– ¿Podemos estar juntos todo el tiempo que yo quiera? -le preguntó ella con dulzura.
– Por supuesto -asintió con rapidez, aliviado de que no le preguntara sobre Amanda.
Se le estaba ofreciendo el nirvana. La libertad. El placer.
Y más, pensó Elspeth, temblando ante la expectación de la gloria pura.
– Está fría -Darley la atrajo más hacia sí, la sujetó suavemente entre sus brazos.
– Fría no, Darley…, caliente -le dijo con una sonrisa-. Y excitada y hambrienta de otras sensaciones que me hacen temblar. Creo que un beso me calmaría añadió ella, juguetona.
– Eso cree, ¿verdad? -murmuró él con picardía-. ¿He sido negligente? -bromeó él, y recorrió la habitación con la mirada para asegurarse de que tenían intimidad.
– Más que negligente, señor -le dijo haciendo un mohín, en broma-. Definitivamente, lleva retraso en complacerme.
La palabra «complacerme» contribuyó de manera previsible a su excitación y, respirando profundamente, le dijo:
– Sólo un beso o dos hasta mañana. ¿De acuerdo?
– Aceptaré lo que sea, Lord Darley, si por fin consigo un beso suyo -asintió ella, estiró su cuerpo para alcanzarle, deslizó los dedos entre sus cabellos y tiró de su cabeza hasta que su boca entró en contacto con la de él-. Lo que sea.
No podría haber escogido peores palabras. En cuanto los labios de Julius rozaron ligeramente los de Elspeth, éste comenzó la cuenta atrás desde cien… en francés, porque aquel horrible juego del beso prometía ser una tortura. Su miembro ya estaba ansioso, un día entero les separaba de la consumación total y ese encanto pidiendo sólo un beso.
Alguien debería, Dios mediante, interrumpirles pronto.
Antes de que aquello llegara a mayores.
Mientas la suave presión de la boca de Julius se grababa en los sentidos de Elspeth, mientras la calidez aterciopelada de los labios de él rozaron los de ella, un calor trémulo se fundió a través del cuerpo de ella hasta alcanzar todas y cada una de sus células, hendiduras y pliegues, una deliciosa dicha sin parangón dentro de su limitado repertorio de placeres sensuales. Pero qué agradable era experimentar por primera vez esos placeres tan gratos con el magnífico Darley. Con un suspiro lujurioso, se abandonó a aquella fascinante sensación, deslizó los brazos alrededor del cuello de él, desvaneciéndose contra su poderoso cuerpo, saboreando su fortaleza, una fortaleza dura y musculosa. Tras seis meses al lado de un marido anciano, quizá no sólo era más susceptible, sino que también valoraba más a un hombre apuesto, viril y joven.
Por otra parte, tal vez sólo estaba respondiendo a Darley como todas las mujeres a las que él besaba.
El marqués iba por el número sesenta y cuatro y empezaba a sudar. Los exuberantes y turgentes pechos de Elspeth se apretaban contra el suyo y todas sus redondeces se revelaban deliciosamente bajo la suave muselina del vestido. Sujetándola más cerca, con las manos en la base de su espalda, llevó su carne dócil hacia su erección, dura como una roca, forzó con cuidado sus labios para que se abrieran y exploró la dulzura de su boca.
Había algo más que deseaba abrir y, tras mirar a través de las pestañas, deliberó precipitadamente en si utilizar el sofá para aliviar aquel impulso. Quizá deliberar no fuera la palabra justa, puesto que sólo tenía un pensamiento en la mente: la imagen de su miembro ansioso hundiéndose profundamente en su abertura virginal. Deslizó su brazo por debajo de las piernas de ella, la cogió en brazos y se encaminó con determinación hacia el sofá Veronés de color verde.
El hecho de que ella jadeara febrilmente, agarrada con firmeza a su cuello, cual asa de hierro, y comiendo de su boca, como si quisiera desaparecer por su garganta, sólo vino a confirmar sus impetuosos impulsos.
Él había ido más allá de unos besos, de la cordura. Estaba decidido a abrir la hendidura virginal. Y si una llamada a la puerta no hubiera interrumpido aquella dinámica, así lo habría hecho.
