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Betsy le hizo una señal con la mano y fue en busca de los niños.

– Ha sido bochornoso -murmuró Elspeth.

– Regresé lo más rápido que pude en cuanto vi que Betsy se dirigía hacía usted. Debería haberse presentado -Darley había estado lo suficientemente cerca para oír la conversación entre las mujeres-. Mi hermana sabe de qué va la vida.

– O más bien conoce su forma de vida.

– Dudo de que Yorkshire se libre de la conducta de la alta sociedad. No soy el único, créame -le podría haber dicho que su marido había salido para estar con una mujer mientras ellos hablaban, pero en lugar de eso prefirió la cortesía-. Conozco una pequeña posada apartada donde podemos disfrutar de cierta intimidad, ahora que Betsy ha alterado nuestros planes.

– No estoy segura. Alguien podría verme.

– Usted decide. Pero es un pueblo muy pequeño que da la casualidad que es una de mis propiedades. Conozco a todo el mundo y todos me conocen a mí.

– Y lleva a mujeres allí constantemente.

– Voy allí a pescar.

– Perdóneme. No debería estar en desacuerdo con su tipo de placeres -le dijo avergonzada por su amago de celos cuando sólo hacía dos días que conocía a Darley-. Debo parecerle muy ingenua.

Él no había dicho que estaba familiarizado con los celos femeninos, ni tampoco le dijo que los suyos eran extrañamente encantadores. En cambio, dijo:

– Me gusta su ingenuidad. Se ve poco de eso en la alta sociedad. Y si le sirve de consuelo, le prometo que la pondré a resguardo de miradas indiscretas. Meg y Beckett, la pareja que lleva la posada, son la sal de la tierra, sólo ven la bondad de la gente. Tal vez ésa sea una de las razones por la que voy allí a pescar. ¿En qué otro lugar podría encontrar una honestidad tan auténtica? Desde luego no en el haut monde.

– No puedo imaginarle pescando.

– Después pescaremos… le enseñaré. De hecho -le dijo con un destello en los ojos-, tal vez la persuada para que considere los méritos de hacer el amor sobre la hierba verde al lado de la suave corriente del río.

Ella sonrió.

– Hace que suene muy idílico.

– Puedo hacer que sea más que idílico -apuntó luciendo una sonrisa picara-. Puedo hacer que sea orgásmico.

– Sí, puede -desvió la mirada un momento, permitiendo que el paisaje verde, la calidez de la luz del sol y el trino de los pájaros inundaran sus sentidos.

– A riesgo de parecer una perfecta ingenua -le dijo girándose hacia él-, usted puede hacer infinidad de cosas que me hagan feliz. No quisiera alarmarle con mí sinceridad -añadió Elspeth rápidamente, captando la impenetrable mirada de Julius-. Sé muy bien que el placer que me ofrece es transitorio. Mis circunstancias, en cualquier caso, tampoco permiten ir mucho más allá. Así pues, he dicho lo que tenía que decir, ya está. Y si todavía quiere llevarme a pescar o a cualquier otra cosa en este día soleado, estoy disponible.

Darley no se encontraba con una sinceridad así a menudo. Las damas con las que solía divertirse conocían las reglas. Una de ellas era no expresar nunca los verdaderos sentimientos… una crítica tal vez del quebradizo mundo en el que él vivía. Y ahí estaba esa joven ingenua demostrando ser tan sencilla como una niña. No es que fuera ingenua en todos los sentidos. No es que él fuera a declinar su compañía mientras le quedara aliento en el cuerpo. Y, a ese efecto, dijo:

– No estoy alarmado… sino halagado, y, si quiere, ¿por qué no probamos primero la cama del Red Lion y después vamos a pescar?

La sonrisa de ella era radiante como el sol.

– Buena idea.

– Le pediremos a Meg que prepare una de sus incomparables tartas de fresas para cuando vayamos a pescar y, con suerte, todavía quedaran reservas de hock [4] para disfrutar durante nuestro almuerzo.

– Lo tiene todo pensado, ¿verdad? Temí que tuviera que pasar hambre.

