Nunca había experimentado el calor repentino del deseo, nunca había sentido una sacudida trémula de placer como le había pasado a su lado. Se preguntó cómo sería… sentir su tacto, sus besos.
– ¡Maldita sea! ¡Te has quedado dormida!
Apartada de sus meditaciones, reprimió un estremecimiento, los dedos como garras de su marido la agarraban por la muñeca.
– Estoy despierta -contestó Elspeth, con cuidado de no moverse. A él no le gustaba que ella se sobresaltara ante su roce.
– ¡Ve a buscar mi abrigo! ¡Nos vamos!
Esperó a que él soltara su muñeca y se fue sin replicar. Lo mejor era no reaccionar a su grosería. Dijera lo que dijera, sólo contribuiría a exacerbar el rencor de su marido.
Pero aquella noche, antes de irse a dormir, escribió en su diario su habitual anotación críptica. Un pequeño seis y un cuatro más diminuto si cabe. Seis meses, cuatro días.
Encontraba alivio en su recuento nocturno.
Encontraba consuelo sabiendo que un día todo acabaría.
Capítulo 3
Amanda se dio la vuelta y trazó con su lengua, despacio, un sendero húmedo ascendente a lo largo del cuello del marqués.
– ¿Estás despierto?
Él abrió un ojo con esfuerzo.
– Ahora sí.
– ¿Otro más antes de que me vaya? -le susurró, besándole suavemente.
Mientras se sacudía el sueño, pensó en todas las opciones.
– ¿Qué hora es?
– Las ocho. La tía Lou no se despierta hasta las diez. Hay tiempo -Amanda estaba pasando la semana en la mansión que su familia tenía en las inmediaciones del hipódromo, acompañada únicamente por una tía anciana-. Después de desayunar con la tía, me visto y vamos a caballo hasta la residencia de los Grafton. A menos que hayas cambiado de idea -añadió con coquetería. Sabía muy bien por qué él quería ir allí y tenía la intención de sacar provecho por acceder a acompañarlo.
– No, no he cambiado de idea -le contestó, estrechándola contra su cuerpo-. Y sí -sonrió-, hay tiempo más que suficiente.
– Me encanta que tu miembro esté siempre preparado para entrar en acción. ¿Cómo lo haces?
– Ahora tengo que orinar -sonrió burlonamente.
– ¿A qué esperas, entonces? Por favor, date prisa.
– Sí, señora -la remedó en broma-. ¿Alguna orden más, señora?
– Sólo que te asegures de que tenga un orgasmo enseguida.
La miró por encima del hombro mientras se levantaba de la cama.
– Dudo que eso sea un problema tratándose de usted.
– Date prisa.
– Tienes suerte de que te conozca tan bien -apuntó él, desapareciendo detrás del biombo de la esquina, que ocultaba el orinal-. Si no, adoptaría otra actitud ante sus órdenes.
– Como si acataras órdenes -resopló Amanda-. Sé muy bien por qué estás siendo tan complaciente, querido, y su nombre es Lady Grafton. Así que no nos andemos con remilgos. Sólo estamos intercambiando favores.
No iba a discutir aquella valoración tan contundente, no tenía ganas de disimular. Los hechos eran los hechos, igual que un revolcón con Amanda era un revolcón. Por suerte, él estaba libre en ese momento. Sí alguien hubiera llamado la atención de Amanda en Newmarket, él hubiera tenido menos posibilidades en su persecución de la esposa de Grafton.
Después de dejar fluir todo el brandy que había bebido la pasada noche, salió del biombo, se lavó con el agua caliente que habían llevado esa mañana temprano mientras ellos todavía dormían, y regresó a la cama.
– Eres demasiado guapo, querido -murmuró Amanda, observándole mientras se acercaba-. Hay veces que me violenta que lo tengas todo… belleza, dinero, un cuerpo viril incomparable. ¿Alguna vez le has agradecido a los druidas o las divinidades míticas todas las gracias que te han otorgado?
– ¿Desde cuándo te has vuelto tan filosófica? -preguntó con la ceja ligeramente arqueada.
