– Está durmiendo -dijo Liam-. Y me ha dicho que no deje entrar a desconocidos.
– ¿Qué haces en casa, que no estás en el colegio?
– Estoy malo. Tengo fiebre.
– Puedes dejarme pasar -la señora Witchell le enseñó el carné de trabajadora social-. No voy a hacerte daño. Solo quiero ayudar.
Liam cerró la puerta, luego agarró el abrigo de un montón de ropa que había frente al radiador. Salió de casa y cerró.
– No puedo dejar entrar a desconocidos, pero supongo que no pasa nada por hablar contigo afuera -dijo mientras se sentaba el escalón de arriba. Dio una palmadita a su lado instándola a que se sentara allí y la señora Witchell esbozó una sonrisa antes de hacerlo-. ¿Por qué quiere hablar con mi padre?
– Algunos de los vecinos están preocupados. Dicen que estáis solos. Que no han visto a tu padre desde el día de Acción de Gracias.
– Está aquí -contestó Liam-. Tiene un trabajo por la noche, así que de día está durmiendo.
– Eso no es lo que me cuentan -repuso ella-. Dicen que está fuera pescando.
– Pues se equivocan -Liam se encogió de hombros.
– Necesito hablar con tu padre, de verdad – insistió la mujer y Liam trató de que se le saltaran las lágrimas.
– Se enfadará conmigo si la dejo entrar – contestó cuando logro que le resbalara una por la mejilla-. Y si lo despiertas, se enfadará más todavía. ¿No puede llamarla él por teléfono? Le diré que la llame en cuanto se despierte.
– Me temo que no es suficiente.
Liam se paró a pensar el siguiente movimiento. Tenía la sensación de que no era fácil engatusar a la señora Witchell, pero también de que empezaba a ablandarse.
– ¿Quiere una taza de café? Supongo que no pasará nada si espera dentro hasta que se despierte. Y así no se enfadará conmigo.
– Una idea estupenda.
Liam se puso de pie. Dejarla entrar era un riesgo, pero tenía que hacerla creer que no ocultaba nada. Le abrió la puerta, le cedió el paso y la mujer asintió con la cabeza, patentemente impresionada por sus buenos modales. Una vez dentro, Liam la ayudó a quitarse el abrigo y la condujo al salón. Por suerte, Conor y Dylan habían limpiado la casa la noche anterior. Aunque el mobiliario era viejo, la pieza parecía ordenada.
– Voy a prepararle el café -dijo antes de desaparecer camino de la cocina y poner la tetera al mego. Luego fue de puntillas a la habitación de su padre. Notó, en la oscuridad, un bulto grande bajo las sábanas-. Seguid en la cama. Está dentro de casa -susurró.
– ¿La has dejado pasar? -protestó Brian-. Sabía que no podíamos confiar en ti para esto. ¿Qué está haciendo?
– Le estoy preparando un café.
– Genial.
– Vosotros fingid que sois papá. La sacaré de casa lo antes que pueda -Liam cerró la puerta con sigilo. Al girarse, vio que la señora Witchell lo estaba mirando desde el final del pasillo-. Sigue dormido. Voy por su café.
La mujer lo siguió a la cocina y la examinó con atención. Al igual que el salón, era un poco antigua, pero estaba limpia.
– ¿Quién cocina?
– Mi padre -dijo Liam mientras ponía una buena cucharada de café instantáneo en una taza-. Le encanta cocinar. Y es muy bueno.
– ¿Y cuando está fuera pescando?
– Entonces nos cuida la señora Smalley. También cocina bien -contestó él, rezando por que la trabajadora social no insistiera en hablar con la señora Smalley, Aunque Seamus le pagaba un salario pequeño por hacer de canguro, no solía presentarse, Y cuando lo hacía, siempre estaba borradla. Conor le había dicho hacía mucho que no necesitaban su ayuda, aunque Seamus siguiera pagándole.
Cuando la tetera pitó, la quitó del fogón. Había visto a Conor preparar café cientos de veces, pues era lo que más bebían sus hermanos cuando tenían que quedarse estudiando hasta tarde. Agarró el bote del azúcar, echó otra cucharada en la taza y la llenó con agua caliente.
– ¿Leche? -le preguntó Liam.
