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– Ha habido ocasiones -apuntó con elegancia-. Pero éste no es el caso. Le pido disculpas.

Ella respiró, tranquila.

– Y yo a usted. No tenía derecho a sentirme ofendida. Por lo que respecta a principios sobre el dinero, no puedo apelar a la virtud.

– Tiene sus razones.

– Como tal vez las tengan sus amistades femeninas.

– Dudo que las suyas sean tan sacrificadas.

– No soy una santa, Darley. Fue pura necesidad.

– ¿Sería posible que fuéramos simplemente amigos, montar juntos en alguna ocasión? -ella le intrigaba… su franqueza, por encima de todo. No es que fuera inmune a sus exuberantes atributos, pero le había picado la curiosidad. No mostraba ni pizca del tímido pudor que se esperaría de la virginal hija de un vicario-. Modestia aparte, tengo los mejores purasangres de Inglaterra.

Ella le miró a través de sus largas y espesas pestañas.

– No me estará diciendo en serio esa banalidad de ser amigos. Y aunque hablara en serio, no podría ser por Grafton y… -sonrió- no confío en mí si me quedara a solas con usted.

Él sonrió, lleno de picardía.

– Eso me alienta.

– No debiera. Grafton está muy sano. -Ante la atónita mirada de Darley, rectificó-. Quiero decir que no puedo plantearme mantener una relación mientras todavía esté casada.

Era una santa detestable, pensó Julius. En otras palabras, era poco probable que consiguiera aquello para lo que había ido. O, al menos, no hasta que Grafton muriera, algo que distaba mucho del tipo de satisfacción instantánea que deseaba con ardor.

– Lamento que sea una mujer de principios -le dijo con una sonrisa burlona-, no tengo más remedio que aceptar la retirada. -Se inclinó e hizo una reverencia respetuosa-. Gracias por el té.

Ella soltó una risita.

– ¿No le importa quedarse e intercambiar los cumplidos de rigor mientras tomamos unos petit fours?

– No, cuando los dos estamos completamente vestidos -murmuró él, con una mirada de estupor.

– Al menos sus intenciones son claras. -Un mechón díscolo del pelo oscuro de Julius se liberó de la cinta de seda negra a la altura de su nuca. Se sentía tentada a tocarlo.

– Sí -estuvo de acuerdo Julius-. Aunque lamento haber sido rechazado.

– No tengo otra alternativa. Lo siento.

– No tanto como yo -y con un guiño pícaro se dio la vuelta para marcharse.

– Béseme antes de irse.

Por un instante pensó que había imaginado ese torrente de palabras suspiradas. Él, jugador innato, dio media vuelta.

– Yo también lo lamento, señor -añadió Elspeth suavemente, con el deseo patente en su mirada-. Y mi pesar no puede mitigarlo un harén.

Respiró hondo tratando de guardar la compostura; si ella quería un remedio para su pesar, él estaba dispuesto a complacerla. Aunque no estaba seguro de que un beso fuera un paliativo. Exhalando suavemente, dijo, tenso, con cierto comedimiento:

– No estoy seguro de poder contenerme si la beso. Permítame que rechace.

Ella no lo entendía. Él estaba mucho más allá de los besos.

– ¿Y si no lo permito? ¿Y si le beso yo a usted?

– Lo haría bajo su propia responsabilidad.

Sólo les separaban unos escasos centímetros, él estaba completamente quieto, ella, ruborizada, su respiración irregular como si hubiera corrido una larga distancia.

– No es una buena idea, -Miró a través de la ventana, no era la primera que vez que tenía amistades peligrosas-. Quizá pronto tengamos compañía. -Tal vez Julius tenía conciencia, después de todo.

– Sophie está vigilando y a mí nunca me han besado -confesó Elspeth, las palabras salían en tropel, como si corrieran a pesar suyo-. Si se lo hubiera pedido a cualquiera, ya me habrían besado, por supuesto, y no debería ser besada ahora… con veintiséis años -añadió con la respiración entrecortada.