– Si desea algo, sólo pídalo. Si quiere que Meg prepare algún plato especial, se lo pediremos. Es una excelente cocinera. Trabajaba para mí antes de que conociera a Beckett -y sonrió-. Posiblemente no debería haber hecho que Beckett me trajera tan a menudo pescado de Bishop Glen… Así todavía conservaría a mi cocinera. Y para su información, nunca antes he llevado allí a una mujer. -Él no debería haber dicho esas palabras. Con cualquier otra mujer probablemente no lo hubiera hecho. Pero ella le estimulaba esa sencilla honestidad con sus maneras sinceras. Y basándose en eso, sintió que deseaba complacerla.

– No tiene por qué decirlo.

– Es cierto.

– ¿De verdad?

– Pregúntele a Meg.

– No podría. Pero gracias. Es una cosa bonita que decir.

Pero poco rato después, tras intercambiar los saludos de rigor con los propietarios del Red Lion, y expresar que hacía un tiempo maravilloso, que los peces pegaban brincos, y que la habitación de Darley, en lo alto de la escalera, estaba preparada, el marqués dijo:

– Díselo, Meg. Dile que nunca he traído aquí a una mujer.

– Nunca, ésa es la verdad -dijo Meg, prestando más atención a Elspeth. No es que no la hubiera repasado ya escrupulosamente, puesto que Darley le había hecho saber más de una vez que su habitación en la posada era su ermita privada… no se admitían invitados-. Lleva viniendo casi diez años, y siempre solo.

– ¿Estoy absuelto? -bromeó Darley.

– Reconozco mi error -contestó Elspeth, sintiéndose como si estuviera tocando el paraíso.

– Esperaré un beso, o dos, de más -bromeó, inclinándose para depositar una leve caricia en su mejilla.

Elspeth se sonrojó, lanzó una rápida mirada a sus anfitriones y se sonrojó todavía más cuando emitieron su aprobación. Beckett era alto y delgado, su esposa baja y entrada en carnes -una prueba de la profesión de cada uno-, pero los dos adoraban por igual a Darley.

– ¿La estoy avergonzando? -le susurró Julius, y Elspeth sintió su cálida boca en su oreja.

Ella inclinó la cabeza, las mejillas le ardían. Pero no podía eludir la ráfaga de placer que estaba experimentando.

– Vamos a descansar un rato y después iremos a pescar -propuso el marqués, dirigiéndose a los anfitriones-. Meg, si preparas tu famosa tarta de fresas, te estaríamos muy agradecidos.

– Beckett les subirá una botella de hock, mi señor. Y la tarta estará lista de inmediato. Y si no van a pescar, hay trucha fresca de la mañana lista para cocinarla para ustedes.

– Sin embargo, hay buena pesca, milord -dijo Beckett-. Especialmente abajo, en el recodo del río. Tal vez quieran probar el agua.

– Lo haremos. Por descontado. Le prometí a la dama una lección de pesca. ¿Verdad que sí, querida?

– Sí -contestó Elspeth con un susurro casi inaudible, no tan desenvuelta como Darley, demasiado inexperta en las formas de las intrigas amorosas como para interpretar el papel de licenciosa con soltura.

– Por aquí, querida -y con un movimiento de cabeza y una sonrisa hacia sus anfitriones, condujo a Elspeth de la mano por las estrechas escaleras.

La habitación estaba en lo alto de las escaleras; la antigua puerta estaba hecha para hombres de poca estatura.

– Después de diez años, he aprendido -dijo dibujando una amplia sonrisa, torciendo la cabeza para sortear el bajo dintel. La atrajo hacia el interior y luego cerró la puerta-. Dígame lo que piensa del huerto de Meg. -Le indicó con un gesto la hilera de ventanas que nacían debajo del alero del tejado-. La vista también es majestuosa. Se ve la aguja de la iglesia de Halston a cinco millas de distancia -repantigándose sobre la cama rústica de cuatro pilares, Darley emitió un suspiro de satisfacción-. Creo que Betsy nos ha hecho un favor.

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[4] Vino blanco alemán. (N. de la T.)