Elspeth chilló.
La boca de él absorbió el sonido y, un momento después, levantó la cabeza y dijo:
– Silencio.
Su voz era sorprendentemente fría, teniendo en cuenta el alcance y la violencia de sus emociones, cargadas de sexualidad. Después de dejarla en el sofá, se movió hasta la silla de al lado, se sentó, cruzó las piernas para ocultar la erección y dijo:
– Haga pasar a la criada.
Elspeth, intentando calmar el temblor de las manos, negó con la cabeza.
– No puedo -susurró ella.
Darley ensanchó las fosas nasales y respiró hondo.
– Adelante -gritó él, con una voz profunda que retumbó en la sala.
Sophie asomó la cabeza y dirigió una mirada inquisitiva a su señora, luego observó fijamente a Darley, repasándole atentamente.
– Deben de estar subiéndole por las escaleras del porche -le dijo Sophie, empujando la puerta y entrando en la sala con la tetera en las manos. Tras depositarla sobre la bandeja de té, acercó aquella bandeja de plata grabada hasta donde estaba Elspeth y la colocó en la mesa delante del sofá.
– Arréglese el cabello, cielo, y tómese una taza de té -le dijo quedamente-, le calmará los nervios.
Volvió a su silla y cogió su costura como una actriz en una obra de teatro. Cuando Grafton y Amanda entraron en el salón, Darley y Elspeth bebían té, lo que justificaba el rubor en las mejillas de Lady Grafton.
Capítulo 6
– ¿Debo suponer que has tenido éxito? -Amanda le obsequiaba con una sonrisa de complicidad mientras rehacían el camino en sentido inverso, a lomos de sus caballos.
– Al principio no.
– Pero no pudo resistirse a tus encantos.
– No estoy tan seguro -se encogió de hombros-. Podría estar dispuesta a tener cualquier aventura. Tiene veintiséis años y nunca la han besado.
– ¡Dios mío! Entonces, es cierto… ¡lo de Grafton y su noche de bodas!
– Eso parece -dijo suavemente, arrastrando las palabras.
– Qué ingenuidad, Julius -Amanda enarcó una ceja-. Puede ser un desastre en la cama.
– Si lo es -dijo esbozando una sonrisa-, no tendrás que mantener a Grafton durante mucho rato en las carreras.
– No te alcanza el dinero para pagar una tarea tan desagradable como ésa -le replicó sacudiendo la cabeza.
– Estoy seguro de que sí.
Los ojos de Amanda destellaron avaricia.
– ¿Su ausencia se vale unos diamantes?
– Lo que tu corazoncito desee.
Amanda entornó los ojos.
– Te lo estás tomando en serio, ¿no?
– Digamos que estoy curiosamente obsesionado.
– Por su virtud. Una novedad, viniendo de ti.
Se quedó un rato pensativo… la virtud de Lady Grafton no era forzosamente un atractivo, su espectacular busto no podía pasarse por alto. Por otra parte, era poco probable que fuera a salirse de su camino acostumbrado sólo por ese motivo.
– Me intriga su valentía para aceptar a Grafton, creo.
– Por favor -dijo Amanda-, ¿desde cuándo eres tan altruista?
Él contempló el campo verde y ondulado como si la respuesta a ese deseo fuera corriente que se encontrara en el paisaje bucólico.
– No eres un hombre de principios, lo sabes.
Su mirada fija se volvió hacia ella.
– ¿Cómo dices?
– No me mires de esa forma. Quiero decir en lo que a seducción se refiere.
– Podría discrepar también en eso. ¿Acaso no soy agradable?
– Cuando te conviene.
Lo mismo podría haber dicho él de ella.
– A decir verdad, no sé cuál es el atractivo de la dama, pero lo tiene -dijo él, sin ganas de discutir sobre principios, de hecho, sin ganas de discutir sobre nada-. Si tuvieras la amabilidad de enviar una nota a Grafton pidiéndole que te acompañe a las carreras, te estaría muy agradecido -le guiñó un ojo-. Pon tú misma el precio, por supuesto.