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– ¿Puedes esperar?

– No.

– Tienes que hacerlo. -Doblegar al mundo para complacer sus deseos era un hábito arraigado que ni el amor había domado totalmente.

Elspeth se estremeció, rindiéndose a la promesa de un placer aún más grande.

– Apresúrate.

Sus grandes pechos casi habían doblado de tamaño. Aun siendo la primera etapa del embarazo, sus pezones tenían un tono más profundo, el peso sustancial de cada exuberante globo era considerable. Darley decidió que necesitaría pronto un nuevo vestuario que se ajustara a la nueva talla.

Los impulsos de Darley no eran totalmente egoístas. Si alguien sabía mejor que nadie cómo llevar a una mujer al clímax, el marqués había ostentado ese título en los registros de apuestas del club.

Primero se consagró a un pecho, luego al otro, lamió con una técnica refinada y magistral… fuerte, pero no demasiado, tirando de ellas con dulzura para que todo el placer fluyera hacia abajo, alcanzando a cada nervio trémulo, concentrado en su cometido con un talento natural por la exquisitez. En una rápida sucesión, su antigua prometida fue empujada a una histeria jadeante y frenética y a dos violentos clímax.

Elspeth estaba en plena descarga orgásmica.

A él aún le quedaban dos minutos.

Pero ella sufrió un colapso por la salvaje brutalidad de las contracciones. Cada sensación, cada percepción era aún más intensa, exaltada y exagerada que la anterior, como si su cuerpo fuera un instrumento hipersensible para la pasión sexual.

Darley se tendió a su lado, esperando a que se enfriaran sus febriles sentidos, rezando al dios que le había llevado hasta ese punto. Se sentía agradecido de una forma inconmensurable. Genuinamente feliz.

– ¿Siempre sabes cómo hacerlo? -susurró Elspeth después de una pausa, volviendo la cabeza para sonreírle.

Darley le sonrió en respuesta.

– ¿Por qué siempre olvidas lo bien que sienta?

– Por suerte te tengo a ti para recordármelo.

– Puedes volver a acudir a esa suerte siempre que quieras -dijo Darley con una gran sonrisa-. Estoy a tu disposición para hacer realidad todos tus deseos.

– Dame un minuto, aunque con el ánimo insaciable que tengo, no esperes un respiro muy largo.

– Creo que puedo continuar -le dijo con voz cansina.

Elspeth entrecerró los ojos.

– No creo que me guste esta confianza insolente.

– Quise decir que, desde que te conocí, parece que he ganado un apetito sexual considerable.

– Qué poco sincero, mi señor -murmuró Elspeth, con dulzura-. Sin embargo, no voy a discrepar porque te necesito desesperadamente.

Era una cosa que le gustaba de ella. Era una mujer práctica, y no daba lugar a recatadas disimilaciones como tantas otras mujeres que había conocido.

– Dime simplemente cuándo estará lista nuestra joven madre -le dijo con alborozo.

– Haré que cumplas tu promesa. Dijiste toda la noche.

Darley le regaló una gran sonrisa.

– Nos hemos recuperado, ¿verdad? -se apoyó sobre el codo y dirigió un dedo explorador hacia sus partes íntimas.

– Un poco más arriba -le susurró, cerrando los ojos. El rubor empezó a colorear sus mejillas.

Cuando el dedo se deslizó dentro de su calor húmedo, Elspeth gimió de felicidad.

– Me alegro de estar en casa -dijo Elspeth en voz baja.

Él también lo estaba.

Poco después se situó encima de ella, se colocó entre sus muslos y entró con un ágil movimiento de la cadera, penetrándola con una facilidad libre de fricción. Estaba deslizadizo como la seda, y lo suficientemente ajustado como para permitirles a los dos una emoción intensa e emocionante. En las garras de su nueva ninfomanía, Elspeth estaba siempre demasiado ansiosa e impaciente. Él, por su parte, sabía cómo entrenarse para tan prolongadas lizas amorosas.

Elspeth llegó al orgasmo casi de inmediato, pero como había prometido, él no se movió, y tuvo otro.

