– Esta noche -dijo Darley, sin mostrar compasión por Grafton.
– ¿Esta noche? -Elspeth se quedó sin aliento.
Darley arqueó ligeramente las cejas, y un destello de diversión brilló en sus ojos.
– Espero que no te estés echando atrás.
– Una pequeña ceremonia en la Sala Rembrandt sería preciosa -se interpuso la duquesa. Le resultó imposible abstenerse de dar su opinión cuando todos los desalentadores obstáculos que impedían el matrimonio habían dejado de serlo. Además, había conocido a la primera esposa de Grafton. Posiblemente nadie podría apenarse por la defunción de su esposo-. Di que sí, querida -engatusó la duquesa a Elspeth, con una sonrisa.
Elspeth miró a su hermano, que le devolvió una amplia sonrisa y le dijo:
– ¿Por qué esperar?
No encontró una respuesta razonable a una pregunta tan sencilla. La muerte de Grafton no afectaba a su decisión. Sólo sintió un gran alivio porque él y su crueldad habían desaparecido de su vida.
– Depende de ti, amor -murmuró Darley, gentilmente, cuando él habría preferido traer a un pastor antes de que pasara otro minuto. La besó ligeramente en la mejilla-. Tú decides.
Sus ojos resplandecían, mientras su amor por él era infinito. Y sin duda, su bebé merecía una madre menos indecisa.
– La Sala Rembrandt suena muy bien -le dijo Elspeth.
– ¡Bravo, querida mía! -exclamó la duquesa, zanjando cualquier otra incertidumbre-. Ahora, si me excusáis… -hizo un gesto a su marido e hija- a todos -añadió con una sonrisa-. Venid, todos -añadió, abarcando a todo el servicio con un gesto de la mano-. Hay mucho por hacer. -Justo antes de salir del vestíbulo se volvió-. ¿Qué os parece a las diez?
– Las ocho -replicó su hijo, Elspeth se retiraba a dormir más temprano desde el embarazo.
– ¡Entonces a las ocho! -gorjeó la duquesa, y salió apresurada, seguida de una multitud de sirvientes.
– Creo que les gustas -le dijo Darley con una sonrisa.
– Creo, más bien, que estaban desesperados porque no ibas a casarte nunca y no quieren correr riesgos.
– Siempre que tú corras ese riesgo conmigo -le dijo, estirándola hacia él-. Estoy contento.
– Cómo no voy a aceptar, si estoy tan profundamente enamorada que no puedo vivir sin ti.
– Ni yo sin ti. Un fenómeno asombroso, diría. Hace que uno se cuestione si no existen también las hadas y los duendes, puesto que el amor era algo igual de fantástico hasta hace bien poco.
– Sintiéndome en un verdadero cuento de hadas ahora mismo, estoy dispuesta a creerme cualquier cosa.
– Créetelo. Nos vamos a casar.
– La gente comentará, ¿verdad? Sobre la premura inapropiada, tan poco tiempo después de la muerte de… -Elspeth no se atrevía a pronunciar el nombre de Grafton.
– No importa lo que diga la gente. -Aunque algunos de sus amigos iban a perder una buena suma. El consenso general en el registro de apuestas del Brook era que no se casaría en, al menos, otros cinco años.
– La gente hará sus cuentas, supongo.
– Déjales.
Elspeth dibujó una gran sonrisa.
– Haces que todo parezca tan fácil.
– Lo será, amor -le dijo. Las prerrogativas de generaciones de ancestros ducales y su fortuna fomentaba su seguridad-. Te lo prometo.
Se casaron esa misma noche gracias a un permiso especial, con la sola asistencia de la familia. Las sensacionales noticias causaron más agitación que el último ataque de locura del rey.
Todos los periódicos de la ciudad se disputaron el titular más provocador: «El matrimonio fugitivo», «La novia afortunada», «Darley cazado», «Déjale y vuela conmigo (la muerte toma parte)», «La viudez más breve».
Naturalmente, con el aroma del escándalo flotando en el aire, todo el mundo, alegando el más mínimo parentesco con Westerlands House, llamó al día siguiente, sólo para volver por donde habían venido. La familia se retiró al campo por un período de tiempo indefinido.
En los meses siguientes, la joven pareja permaneció recluida en una de las varias propiedades que poseía el duque o el marqués, eligiendo finalmente Oak Hill en Lincolnshire, donde la marquesa dio a luz a un niño en febrero.
La familia pasó el verano en el campo, donde creció el recién nacido, como creció el amor hacia él y entre los dos. Cuando el Parlamento abrió sus puertas en otoño, volvieron a la ciudad y el té de bienvenida, largamente aplazado, se celebró con la asistencia de los reyes.
La marquesa de Darley estaba más bella que nunca. Todo el mundo coincidía en eso. Se rumoreaba que de nuevo esperaba un hijo, aunque la observación más atenta no pudo confirmar el rumor. Pero lo que estaba seguro era el afecto permanente de su marido. No se apartó del lado de ella en toda la tarde, un cariño mutuo bastante infrecuente, opinó la alta sociedad.
Pero Darley siempre había vivido su vida libre de los dogmas de la sociedad y así continuó, inmune a los chismes y a la censura.
Con el tiempo, su familia creció en número con dos hijos y dos hijas, su cuadra de carreras se convirtió en la mejor del país y el nombre de Darley fue sinónimo de los purasangres ganadores de la mejor línea de sangre berberisca.
Fue una vida de satisfacción y alegría.
Nada podía estropear aquella perfección.
Hasta que, unas décadas más tarde, después de la batalla de Waterloo, Lord Darley hijo volvió a casa cambiado.
Estuvo en el grueso de la batalla en Quatre Bras, lo habían herido dos veces y dado por muerto.
Sus padres se desesperaron al principio por su salud mental. Hasta que un día conoció a una actriz.
Era un partido inapropiado, por supuesto. O eso dirían algunos.
Pero ella le hizo sonreír, cuando llevaba mucho tiempo sin hacerlo.
Su nombre era Annabelle Foster.
Susan Johnson
Susan Johnson nació en 1939, es una autora americana de numerosos bestseller románticos que encabezan la lista del New York Times. Vive en el campo cerca a North Branch, Minnesota. Siendo historiadora del arte, considera la vida de escritora el mejor de todos los mundos posibles.
Investigando sus novelas ella viaja al pasado y lugares distantes para después dar rienda suelta a su imaginación y traer a la vida a los personajes que en su imaginación habitan.