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Cuando Elspeth cruzó la puerta del jardín, lo vio apoyado en un faetón negro reluciente, con su tranquila fuerza visible a lo lejos. Estaba totalmente quieto, confiado y seguro, un hombre que no dudaba del lugar que ocupaba en el mundo. Y hoy le pertenecía a ella, pensó con un ligero estremecimiento de entusiasmo que lo pasaba todo por alto menos el éxtasis del momento.

Él la divisó y le hizo un gesto con la mano.

A Elspeth el corazón le dio un vuelco y le contestó con otro gesto. Los ojos le picaban por las lágrimas de felicidad.

Sin importarle si lo veían, Darley se apresuró hacia ella y ella hizo lo mismo. Cuando se encontraron, la levantó en los brazos y la hizo girar, la besó y le dijo cuánto la había extrañado.

Todo era tan perfecto que ella se puso a llorar.

– Lo siento, lo siento -susurró él, deteniéndose, besándola un poco más-. No quiero que esté triste.

– No lo estoy… nunca, nunca… no con usted -dijo hipando y sorbiéndose la nariz, mientras esbozaba una tímida sonrisa.

– Dime qué te apetece hacer -le murmuró, sin explicarse aquellas lágrimas.

– Lléveme lejos de aquí.

Él casi dijo dónde y quiso decirle que sentirla en sus brazos era algo sublime. Pensar que la alejaba de aquel mundo de restricciones era tentador.

Consciente de su vacilación (los hombres como el marqués sólo trataban con lo efímero), ella ocultó rápidamente su paso en falso.

– Quise decir a su mansión, Darley -se las arregló para mostrar una sonrisa coqueta, porque su felicidad estaba en juego-. ¿Le he asustado?

– No.

Esta vez ella percibió que en su respuesta no había titubeo; no hizo falta ninguna aclaración más.

– En ese caso, ¿nos vamos? -le dijo, despreocupada, haciendo un gesto hacia el faetón. No estaba dispuesta a dejar escapar lo que Darley le ofrecía, y estaba dispuesta a interpretar el papel de coqueta si era necesario. Ella entendió muy bien que aquel era el mundo de los hombres. Si no fuera así, habría estado viviendo en una isla griega hace tiempo.

– Por supuesto -le dijo con una sonrisa, dando grandes pasos hacia el faetón, descartando todas las complejidades con la soltura de la práctica acumulada-. Le he traído algo.

Entonces fue cuando ella se dijo No debería haberlo hecho, no podía haberlo hecho, ¿de verdad? Y por una milésima de segundo casi pronunció aquellas palabras. Pero cuando se acercaron al faetón, Elspeth vio una pequeña caja negra de terciopelo en el asiento de piel y lanzó un grito de alegría.

Él se rió.

– Aún no lo ha visto.

– Estoy entusiasmada, eso es todo -no podía decirle que nunca había recibido un regalo en una caja de terciopelo tan distinguida.

– Sólo es un pequeño detalle -le dijo, ayudándola a subir en el asiento elevado-. Eche un vistazo.

Mientras él daba la vuelta al carruaje, Elspeth levantó la tapa con bisagras y dejó escapar otro grito. Sobre un lecho de satén blanco descansaba el brazalete de diamantes y zafiros más primoroso que jamás había visto. Por supuesto, había visto muy pocos de tan cerca. Ninguno, de hecho. El conde no era ese tipo de hombres que se gastaba el dinero en joyas para su mujer, y su familia no se había podido permitir aquellas chucherías caras.

– Es absolutamente maravilloso -Elspeth tomó aliento, mientras Darley se levantaba de un salto del asiento y cogía las riendas. Pero ella comprendió, codicia aparte, que no podía aceptar algo tan caro. Todos los principios que habían coronado su vida la advirtieron-. Aunque me encantaría tener algo así de precioso, no puedo aceptarlo, de verdad…

– Tonterías. Tan sólo es una baratija. -Soltó las riendas de los dos bayos y el ligero faetón se puso en marcha. El marqués cogió el cofrecito que se le deslizaba a Elspeth del regazo, lo cerró de un golpe y se lo entregó-. Póngaselo y piense en mí.

