– Una noticia sorprendente -dijo el marqués, con la mirada inexpresiva.
– Supongo que lo es -contestó el general con la misma estudiada moderación-. ¿Otro? -le preguntó levantando la botella.
Darley acercó el vaso.
– Le agradezco que me haya puesto al corriente. ¿Cuándo sale el siguiente correo hacia Inglaterra?
– Esta noche. Esta previsto que el Enterprise zarpe con la marea.
– Si fuera tan amable de prestarme papel y pluma, le enviaría una carta a mi padre. Él podrá investigar este asunto por mí.
Los dos hombres hablaban con educada reticencia.
– Un asunto detestable -masculló el general-. Mis disculpas por ser el portador de malas noticias.
– No tiene necesidad de disculparse. Le agradezco que me haya advertido.
– Si hay algo más que pueda hacer por usted, sólo tiene que pedirlo. Cualquiera que conozca a Grafton sólo puede solidarizarse con su esposa -el general enarcó las cejas-. La tercera, ¿verdad?
Darley asintió.
– Las otras dos están en la tumba.
– Caramba, caramba, no me diga -murmuró Eliot. Aclaró la garganta y levantó el vaso-. Salude a Lady Grafton de mi parte, por supuesto, y transmítale mis mejores deseos.
El general había cenado con ellos en más de una ocasión y estaba encantado con Elspeth. Y quién no, pensó Darley con una parcialidad sumamente personal.
– Gracias. Se los transmitiré. Y si puede tomar las medidas oportunas para que la carta sea entregada en mano cuando llegue a Londres, le estaré muy agradecido.
– Claro. A ver si encuentro un papel -gruñó Eliot, se levantó de la silla contento de poner fin a aquella comprometedora conversación. No le cabía duda de la veracidad de la noticia del divorcio. Sólo había que ver juntos a Lord Darley y Lady Grafton para darse cuenta de que estaban enamoradísimos. Se apostaría la paga de un año a que ella no volvería con su marido. Aunque con la libertina reputación de Darley, que sus intenciones fueran serias o no, era harina de otro costal.
No era un asunto de su incumbencia.
– McFarlane -gritó mientras caminaba hacia la puerta de la antecámara-. Venga aquí.
Le entregaron a Darley el papel y la pluma, un espacio privado y, por orden de Eliot, una botella de brandy. El general consideró que era un asunto que requería bebida, aunque los oficiales destinados a lugares remotos tenían fama de beber por la razón más peregrina.
El marqués escribió una carta breve y fue al grano. Su padre sabía mejor que él lo que se tenía que hacer. Pero Elspeth tenía que ser protegida a toda costa. Se frenó antes de expresar sus sentimientos. El hábito de toda una vida no podía romperse fácilmente. Por lo demás, sin embargo, fue muy claro. No podían permitir que Grafton humillara a su esposa. Después de sellar la carta, el marqués se la entregó al ayudante del general.
– De nuevo gracias por informarme de la noticia aparecida en The Times -le dijo Darley-. Le haré conocer mis planes cuando decidamos nuestra línea de actuación.
– No es asunto mío, estoy seguro -dijo el general, con los labios apretados-. Ni de nadie -masculló-. Pero sea cual sea su decisión, puedo decirle que ha sido un placer tenerles aquí, en Gibraltar, a todos ustedes. Quédense todo el tiempo que deseen, por supuesto. Los embrollos londinenses quedan lejos de aquí y no nos afectan.
– Así parecía durante estas semanas -le dijo Darley con una sonrisa-. Estamos agradecidos por el respiro. Supongo que mi padre se ocupará de Grafton. Si la señora quiere quedarse, nos quedaremos.
– ¡Magnífico! ¡Excelente! ¿Y por qué no? -preguntó Eliot con una amplia sonrisa-. Aquí tenemos todo lo que se necesita.
Un punto a tener en cuenta, pensó Darley.
Siempre y cuando quisieran ser unos expatriados.
