, ambrosía… de vez en cuando un tipo de beso como de carne roja, cada vez más febril. E impaciente… a la dama le había sido negado durante mucho tiempo.
Por otra parte, el marqués, al que nunca se le había negado nada, se encontraba en la posición poco envidiable de tratar de ajustarse a una situación completamente nueva.
Por pura voluntad, se disuadió a sí mismo de levantarle las faldas, alzarla sobre su miembro rígido y hundirlo profundamente dentro de ella. Haciendo gala de una enorme compostura, él reprimió sus deseos más incontrolables.
No quería que ella se escapase.
No hasta obtener lo que deseaba. Y ella igual.
No cabía la menor duda de su habilidad para llevarla hasta el clímax, y así lo haría.
Era muy bueno en lo que hacía.
Ella se le agarró a los hombros con una fuerza sorprendente. Su beso ya no era tanto un beso como una súplica húmeda, impetuosa y ávida de algo más. En el umbral de la capitulación, lo supiera o no, se puso a contonear su caderas dibujando aquellos ritmos ondulantes, tan viejos como el mundo. El jadeo entrecortado de ella calentaba la boca de Julius y el aroma de la excitación sexual flotaba en el aire.
Julius, deslizando las manos por detrás de su espalda, sostuvo con cuidado sus nalgas, la colocó más cómodamente sobre sus rodillas, y flexionó la cadera para entrar en contacto con su hendidura acalorada.
Ella gimoteó… con una voz inquieta e implorante.
Mientras deliberaba si llevarla al dormitorio, echó un vistazo al reloj, sólo para decidir que no un instante después. No quería romper el hechizo. Dejó de sujetarla tan fuerte, le hizo espacio para las piernas moviéndose un poco hacia la izquierda. La butaca era grande, se había diseñado especialmente para los vestidos con aro que se llevaban en otros tiempos, y había espacio más que suficiente. No es que tuviera la intención de ocupar el sillón más tiempo de lo necesario cuando había un sofá disponible al otro lado de la habitación. Pero por ahora se las arreglaría así.
Julius casi podía sentir su roce sedoso mientras se frotaba contra su carne palpitante, casi sentía el calor líquido de su cuerpo que le envolvía.
Casi. Pero todo aquello era demasiado nuevo para ella. Él mismo se amonestó y se pidió tener paciencia.
Abrumado y furioso, con los sentidos inflamados y una vocecilla en la cabeza gritando: no es suficiente… no es suficiente… no es ni mucho menos suficiente. Un insaciable y vehemente deseo resonaba a través de la carne trémula de ella, un ritmo duro y constante latía con fuerza en lo más profundo de su ser. ¡Ansiaba satisfacción!. Ella hundió los dedos en el cabello oscuro y abundante de él, le mantuvo inmóvil la cara y le miró con unos ojos salvajes que ardían de pasión.
– ¡No puedo esperar! ¡No puedo, no puedo, no puedo!
Julius, ofreciendo una oración de agradecimiento a cualquiera de los dioses que empujaban a las jóvenes señoritas virginales a modificar sus opiniones sobre la moralidad, le murmuró:
– Agárrese a mí -y levantándola del sillón con un arrebato de fuerza bruta y potencia muscular, caminó a grandes pasos hasta el sofá-. Me puede parar en cualquier momento -le susurró, sabiendo que no lo haría. Cuando una mujer se halla en ese estado de excitación, sólo quiere llegar hasta el final.
Julius la tumbó con cuidado y se arrodilló al lado del sofá, de poca altura, se inclinó hacia ella y la besó suavemente.
– Y ahora, ¿por dónde empezamos?
– Por donde quiera.
Esa sencilla declaración, susurrada y necesitada, estaba cargada de un erotismo infernal, una oferta de carta blanca demasiado irresistible… la posibilidad de aprovecharse de su inocencia era condenadamente tentadora. Deshaciéndose rápidamente de sus impulsos más bajos, Julius le alcanzó los botones de la chaqueta, esperando que pudieran explorar la dinámica del sexo más física después. Por el momento, la dama parecía demasiado ingenua, pensó Julius, desabrochándole un botón dorado.
– Déjame a mí -dijo Elspeth, apartándole las manos.
– No pienso discutir -le respondió Julius, recostándose sobre los talones. Los botones eran tremendamente pequeños, con lazos en lugar de ojales.
– Sus manos son muy grandes.
«Y las suyas, pequeñas», pensó él. El contraste era provocativo, como todo lo que tuviera que ver con aquella joven dama virginal.
– Qué mejor para llevarla de un lugar a otro -le comentó con un guiño.
– Gracias por venir a buscarme hoy -sus miradas se encontraron-. Yo no hubiera tenido valor.
– Tengo valor suficiente para los dos -dijo con una amplia sonrisa-. Y estaba impaciente a rabiar. -Ahora, con la chaqueta abierta, la blancura de su blusa quedaba enmarcada por la lana oscura, el contorno de la combinación era visible a través de la fina seda. Sus senos eran espectaculares.
– Me devora la impaciencia -le dijo ella, se enderezó y se quitó la chaqueta. Sus anteriores reservas parecían eclipsadas por emociones más poderosas-. Además, me siento desesperadamente caliente -sonrió-. Y también siento como si hubiera estado esperando toda mi vida a que llegara este momento.
– Me complace ser yo el afortunado -murmuró con voz sedosa. Su mirada oscura escudriñó despacio sus formas generosas.
– No tan complacida como yo, créame -le dijo con una sonrisa que le iluminaba la cara. Le alargó la chaqueta con una timidez apenas perceptible y comenzó a desabrocharse la chorrera del cuello de la blusa-. Y si no le importa mi atrevimiento -prosiguió con un tono jovial que sugería que poco le importaba si le molestaba-, ¿le importaría quitarse la camisa? Nunca he visto a un hombre de su juventud y vigor así de cerca.
– Desnudo, querrá decir. -Con aquella alusión a la edad, a Julius se le apareció la imagen de su noche de bodas y no estaba del todo seguro si aquel comentario era desmoralizador o añadía provocación.
– Desnudo -afirmó ella con el mismo tono chispeante.
Puesto que nunca en su vida había rechazado el sexo antes de conocer a Lady Grafton, cualquier reserva que pudiera abrigar se disipó rápidamente. Colocó la chaqueta en un sillón cercano, se quitó la camisa por la cabeza, la dejó a un lado, abrió los brazos en ademán de buena disposición y le lanzó una mirada.