«Como si no fuera a pensar en usted sin necesidad de una pulsera de diamantes», pensó Elspeth. Cogió firmemente la cajita de terciopelo con una mano y la barandilla del asiento con la otra.

– Hablaremos de ello más tarde -le dijo Elspeth para cambiar de tema, más preocupada en ese momento por mantener el equilibrio en aquel asiento elevado-. Si todavía sigo viva cuando lleguemos a su casa -añadió, agarrándose como si le fuera la vida en ello.

Darley agarró las riendas con la mano izquierda y deslizó su otro brazo alrededor de ella y la empujó más cerca de él.

– No se preocupe -le dijo él, dibujando una sonrisa-. Definitivamente, la quiero viva. Tengo planes -los bayos corrían a toda velocidad, Darley tomó una curva con delicadeza, cogiendo las riendas con su mano ligera-. A esta pareja le gusta correr -inclinó la cabeza y la besó en la mejilla-. ¿No son unas bellezas?

– Estaba demasiado ocupada redactando mi testamento, ahora que puedo legar un brazalete de diamantes, para darme cuenta -masculló, rezando porque los caballos conocieran aquel accidentado terreno rural que pisaban.

– Una mujer práctica -dijo con una sonrisa espontánea.

– Mantenga los ojos puestos en el camino, si no le importa. No acepto el brazalete. Sólo era una broma frívola para distraerme de la muerte.

La hija del vicario no paraba de asombrarle. No mentía cuando decía que no iba a quedarse el brazalete. Nada que ver con las mujeres que conocía.

– Pues no reduciré la velocidad. -La habilidad de Darley con las mujeres no sólo era resultado de práctica. Podía ser intuitivo cuando quería.

En unos segundos, los caballos comenzaron a trotar sosegadamente a medio galope, los setos y árboles dejaron de pasar volando delante de ellos, como una imagen borrosa, y las pulsaciones de Elspeth recuperaron su ritmo habitual.

– ¿Siempre conduce como un endemoniado? -le preguntó Elspeth, relajándose un poco y dejando de sujetarse, nerviosa, al asiento.

– Me gusta la velocidad. Por eso me apasionan las carreras. Y los purasangres.

– Y ganar todas las carreras más importantes. -Darley podría vivir holgadamente sólo con las ganancias que obtenía con las carreras.

Darley se encogió de hombros.

– Me gusta ganar. ¿A usted no?

– Mis posibilidades son más limitadas que las suyas.

Él la miró con los ojos entornados.

– No tiene por qué ser así. Permítame que le haga un préstamo, si no quiere que tomar los fondos sin más. Contará con más posibilidades en su vida, su hermano será solvente. Podría encontrar independencia a su gusto.

– Lo único que se necesita es dinero, ¿verdad?

– No sea susceptible, querida. Nadie necesita una fortuna, pero cierto nivel de recursos ayuda.

– ¿Y usted es el banquero de todas las señoras faltas de previsión que han pasado por su vida?

– Normalmente no -le dijo, porque la mayoría de esas mujeres estaban casadas y no necesitaban su dinero. Para la aristocracia, la diversión sexual sólo iba después del juego.

– Así que soy el único ratón de iglesia pobre -comentó Elspeth, con irritación.

– No me gusta verla con Grafton. Debería disfrutar de una vida mejor, maldita sea -él mismo se sobresaltó de su vehemencia-. Aunque no estoy en posición de dar consejos que no me han pedido -añadió, refrenando sus emociones tan atípicas-. Discúlpeme.

– ¿Podríamos no tocar este tema? -le pidió Elspeth, con voz fría.

– Claro, por supuesto -le contestó también con frialdad. La solución a sus problemas se podía haber solucionado simplemente con una letra de cambio.

– Gracias.

– De nada.

De repente, el ruido de los cascos de los caballos y el crujido apagado de los resortes del faetón adquirieron protagonismo bajo la veteada luz del sol, la tensión se palpaba en el ambiente.

– No le conozco -dijo ella finalmente-, pero salgo muy pocas veces, no me gusta discutir en mis días de fiesta -y le ofreció una sonrisa conciliadora-. ¿Las paces?