En su paseo de regreso a casa, el marqués deliberó sus opciones… en un principio reacio a abandonar ese dulce paraíso. No podía recordar cuándo había sido más feliz. Así que, opción primera: no hacer nada… quedarse allí y no hacer nada. No obstante, también podrían volver, pedir consejo para Elspeth y tramitar el divorcio… una idea de considerable valor, puesto que liberaría a Elspeth de su marido. En cuanto a la demanda criminal contra él, estaba acostumbrado a las situaciones embarazosas y más que dispuesto a pagar a Grafton por el placer de llevarse a su esposa.
Pero en última instancia no era decisión suya.
Era la vida de Elspeth, le correspondía a ella tomar la decisión. Ella era la menos capacitada para soportar la atenta e intensa observación de la que sería objeto. Después de ser el centro de atracción de la sociedad durante toda su vida adulta, Darley era, en gran parte, indiferente a la censura pública.
Tendría que decidir ella, concluyó Darley.
Cuando entró en casa un poco más tarde, Elspeth llegó de la biblioteca corriendo, le rodeó con sus brazos y gritó de alegría.
– ¡No hace mucho que te fuiste! ¡Y con todo no puedes imaginarte hasta qué punto te he echado de menos!
Quizá se quedarían después de todo, pensó repentinamente, vencido por una embriagadora ola de felicidad.
– No podía estar más tiempo fuera -murmuró Darley, estrechándola contra él-. Tomé dos copas con el general y me fui.
Elspeth sonrió abiertamente.
– Porque me echabas muchísimo de menos.
– Sí, por esa razón -le dijo Darley, sonriendo a su vez-. Estoy triste sin ti.
– ¡Sí, sí, sí! -exclamó ella, poniéndose de puntillas para besarle-. Te he cautivado en cuerpo y alma.
– Nada que objetar -le dijo Darley, reconociendo la pura verdad de su afirmación.
– Y bien -murmuró ella con una sonrisa traviesa-. ¿Qué noticias trae de la ciudad nuestro hombre cautivado?
Darley se reprendió.
– Me olvidé de la lista.
– ¿Las medicinas de Will también?
– Lo siento, iré ahora mismo -sus manos soltaron su cintura y retrocedió un paso.
– No, no, puede esperar -y le atrajo hacia sí-. Todavía quedan. Iremos mañana, cuando no tengas que ir a ver al general. Me podrías llevar a comer a aquella posada turca que está cerca del puerto. Hacen un baklava delicioso.
– Muy bien… mañana iremos.
– Ahora cuéntame lo que quería el general. ¿Te ha echado de menos igual que yo?
– No. Tenía algunas noticias para mí. Venga, iremos fuera y te lo contaré.
Elspeth frunció ligeramente el ceño.
– Suena un poco inquietante.
– No -mintió Darley, o tal vez no, según el punto de vista-. No te preocupes. No es nada de lo que no pueda ocuparme.
– Creo que no me gusta cómo suena esto -dijo Elspeth, inquieta.
– No es nada. Ya lo verás -Darley sonrió y la tomó de la mano-. Sentémonos en el banco que da a la Punta.
Cuando se lo explicó, Elspeth se quedó paralizada, las mejillas se le riñeron de un escarlata brillante.
– Estaba convencida de que tomaría represalias -Elspeth tomó aire.
– No importa -le dijo tomando su mano entre las suyas-. El divorcio puede ser la solución. Piénsalo, querida, serás libre -la idea de tener a Elspeth sólo para él… sin la trabas de un matrimonio… era indudablemente apetecible. La posibilidad del divorcio era cada vez más atractiva. La demanda de Grafton en el Parlamento sería un escándalo… pero fugaz, como todos los escándalos-. Te encontraremos un buen abogado, o si prefieres quedarte aquí, haré que mi padre se encargue de todo. Tendrás el divorcio antes de que te des cuenta.
– ¿Y si Grafton me sienta en el banquillo? -había oído historias espeluznantes sobre mujeres que habían sido llevadas ante el Parlamento y los más íntimos detalles de sus vidas habían sido aireados en público.
– Grafton no hará eso. O mejor dicho, nos encargaremos de que no lo haga.