– Darley, a su servicio, señora. Según tengo entendido, es usted una amazona de primera categoría. Consideraría un honor incomparable poder prestarle cualquiera de mis caballos durante su estancia en Newmarket.
– Muy amable por su parte -murmuró ella, sin devolverle la sonrisa-. Pero mi marido trajo los caballos del sur. Si me disculpan, caballeros.
Tomó el vaso que le ofreció el lacayo y dio un paso hacia delante.
Cualquier otro hombre se hubiera apartado a un lado, cualquiera menos Darley.
De hecho, eso es lo que hicieron todos… aunque no sirvió de mucho, puesto que el marqués le cerró el paso.
– Si se me permite acompañarla -se ofreció amablemente, alargándole el brazo.
Ella lo miró a los ojos, con una mirada que destilaba una franqueza distante.
– Preferiría que no lo hiciera.
Se oyó una débil aspiración entre la aglomeración de galanes que les rodeaba como reacción ante el asombroso rechazo de la mujer.
– Soy inofensivo -susurró Julius, con un amago de sonrisa, y dejó caer su brazo a un lado.
– Le ruego que me permita discrepar al respecto, señor. Su reputación le precede.
– ¿Acaso tiene miedo? -su voz se tornó repentinamente más grave, para que sólo ella escuchara sus palabras.
– Ni hablar -le dijo también en voz baja para no atraer la atención, en especial estando en compañía de un hombre como Darley, cuyo nombre era sinónimo de libertinaje.
– Se trata sólo de un breve paseo a través de la multitud. ¿Qué puede importarle?
Su voz era suave, su mirada extrañamente afable, su belleza, a corta distancia, excedía con creces todos los comentarios que ella había escuchado en la lejanía, desde su parroquia rural. Rumores que había escuchado, como cualquier otra joven que estuviera al corriente de los chismes de sociedad. Las escandalosas proezas de Lord Darley habían inflamado las páginas de The Tatler [1] durante años.
– Es cierto, qué importancia tiene -aceptó ella con cierta brusquedad e inclinó la cabeza en señal de aprobación.
Desde el primer momento Lord Darley había intuido que ella aceptaría el reto. Algo en el porte de su barbilla le dio motivos para sospechar que era una mujer dotada de valor. Casarse con Grafton, no cabía duda, requería un coraje a prueba de bombas. Él le quitó el vaso de brandy de la mano, le hizo una reverencia grácil y le ofreció su brazo.
En cuanto Elspeth descansó la palma de la mano sobre la manga del chaqué de lana marrón del club de jockey de Lord Darley, ésta sintió un vuelco repentino en el corazón. «Imposible», pensó ella, que distaba mucho de ser una mujer de emociones frívolas. Pero luego… volvió a tener la misma sensación cuando él la obsequió con una nueva sonrisa. Esta vez la sacudida trémula de sensaciones nada tuvo que ver con el corazón.
– Si de verdad le gusta montar, debería considerar la posibilidad de sacar a pasear mi caballo de carreras, Skylark. Es increíble -añadió Julius. «Como tú», pensó en su fuero interno, tratando de ignorar la violenta reacción que había experimentado su cuerpo ante la suave impronta de la mano de ella.
– Mi marido no me lo permitiría.
– Yo podría hablar con él. No creo que desapruebe que usted monte durante su estancia en Newmarket.
– En todo caso, montaría mi propia cabalgadura. Pero gracias por su ofrecimiento -le dijo al tiempo que se detenía en el pasaje abovedado del salón de baile-. Ahora, si es tan amable, desearía continuar sola.
– De hecho, no vive en una cárcel, ¿verdad? -Quería hablar con suavidad, pero su tono sonó más severo de lo que hubiese querido.
– En realidad, sí -contestó, lacónica-. ¿El vaso, por favor?
– ¿Está bien?
Una preocupación sincera subyacía en su pregunta.
– Perfectamente. Pero incluso si no fuera así, no es de su incumbencia. ¿Queda claro?
– Sí, por supuesto. ¿Puedo pasar a verla?… y a su marido, por supuesto -añadió más tarde.
– No. Adiós, señor -Y, tras recuperar el vaso de su mano, dio media vuelta y se alejó.
– He oído que no ha salido muy airoso de su cacería -comentó Charles cuando Julius se reunió con él.