– Desde que me he vuelto casi una indigente -le respondió ella mostrando una mueca.
– Ah.
– No digas «ah» de esa manera. Soy sincera con los piropos que te dedico.
– Por supuesto que lo eres, mi amor. ¿Cuánto dinero necesitas?
– Un ayudita bastará -contestó Amanda, haciendo un guiño.
– Le diré a Malcolm que te extienda una letra de cambio.
– Eres un encanto.
– No, no lo soy -se rió Julius-. Pero tengo más dinero del que necesito. Y ahora dime, querida, ¿tienes prisa por llegar al clímax o sólo de que nos pongamos manos a la obra?
Después de que Amanda se marchara, Darley se quedó medio dormido en la cama. Se sentía cansado, ya que había pasado casi toda la noche anterior en vela y el sexo matutino con Amanda había sido tan salvajemente intempestivo como de costumbre. No estaba seguro de si Amanda conocía la diferencia entre montar a un hombre y montar a caballo. Mientras se permitía unos minutos más de reposo antes de comenzar el día, pensó de nuevo en Lady Grafton con una expectación agradable.
La persecución de aquella mujer no es que fuera para él algo irreprimible. Era demasiado mundano para considerar irresistible a una mujer. Pero si la joven esposa de Grafton, bella y virgen, buscaba un pasatiempo en Newmarket, estaba más que dispuesto a complacerla.
Se estiró perezosamente, se atusó el pelo, poniéndoselo detrás de las orejas con un movimiento preciso de sus bronceados dedos. Luego, resoplando como un hombre que sabe que a su ayuda de cámara no le gusta que le metan prisas, apartó las sábanas a un lado. Se sentó en el borde de la cama y trató de sacudirse el letargo. Amanda podía extenuar a un hombre. No es que tuviera alguna queja al respecto. Ella le había pagado con un placer inmenso. Pero necesitaba un café urgentemente. Y un baño: el olor a sexo le delataba.
Se puso en pie y llamó a su ayudante de cámara.
Capítulo 4
Lady Amanda y el marqués decidieron montar campo a través hasta la residencia de los Grafton. Hacía un día primaveral, brillante y soleado, una ligera brisa atenuaba el calor reinante. Sus caballos, ansiosos por correr, brincaban y corveteaban, y una vez llegaron a las afueras del pueblo, los jinetes permitieron que sus cabalgaduras estiraran las patas y galoparan al máximo de su potencia. Amanda era una estupenda amazona, Julius había nacido para montar a caballo, y ambos saltaron el primer seto con tanta suavidad que no tembló ni siquiera una rama. Mientras galopaban a toda carrera por los verdes campos durante varias millas al oeste, se entregaron al puro deleite de la velocidad, tanto ellos como los purasangres que montaban. Aquellos poderosos caballos volaban sobre las vallas con facilidad, salvando sin esfuerzo incluso los obstáculos más altos.
Cuando se aproximaban a su destino, Amanda fustigó a su caballo y gritó:
– ¡Te echo una carrera hasta la verja!
El semental de Darley estaba familiarizado con las voces de mando -con un purasangre árabe no se empleaban ni fustas ni espuelas- y el lustroso bayo resopló con los ollares totalmente abiertos y se lanzó a la carrera. El poderoso caballo sobrepasó la montura de Amanda, pero disminuyó la velocidad ante una suave orden de Julius para que siguiera el ritmo del pequeño rucio.
Amanda, entre risas y con sus rizos de ébano alborotados por el viento, lanzó una mirada a Darley, mientras se precipitaba a toda prisa por el camino de entrada de los Grafton; su caballo les había dejado ganar sólo por una nariz.
– No pensaba que ibas a dejarme ganar.
– ¿Es que no lo hago siempre? -sonrió Darley.
El sombrero de Amanda estaba ladeado, su sonrisa era alegre.
– No estaba segura en esta ocasión.
– Quería comprobar lo que podía hacer tu rucio. Los corredores de apuestas te habrían pagado por tu victoria. No estuvo tan reñido.