Ellie levantó la tapa de la cacerola y miró el reloj de pared de la cocina. Habían quedado en cenar, pero no sabía si Liam Quinn querría comer nada más llegar o preferiría charlar antes un rato.
Lo había invitado arrastrada por un impulso.
Después de pararse a pensarlo, comprendía que la cita suscitaba toda clase de problemas. ¿Debían cenar fuera o quedarse en casa? Si salían, ¿insistiría Liam en pagar? Dado que era ella quien había propuesto la invitación, tendría que elegir el restaurante. Y todavía no conocía casi ningún sitio en Boston. No, había tomado la mejor decisión. Había preparado una cena estupenda. Se quedarían a solas… y lo tendría todo para ella, sin distracciones.
– ¡No te hagas esto! -murmuró Ellie mientras volvía a poner la tapa en la cacerola. Se apartó de los ojos un mechón de pelo y fue al salón. Encontró el libro sobre la mesita del café y lo agarró. Se había comprado “Cómo ser amiga de un hombre” esa misma tarde, decidida a no volver a caer en la misma trampa.
La autora destacaba las ventajas de las relaciones de amistad entre hombres y mujeres, pero avisaba de que, en cuanto surgía la atracción por parte de uno de los dos, solían echarse a perder para siempre. Si no tuviera un historial tan desastroso con los hombres, tal vez habría considerado tener una aventura con Liam Quinn. Pero en esos momentos necesitaba más un amigo que un amante.
– ¡Venga!, ¿a quién pretendes engañar! -Ellie cerró el libro de golpe y abrió otro titulado: “Sinceridad: cómo tomar conciencia de tus propias necesidades”, en el que la doctora Dina Sanders aseguraba que el peor defecto que podía sufrir una persona era la tendencia a auto engañarse. Y si no era capaz de reconocer que se sentía atraída por Liam, estaba claro que era la reina del autoengaño.
– De acuerdo, está como un tren. Tiene una cara bonita, unos ojos increíbles y una sonrisa muy sensual. Y un cuerpo de pecado. Lo reconozco. Cuando se mueve, solo puedo mirarlo e imaginármelo desnudo -Ellie se paró a pensar lo que acababa de decir. Soltó una risilla y volvió a dejar el libro sobre la mesita de café-. No busques las respuestas en un libro. Busca en tu corazón -se recordó.
Era lo que recomendaba la psicóloga Jane Fleming en “Escucha a tu corazón”. Aunque no dejaba de ser paradójico, puesto que el consejo venía de un libro. En cualquier caso, era un buen consejo.
– Eso es. Seguiré mi corazón -se dijo-. Pero me aseguraré de escuchar también a mi cabeza.
Cuando el sonido estridente del timbre quebró el silencio del apartamento, Ellie se llevó una mano al pecho, sobresaltada. Notó, bajo los dedos, que el corazón se le había disparado, así que respiró profundamente para serenarse.
– Tranquila, solo es una cena de amigos -se recordó. Entonces, ¿por qué se había pasado dos horas peinándose y maquillándose-. Una cena de amigos -se repitió.
Pulsó el botón del telefonillo, luego abrió la puerta y esperó a que subiera los tres tramos de escaleras. Al llegar al rellano, advirtió que llevaba una lámpara. Entonces se cruzaron sus miradas y, por un momento, Ellie se quedó sin respiración. ¿Por qué parecía más guapo cada vez que lo veía?
– Hola -murmuró ella-. Una lámpara.
– Es para ti -dijo Liam.
Ellie se echó a un lado para dejarlo pasar. Después cerró con suavidad y se tomó unos segundos para contemplar su trasero.
– Gracias. Aunque no hacía falta.
– Sé que los hombres suelen traer flores o bombones. Pero pensé que, después de que me rompieras tu lámpara en la cabeza, te debía una.
– Gracias -Ellie sonrió mientras la agarraba-. Voy a ver si encuentro un jarrón para ponerla en agua.
– Vale. Y yo la enciendo -repuso Liam, también sonriente, antes de sacar una bombilla del bolsillo-. He estado a punto de comprar una lámpara con una base maciza, pero al final he decidido que, si se te vuelve a ocurrir golpearme, no quiero acabar en el hospital.
– ¿Cómo va la cabeza?
– Me salió un chichón, pero ya está bajando.
