Pero entonces, ¿por qué sentía semejante atracción? ¿Por qué recordaba extasiado a aquella joven rubia? ¿Acaso era la situación que vivía, tan contrapuesta a la suya, la que suscitaba su interés? ¿Le seducía la idea de que fuera la hija de un vicario?
¿O entraba en juego alguna clase de hechizo?
¿De alguna manera ella le había dado a entender, sin utilizar las palabras, sus deseos más íntimos?
Descartó esa ridícula idea y echó la culpa de aquella sarta de absurdidades a los tres coñacs, además de la enorme cantidad de bebida que había consumido durante la noche. Con todo, a pesar de desterrar aquellos ridículos pensamientos, le resultó imposible liberarse de la imagen de Lady Grafton. Podía incluso percibir su fragancia a violetas, contemplar su esplendoroso busto, su esbelta cintura, la curva de sus caderas. En su imaginación su cabello dorado emitía un suave resplandor, le parecía ver el titileo de los diamantes en sus lóbulos rosados. El recuerdo del ligero roce de la mano de ella sobre su brazo encendió su lujuria.
Era inexperta, estaba sin estrenar, todo un deleite para la vista, y si Grafton la exponía, ¿acaso podían criticarle por picar el anzuelo?
La respuesta era previsible. El mundo le pertenecía desde la cuna.
Pasaría a visitarla mañana.
Y vería qué pasaba…
Las agradables ensoñaciones de lo que haría al día siguiente lo embargaban e hizo caso omiso del sonido de una discusión, que se desencadenaba más allá de la puerta de su estudio, hasta que Amanda irrumpió en la habitación, desobedeciendo al lacayo que intentaba negarle la entrada.
– Fuera de aquí -le ordenó ella, zafándose del lacayo que se quedó en la entrada con el semblante distraído.
– Gracias, Ned. Le agradezco sus esfuerzos. Le llamaré si necesito algo -dijo Julius, haciéndole un gesto con la cabeza.
Cuando el lacayo cerró la puerta, Amanda se descalzó con una familiaridad propia de las viejas amistades.
– Uno podría pensar que Ned estaba vigilando las joyas de la corona -le soltó ella con desdén-. Aunque tal vez la comparación sea acertada -añadió con sonrisa burlona. Caminó cerca del fuego de la chimenea y se desplomó en una butaca frente a Julius, luego se recostó y, tras examinarle por debajo de las pestañas, le dijo sonriendo-: Esta noche te has escapado.
En lugar de decir «fuera de aquí», le respondió con aire risueño:
– Tenía una cita. -Al instante, Julius se dio cuenta de que Amanda podía serle de utilidad. Podría acompañarle mañana en su visita a Lady Grafton. El viejo Grafton no pondría impedimentos a que Lady Bloodworth visitara a su esposa-. Ahora, no obstante, estoy libre -susurró-. ¿Te apetece tomar algo?
– A ti -le dijo en un arrullo.
– ¿Aquí o arriba? -preguntó con tono gentil, haciendo gala de sus mejores modales, dado que la cooperación de Amanda estaba en juego.
– Debería de estar enfadada contigo… huyendo de esa manera -le contestó haciendo un mohín encantador.
Por lo general, ella lo habría sacado de quicio con semejante intrusión y aquel mohín de reproche. Pero, absorto en sus planes, se encontraba de un estupendo humor.
– Permíteme que te ponga de mejor humor, querida -comentó él, mientras se daba unas palmadas en el muslo-. Acércate, siéntate en mi regazo.
Al mismo tiempo que una satisfecha Amanda Bloodworth se levantaba del sillón, Elspeth estaba a un paso de perder los estribos. Le había llevado a su marido una buena cantidad de brandys, que resultaron ineficaces para mejorar su mordaz carácter. Ella había declinado amablemente una docena de invitaciones para sacarla a bailar cuando le habría encantado bailar, había soportado a regañadientes las aproximaciones lascivas del hermano de Grafton, igual de repugnante que su marido, y si su marido la hablaba bruscamente una vez más, le estrangularía delante de todos los invitados al Race Ball.
Era ella la que necesitaba un trago, aunque al principio de su matrimonio había aprendido que alcohol y resentimiento eran un peligroso combinado. Con el futuro de su hermano en juego, se limitaba a tomar una ratafia de vez en cuando.
Después de la boda, Grafton le había comprado a Will una graduación de oficial en el Regimiento 73.°, tal como habían acordado, lo equipó con todo lo acorde a su rango de teniente y le asignó una paga de cuatrocientas libras anuales. Supeditada, claro está, a las atenciones que ella le brindara.
Por tanto, estaba obligada a soportar la carga de ese matrimonio… al menos hasta que el tiempo se encargara de poner punto final. No iba a sacrificar toda su vida de forma abnegada o sumisa, todavía acariciaba sueños para un futuro, cuando Grafton sucumbiera a su vejez.
El día de su boda se repetía en su fuero interno que él no podía vivir eternamente. Por suerte, las Parcas intercedieron a su favor aquella noche, aunque el momento que había precedido al colapso de su marido fue aterrador. Se había presentado en su habitación completamente borracho, empleando el lenguaje más soez para insultarla, amenazándola con pegarle al tiempo que chasqueaba una fusta contra su mano de la manera más malintencionada. Babeando, con la cara enrojecida, arrancándose la ropa mientras se acercaba a la cama, le había gritado que él era el dueño de su cuerpo y de su alma.
Mientras ella se acurrucaba en la cabecera de la cama, tapándose con el edredón hasta el cuello, sin saber qué hacer, si huir o intentar defenderse, su marido, de repente, comenzó a respirar con dificultad y a ponerse morado, y se desmoronó muy cerca de la cama.
Desde entonces, no había día en que no rezara una oración de agradecimiento.
Su marido sobrevivió a la apoplejía, y los insultos y exabruptos se convirtieron en una constante, como una mortificante lección de humildad para ella. Pero, una vez recuperado, quedó atado a la silla de ruedas, y no se volvió a producir un nuevo intento de penetrar en su habitación. Agradecida, se resignó al purgatorio de su matrimonio.
Aunque, en momentos como aquel, incluso sus sueños en una felicidad futura parecían difíciles de alcanzar.
Tan difícil de alcanzar como el marqués de Darley, cuando aquel enjambre de señoritas se había abalanzado sobre él, recordó Elspeth con una sonrisa en los labios. No es que el compañero del marqués no fuera también un hombre apuesto y, tal vez, asimismo una presa. Pero aunque estuviera de acuerdo con ese detalle, sabía que a quien perseguían aquellas damas era a Darley.
En cuanto a belleza y gracia masculina, el marqués de Darley se llevaba la palma. Alto, de espaldas anchas, delgado y fuerte. Bajo su mano, la musculatura de su brazo le había parecido acero. Por si su cuerpo viril no fuera suficiente, su cara atractiva y su mirada, oscura y seductora, eran legendarias. Bastó una mirada para que ella entendiera los rumores que circulaban sobre él. Con su mirada picara repartía placer aquí y allá.
Se le escapó un ligero suspiro. Bajo otras circunstancias aquella noche podría haber contestado a sus insinuaciones y haber satisfecho sus sentidos. Debería permitirse experimentar con un hombre como Darley, como si experimentara con la afinación perfecta y la dulzura del acto consumado. Había esperado durante demasiado tiempo. De hecho, con veintiséis años, muchas dirían que había desperdiciado su momento de maduración óptima, según el encanto que estaba de moda. Aquella noche, cuando el libertino Darley la cazó con la mirada, ella podría haber consentido.