¿Decía la verdad? ¿Veintiséis años y nunca la habían besado? Las posibilidades libidinosas le endurecieron el sexo, su erección se levantaba con un frenesí incontenible. ¿Podría penetrarla antes de que volviera la criada o su marido?, se preguntó Julius egoístamente. Aunque si nunca la habían besado, quizá su primera experiencia sexual debería durar más que los pocos minutos que tenían disponibles en aquel salón.

– ¿Nunca? -le preguntó, como si aquella cuestión de matiz disipara su idea.

– Nunca -murmuró ella, acercándosele más, diciéndose a sí misma que tal vez no se le volvería a presentar una oportunidad como aquella, de tener tan cerca a un hombre como aquél, tan magnífico, que podía morir siendo una anciana sin haber experimentado aquello, a él… El sabroso placer de besar a un hombre glorioso como Darley.

Julius le cogió los brazos a medida que se le acercaba, manteniéndola a raya, sin estar seguro de poder lidiar con aquella ardiente inocencia. O más exactamente, de manejar la situación de un modo civilizado.

Elspeth, observando hacia arriba como si mirara hacia una gran altura, aguantó la mirada de Julius.

– Por favor… -suspiró-. Béseme, y luego béseme más…

Los ojos de Elspeth brillaban con la claridad inmaculada y azul de un cielo de verano. Su petición sonó tan triste que Julius se sintió momentáneamente abrumado.

– Se lo está pidiendo al hombre equivocado -esa inocencia en estado puro era ajena a su mundo-. No puede fiarse de que me conforme únicamente con besos.

Ella sonrió.

– No hay tiempo para más. Acérquese, Darley, ¿le estoy pidiendo demasiado?

Ahí estaba de nuevo la transformación repentina, y vio, en vez de inocencia, a una mujer con determinación. El perfume de ella le impregnó el olfato, la proximidad ponía cada receptor de su cuerpo en alerta máxima, se necesitaría a un hombre con mucha más conciencia que él para resistirse.

– ¿Y si quisiera algo más que un beso? -le preguntó, volviendo a las andadas-. ¿Y si le dijera que no tendrá ese beso si no obtengo algo a cambio?

Con un deseo incipiente resonándole en el cerebro como un redoble de tambor, sintiéndose a punto de explotar, le dijo, casi sin aliento, extremadamente excitada.

– Dígame qué quiere.

Julius le resiguió la curva de la mandíbula con la punta del dedo.

– Venga a mi mansión, mañana. Haré que Amanda se lleve a Grafton a las carreras.

– ¿Y ahora? ¿Ahora, qué? -Un apremio extraño e insaciable latió, erizó e inflamó una zona acalorada de su cuerpo.

Julius, sonriendo, enlazó sus dedos con los de ella, luego se llevó las manos de ella hasta su boca.

– Ahora tendrá besos -murmuró él, rozándose los labios con los nudillos de ella-. Y mañana… tendrá lo que quiera.

Le estaba ofreciendo el paraíso. Pero ¿se atrevería ella? Él no le había dicho «o lo tomas o lo dejas», pero tal vez no volviera a presentársele la misma oportunidad una segunda vez, ni podría volver a sentir lo que estaba sintiendo si le decía que no.

– Y si voy… -susurró. El deseo puro y voraz que se había apoderado de su cuerpo había escogido por ella-, ¿después qué?

– Le mostraría mi finca y los caballos -dijo Julius con tacto, comprendiendo que la cuestión ahora sólo era concretar el momento.

– Y si alguien nos ve…

– Nadie nos verá -la interrumpió-. Me encargaré de todo.

– Mi criada…

– Procuraré que esté ocupada -le interrumpió.

– Mi cochero…

– Le enviaré mi carruaje, al punto de encuentro que usted decida.

– Cuánto tiempo… quiero decir… -se sonrojó con sus preguntas, que la delataban.

– Todo el que desee -le dijo cordialmente, como si discutieran el día y la hora para una diversión de lo más inocente-. Amanda me debe algunos favores.

– ¿De verdad?

Desconcertado, Julius consideró el grado de honradez que requería una pregunta tan poco refinada.