Elspeth abrió los ojos poco después, regresando de las lindes bienaventuradas del éxtasis trémulo, y lo contempló con ingenua adoración.

Darley le dirigió una sonrisa, permitiéndose mover ahora que ella volvía poco a poco a la conciencia. Tirando de la cinta de la nuca, arqueó la espalda y recogió el cabello que le había caído en la cara. Forcejeó con sus mechones rebeldes para hacerse una cola improvisada, y consiguió atarlos dándoles unas pocas vueltas.

– ¿Eres mío? -le dijo Elspeth repentinamente, preguntándose cuántas veces y en cuántos tocadores se había recogido el pelo de la cara después de hacer el amor.

Darley se tiró hacia atrás sobre los antebrazos y movió con cuidado la cadera.

– ¿Te parece que soy tuyo? -le susurró.

Elspeth sonrió.

– Pareces tan, tan bueno.

– Y tú pareces la madre de mi hijo -sonrió Darley ampliamente-… y mi futura esposa.

– ¿No sería fantástico? -le dijo en voz baja.

– Será fantástico -dijo Darley con absoluta certeza-. Te doy mi palabra.

Aquella confianza absoluta era enormemente erótica, pensó Elspeth, un afrodisíaco, por así decirlo… como un símbolo implacable de masculinidad y poder fálico. O simplemente todo lo referente a Darley siempre era erótico.

Aunque probablemente no era la primera mujer que lo había pensado.

– Dime que siempre me amarás -insistió Elspeth. Tenía el ánimo terriblemente inestable en los últimos días-. Miente, si es preciso.

Darley sonrió abiertamente.

– ¿Sinceramente?

Elspeth le golpeó fuerte.

Darley ni se inmutó. Sonrió todavía más.

– Te amaré, querida mía, para siempre. Te lo juro. ¿Te sientes mejor ahora?

– Sí -contestó ella con una sonrisa de oreja a oreja-. Aunque…

– No lo digas. Lo sé. Te gustaría sentirte un poco mejor.

– Me encanta cuando me lees el pensamiento.

No era el mejor momento para señalar que no era la primera mujer impaciente que había conocido.

– Debe de ser el destino -le dijo en su lugar, con una delicadeza encantadora.

Y así discurrió la noche, Darley con su estado de ánimo más solícito, Elspeth necesitando su amor y consuelo más que nunca, con un deseo ardiente, al rojo vivo.

Los dos se deleitaron con sus apetitos carnales.

Los dos estaban felices de estar en casa.

* * *

Capítulo 39

Atajar los comentarios fue imposible, especialmente cuando la historia suscitaba tanto interés: el soltero más empedernido de toda Inglaterra había sucumbido finalmente al amor.

Con la servidumbre al tanto de todo lo que sucedía en los aposentos, las noticias circularon rápidamente de criado en criado, de casa en casa, como un fuego incontrolado.

Al día siguiente el embarazo de Elspeth era la comidilla a la hora del té.

De poco había ayudado que Elspeth devolviera inmediatamente la mañana siguiente a su regreso.

Ni tampoco ayudó a ocultar su estado las instrucciones del duque al cocinero jefe de que preparara a Elspeth toda la comida que ella deseara, a cualquier hora del día.

Y la razón que motivó al duque a llamar por la mañana temprano a Pitt arremolinó a la alta sociedad como un torbellino.

Por eso el presidente del Tribunal Supremo Kenyon no se sorprendió de que Lord Grafton entrara aquella tarde con su silla de ruedas en el despacho, rojo de ira.

– ¡Esa maldita fulana está embarazada! -gritó, antes de que Tom Scott hubiera cerrado la puerta-. ¡Quiero que se interrumpa este divorcio! ¡No permitiré que Darley tenga la satisfacción de ver heredar a su hijo, que jodan a ese cabrón! ¡Por mí la fulana y su prole se pueden pudrir en el infierno pero continuará siendo mi esposa!

– No le recomiendo pavonearle al rey -le aconsejó Kenyon. Que Pitt llevara el tema del divorcio era una abierta declaración del apoyo del rey.