– No, así está bien -la señora Witchell sonrió cuando el chico le entregó la taza. Dio un sorbo y puso una mueca-. Está muy bueno… En fin, tengo que ir yéndome. Tengo otra cita en media hora. No me queda más remedio que hablar con tu padre -añadió tras dejar la taza de café.
– Pero no está despierto -contestó él en tono implorante.
La mujer lo miró un buen rato. Luego suspiró.
– Está bien. ¿Por qué no me dejas que entre un momento en su cuarto, solo para asegurarme de que está en casa? Luego te dejo mi tarjeta y le dices que me llame cuando se despierte.
Liam esbozó una sonrisa radiante. La clase de sonrisa que parecía gustar a todas las chicas del colegio.
– De acuerdo -aceptó encantado-. Pero tiene que prometerme que no hará ruido.
Luego le agarró una mano y la guió hasta la habitación. Abrió la puerta, la dejó entrar. El bulto de la cama respiraba con ligeros ronquidos, imitación perfecta de los gemelos. Liam sacó a la trabajadora social de la habitación al segundo y volvió a cerrar la puerta.
– Está bien -murmuró ella.
Cuando se despidió de la señora Witchell, apenas podía contener su alivio. Liam la miró bajar los escalones frontales y bajar por la acera hasta su coche. Solo entonces soltó un grito de victoria y, segundos después, Sean y Brian salieron de la habitación.
– ¡Se ha ido!
– ¡Sabía que podías hacerlo! -Sean agarró a Liam por la cintura y le dio un abrazo fuerte-. ¿Qué ha dicho?
– Que papá la tiene que llamar. Hoy -Liam le entregó la tarjeta. Luego se dirigió a Brian-. Ve por los cromos.
Los gemelos intercambiaron una mirada. Brian frunció el ceño.
– Hicimos un trato -reconoció Sean. Liam se acomodó en el sofá y los gemelos regresaron con sus respectivos tacos. Fue pasándolos en silencio, considerando el valor de los que quería escoger.
– Hazme un chocolate -le pidió a Sean-. Y tú cuéntame una historia -le dijo a Brian.
– Paso -se negó Brian.
– Me lo has prometido. Si no cuentas una historia sobre los Increíbles Quinn, os quito el doble de cromos.
– Cuéntale una historia -le ordenó Sean.
– Cuéntasela tú -replicó Brian.
– Yo le voy a preparar el chocolate. Y a ti se te da mejor contar historias.
– Quiero la del chico de las piedras rosas.
– Érase una vez un niño que se llamaba Riagan Quinn -empezó Brian-. Era huérfano…
– Su padre había muerto en una batalla -interrumpió Liam.
– Y su madre se estaba muriendo y lo abandonó en el bosque -continuó Brian, molesto por la interrupción-. Nadie sabía su nombre, ni de dónde venía. Las hadas lo llamaron Riagan porque significaba pequeño rey. Aunque el bosque estaba lleno de lobos, las hadas cuidaban de él y lo alimentaban con gotas de rocío de sus varitas.
– Gotas de rocío mágicas -añadió Liam.
– Sí, pero eso viene después. Esa parte no la tengo que contar todavía.
Liam se acurrucó en el sofá, mirando los cromos mientras oía la historia. Le encantaban las historias de los Increíbles Quinn. Sobre todo esa. Cuando su padre o alguno de los hermanos mayores decidía contar una historia, casi podía ver el paisaje de Irlanda. Brendan era el que mejor las contaba, seguido por su padre. Pero en las historias de su padre, las mujeres siempre eran el enemigo y Liam no estaba seguro de que eso le gustara.
– Un día, una pobre vagabunda iba por el bosque en busca de comida para su familia y se encontró con el niñito. Pero, ¿dónde estaban los padres del bebé?, se preguntó. Probablemente estarían haciendo lo mismo que ella, recogiendo comida en el bosque. Así que se sentó a esperarlos.
– Pero nunca volvieron porque Riagan no tenía padres.
– Sí los tenía. Lo que pasaba era que nadie sabía quiénes eran -contestó Brian.
– No los tenía. Era huérfano -dijo Liam.
– Si tan bien te la sabes, ¿por qué no la cuentas tú? -Brian miró el cromo que su hermano acababa de escoger-. Ese ni hablar.