– Lo siento mucho, de verdad -Ellie sintió que se ruborizaba.
– ¿Por qué? Hiciste lo que debías.
– Tienes un enchufe detrás del sofá -dijo ella entonces, apuntando hacia la otra pared.
Liam puso la lámpara en la mesa, se quitó la chaqueta y dejó al descubierto una camisa blanca bien planchada y ajustada a sus hombros anchos y cintura estrecha. Ellie le agarró la chaqueta.
– La pondré en mi cuarto -dijo y pensó que podría malinterpretarla-. No es que piense que vayamos a acabar en… Es que no tengo un armario para los abrigos. Estos edificios antiguos son…
– Ponía encima de la cama -dijo Liam-. Estoy seguro de que no le dará ninguna idea.
Ellie contuvo un gruñido y corrió hacia el dormitorio. Se sentó en el borde de la cama y se apretó la chaqueta de Liam contra el pecho.
– Calma -se dijo antes de acercarse la chaqueta a la cara y aspirar-. Dios, qué bien huele -murmuró, dejó la chaqueta y volvió al salón.
Cuando llegó, Liam ya había encendido la lámpara. Si era sincera, era mucho más bonita que la que le había roto en la cabeza.
– Queda genial -comentó. Luego entrelazó los dedos y los retorció. De pronto, se le había olvidado cuál era el siguiente paso-. ¿Te apetece beber algo? Tengo vino, cerveza, zumo de naranja, Coca-Cola…
– Una cerveza, por favor.
– De acuerdo. Siéntate, en seguida te la traigo -Ellie fue a la cocina, abrió la nevera y metió la cara dentro para enfriar la temperatura de las mejillas. Sacó una botella de cerveza y luego revolvió en un cajón hasta encontrar un abridor.
– Huele muy bien.
La voz de Liam, de pie bajo el umbral de la cocina, la sorprendió mientras estaba abriendo la botella y se le escapó de las manos. Dio dos vueltas sobre la encimera antes de caerse. Por suerte, cayó en la alfombra que había delante del fregadero y, en vez de romperse, solo se le derramó encima de los zapatos.
En dos zancadas, Liam estaba a su lado. Se agachó, recogió la botella y se volvió a incorporar justo cuando ella se inclinaba para secar aquel desastre con un trapo. La barbilla de Ellie pegó con la coronilla de Liam, de modo que se mordió la lengua y gritó de dolor.
Liam le quitó el trapo, puso una esquina bajo un chorro de agua fría y se lo devolvió.
– Toma, póntelo en la lengua y aprieta fuerte.
Ellie obedeció, totalmente abochornada por su comportamiento. ¡Debía de pensar que estaba para que la encerraran en un psiquiátrico!
– Gracias -dijo ella.
– Supongo que todavía no te has recuperado del susto de la otra noche -comentó Liam.
– ¿É? -Ellie frunció el ceño- ¿or é ices eo?
– ¿Que por qué digo eso? Porque estás un poco tensa. Eso o soy yo, que te pongo nerviosa. ¿Te pongo nerviosa?
Ellie se sacó el trapo de la boca y negó con la cabeza.
– No -mintió. Debía de ser la mentira más grande de toda su vida-. Es que… no estoy acostumbrada a tener invitados. Eres la primera persona que conozco en Boston y quería hacer las cosas bien.
– No tienes que esforzarte tanto -dijo Liam al tiempo que le quitaba el paño de la mano con suavidad. Luego le tomó la mano con delicadeza, se la llevó a la boca y le dio un beso suave-. Relájate.
Ellie miró el punto donde se habían posado sus labios y soltó el aire de los pulmones muy despacio. Podía ir despidiéndose de cualquier plan platónico, pensó.
– ¿Hay más cerveza en la nevera? -preguntó Liam.
– Sí -contestó ella con voz quebrada-. Yo la saco.
– La saco yo -respondió Liam.
Ellie decidió ocuparse con el fogón, comprobó la temperatura de la salsa para la pasta que había preparado y saló el agua de otra cacerola.
– Espero que te guste la pasta.
– Como de todo, sobre todo si es comida casera. Sean y yo nos alimentamos casi de comidas para llevar y pizzas congeladas. Eso o tomamos algo en el pub de mi padre cuando le echamos una mano en la barra. No recuerdo la última vez que comí algo cocinado en casa.