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– No.

Apenas fue un susurro. El pulso se le aceleró, a pesar de su conciencia recién descubierta, y se dio la vuelta.

– Dios, ayúdame… por no tener más compostura -respiró con las manos firmemente entrelazadas para aplacar los temblores-. No debería de estar hablando con usted o incluso pensar lo que estoy pensando o…

– ¿Volverá pronto su marido?

Ella asintió con la cabeza, con un gesto brusco y crispado.

– Hablaremos más tarde, entonces -le dijo con calma, aunque él no se sentía calmado en absoluto. Se imaginaba llevando a la adorable Lady Grafton a la cama y reteniéndola allí hasta saciarse del todo, o bien hasta no poder mover un dedo siquiera, o ambas cosas-. Por favor, siéntese -le dijo él, ofreciéndole una silla con un gesto, se dirigió rápidamente hacia la ventana, golpeó el cristal y le hizo señas a Amanda para que entrara. Mientras volvía, sonrió-: Cálmese -le dijo, amable-. Relájese. Sólo se trata de una visita de cortesía. Explíqueme algo de la parroquia de su padre. Tengo entendido que su padre era vicario.

La voz del marqués era increíblemente balsámica, como si en realidad fueran amigos. Elspeth sintió cómo disminuía su ansiedad al instante.

– Supongo que es lo que usted siempre hace -murmuró ella, tomando asiento-. Los rumores que me han llegado de usted…

– Nunca hago esto -le replicó. De hecho, el ansia desaforada que se había apoderado de él era tan estrafalaria que lo atribuyó a los efectos del alcohol ingerido la noche anterior. Después de sentarse a la distancia oportuna, añadió con una brusquedad indecorosa-. Usted me conmueve de la manera más insólita. -Impaciente, con los sentimientos a flor de piel, estaba sumido en una sensación extremadamente inquietante.

– No le creo, pero le agradezco la galantería -Elspeth había logrado recobrar la compostura y acordarse de que ella tenía literalmente todas las de perder si cedía ante el marqués, célebre por su pésima reputación-. Le ruego que disculpe mi arrebato -le ofreció de nuevo una voz serena-. No me explico lo que me ha pasado. Ah, aquí está Sophie.

La doncella apareció por la puerta, seguida de un lacayo que sostenía una bandeja de té, justo cuando Amanda regresó de la terraza.

Amanda, suponiendo que Julius había sacado fruto de la conquista puesto que le había dicho que entrara, se sentó al lado del marqués, en un sillón raído que evidenciaba el confort masculino más que un toque femenino. Dirigiéndole a Elspeth una sonrisa que la desarmó, le preguntó con tono agradable:

– ¿Plantó usted las violetas?

– Lo hicimos Sophie y yo juntas. Pensamos que daría una nota de color a la terraza. ¿Le interesa la jardinería? -. Elspeth, otra vez al timón de sus emociones, halló la manera de devolverle la sonrisa a Amanda.

– La practico siempre que puedo -mintió Amanda, que raramente ponía un pie en un jardín, salvo que ella y su amante de turno huyeran en busca de intimidad-. Cuando mis compromisos sociales me lo permiten, por supuesto.

– Yo dispongo de bastante tiempo, ya que apenas salimos… a excepción de las carreras de caballos -explicó Elspeth-. Lord Grafton se consagra a sus caballerizas.

«Y a su esposa, si pudiera», intuía Julius. Lady Grafton iluminaría una habitación con su belleza incluso ataviada con un simple vestido de día, de muselina y encaje.

– Julius también está obsesionado con sus establos, ¿no es cierto, querido? -apuntó Amanda mientras inspeccionaba con ojo experto al lacayo que llevaba la bandeja de té-. Se gasta un dineral en sus caballos. Por otro lado, eres un hombre sumamente competitivo, ¿no es así, mi amor?

Elspeth sintió una repentina envidia hacia el cariño desinhibido que Amanda mostraba hacia el marqués. Debería de tener más juicio. No tenía derecho.

– Llevo en los genes la cría de caballos -le replicó Julius con desaprobación-. Mi padre y mi abuelo comenzaron comprando purasangres en el extranjero hace cuarenta años.