El marqués frunció el ceño.
– Por lo visto la señora es una auténtica prisionera.
– ¿Qué le dije? Encuentre a otra presa. O simplemente permanezca inmóvil, atento a la legión de mujeres que van en busca de algo -le propuso Charles, arqueando las cejas-. Como la bandada de mujeres que se acerca.
Julius prestó atención al ramillete de elegantes damas que se desplegaba, meneando los rizos, con las mejillas sonrosadas y un propósito bien definido en sus pasos.
– Me voy -murmuró él-. Presente mis excusas. Encuentro a Caro Napier especialmente aburrida, por no hablar de Georgiana Hothfield y maldita sea… Amanda… -sin volver la vista atrás, el marqués se escapó de la última persona que deseaba ver, avanzando a grandes zancadas entre la multitud.
Sólo porque Amanda y él hubieran compartido alguna noche esporádica no significaba que ardiera en deseos de hablar con ella. «Dejemos que sea otro petimetre el que la entretenga esta noche», pensó Julius. Tenía otras cosas en la cabeza… como, por ejemplo, aquellos rizos dorados, aquellos espléndidos pechos sonrosados, aquellos ojos de un frío azul que él había intentado derretir.
Tras escabullirse por las puertas de la terraza, dando enormes pasos, llegó a su mansión, situada a las afueras de la ciudad.
En cuanto entró en casa, mandó a los lacayos que se retiraran, luego se dirigió con aire resuelto hacia su estudio, allí se sirvió un coñac y se lo bebió de un trago. Volvió a llenarse el vaso, se sentó junto al fuego y se relajó por primera vez desde que había llegado al Race Ball. ¿Por qué todas las personas que participaban activamente en la vida social le parecían estar tan lejos de él? Las mismas personas, tediosas y predecibles, se reunían noche tras noche, semana tras semana, en todos los actos. Uno se encontraba con las mismas mujeres en todos los eventos y allí, en Newmarket, donde las formas eran un poco más relajadas y la concurrencia más reducida, resultaba dificilísimo evitar ser acosado por una ex amante.
Por otra parte, determinó él, existían mujeres como la deliciosa Lady Grafton, cuyo acoso sería recibido como una bendición.
Al recordar aquella exuberante belleza se le dibujó en los labios una sonrisa fugaz que, rápidamente, fue sustituida por una mueca de disgusto, apenas perceptible. Aquel no era el curso habitual de los acontecimientos… podía tener mujeres a mansalva, mujeres que no deseaba… (sus anteriores deseos apremiantes quedaban olvidados). Por el contrario, aquella mujer que le había parecido tan tentadora no estaba disponible.
O eso parecía, se dijo con evasivas, poco habituado a vérselas con la frustración.
Nacido en el seno de una importante familia, con una infancia repleta de privilegios de toda clase, premiado por la naturaleza con un atractivo físico y un talento superior a la media, él, Julius d'Abernon, marqués de Darley, heredero del duque de Westerlands, contemplaba su lugar en el mundo con una falta de humildad tal vez excusable.
Cuando iba ya por el tercer coñac, descartó cualquiera de los obstáculos que pudiera haber en su camino hacia Lady Grafton y, en su lugar, le daba vueltas a cómo podía tentarla para que dejara a un lado sus obligaciones conyugales. Si Grafton había quedado incapacitado, aquella dama estaría agradecida de tener una oportunidad discreta para dar rienda suelta a sus pasiones. Ella, joven y guapa, rebosante de vida, tenía vedados los placeres de la carne. Introducirla en las cuestiones amorosas sería de lo más gratificante.
Decidió dejar a un lado la opinión que le merecían las vírgenes, a las que consideraba aburridas, porque Lady Grafton despertaba en él un extraño e inexplicable deseo. Su belleza, aunque endemoniada, no era razón suficiente para explicar aquella atracción sin precedentes que ejercía sobre él. Durante años se había estado divirtiendo con las beldades del momento. Esquivar a un marido vigilante tampoco le suponía enfrentarse a un nuevo reto. De las mujeres de su clase se esperaba que se casaran como es debido y no por amor. Por general, una vez daban a luz al heredero, se entregaban a la diversión fuera del lecho conyugal.
[1] Publicación periódica que, junto a