– Julius viaja por África y Oriente Medio. ¿Lo sabía? -Amanda sonrió a Elspeth como si se hicieran confidencias-. Todo es sumamente misterioso y peligroso, pero le encanta. Estuviste en Marruecos el año pasado, ¿no?

– Dos veces. Los mejores caballos de Berbería proceden de Bled el-siba, las tierras que quedan fuera del control del sultán. Me han dicho que su padre era criador -comentó Julius-. Supongo que todavía mantiene sus caballos preferidos.

– Se equivoca, el establo de mi padre se vendió después de morir -Elspeth sirvió té en un juego de tazas que tenía enfrente.

– Lo siento.

– Todos nuestros purasangres fueron a parar a buenos lugares. Estoy agradecida -le alargó una taza a Amanda, luego a Darley.

– ¡Maldita sea! -resonó una voz atronadora procedente del vestíbulo-. ¿Por qué la gente cree que puede presentarse en una casa, sin ser invitada? ¡Es superior a mis fuerzas! -Lord Grafton apareció un momento más tarde, avanzó por el salón con su silla empujada por un fornido mayordomo que le dirigió a Elspeth una mirada de disculpa-. ¿Quiénes diablos son ustedes? -exigió Grafton, clavando la mirada en Julius y Amanda como si no lo supiera perfectamente. Cualquier persona relacionada con las carreras conocía a Julius, mientras que ningún hombre meticuloso con la belleza femenina podía ignorar a Amanda.

– Lady Bloodworth a su servicio, Lord Grafton -hizo las presentaciones Amanda, a la vez que se levantaba del asiento, envuelta en una nube de perfume, se acercó al barón, y el lacayo detuvo la silla de ruedas mientras ésta se aproximaba-. Darley y yo salimos a montar a caballo y nos encontramos por casualidad con su finca. Le pido disculpas si le hemos causado molestias -dijo Amanda en un arrullo, ofreciéndole su sonrisa más seductora-. Puesto que tiene las caballerizas más extraordinarias de Inglaterra -se inventó Amanda-, no pudimos resistirnos a la tentación de hacer un alto en nuestro paseo.

– Mmm, no se puede decir que no sea una de las más importantes -contestó Grafton, no sin acritud, volviendo la cabeza por los halagos de una mujer tan bella con la misma facilidad que el hombre que estaba junto a él-. ¿Cuál es su nombre de pila?

– Amanda, señor. He venido a Newmarket para el Spring Meeting.

– La nieta del duque de Montville, ¿no es así?

– Sí, señor -le contestó adoptando una leve y bonita inclinación-. Á su servicio, señor.

– ¿Quién es su padre?

– Harold, el barón Oakes.

– El hijo menor, ¿eh? Una lástima, pero así son las cosas. Tiene un buen activo con usted, mi cielo. Una lástima para su marido, pero es lo que pasa cuando te arriesgas con las vallas tan altas, ¿eh? Me imagino que su padre la ha puesto de nuevo en el mercado del matrimonio.

– Actualmente estoy comprometida, señor.

– ¿Quién es el joven afortunado?

– El barón Rhodes.

– El hombre de Pitt [2].

– Sí, señor.

– Al menos no es un maldito liberal calumnioso.

– Estoy segura de que estaría totalmente de acuerdo con usted. ¿Puedo pedirle que me enseñe sus establos, señor? Mi papá siempre me ha hablado de sus magníficos purasangres.

– ¿De veras? Bien, no diré que no -El, un viejo libertino que había enterrado a dos esposas, no había perdido el buen ojo por las mujeres atractivas a pesar de los achaques-. Venga querida, se los mostraré. -Más interesado en quedarse a solas con Amanda que preocupado por dejar a su esposa en compañía de otro hombre, mandó a su lacayo que le empujara la silla y salieran de la habitación sin ni siquiera mirar a Elspeth y a Darley.

Tal vez su vista no era tan buena como antes.

Tal vez se había olvidado de la reputación del marqués de Darley.

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[2] William Pitt (1759-1806), apodado el joven Pitt. Político británico, Primer Ministro de 1783 a 1801 y luego de 1804 hasta su muerte. (N. de la T.)