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Pero, en vez de abrir la segunda puerta de la izquierda, abrió la primera y entró en una habitación iluminada únicamente con una luz roja en la pared del fondo. Se dio la vuelta para salir, pero, en el último momento, le pudo la curiosidad. Había fotos colgadas y la única ventana estaba pintada de negro. ¡Estaba en el cuarto oscuro de Liam!

Intrigada, examinó las fotografías que se extendían de pared a pared. Los retratos de personas anónimas eran los más llamativos: camareras, basureros, guardias de tráfico. Había ido a más de una galería de arte en Nueva York y la obra de Liam era tan buena como la que se exponía en aquellas salas.

Tenía talento y, a través de sus fotos, pudo intuir algo de su personalidad. A través del objetivo, era capaz de ver cosas que un observador normal no captaba, la belleza de la vida cotidiana, una integridad que hablaba más de él que de los objetos retratados.

Se giró hacia unas fotos que colgaban sobre la mesa. Estaban tomadas de lejos y un poco desenfocadas. Se acercó e intentó averiguar qué le llamaba tanto la atención. De pronto, sintió un nudo en el estómago. Agarró una de las fotografías, fue a la entrada y encendió la luz.

– ¡Dios'. -murmuró. Aquella no era una foto de una persona cualquiera. ¡Era una foto de ella!, ¡en bata'., ¡en el apartamento!

Corrió de vuelta a la mesa y empezó a descolgar hasta la última foto. Todas de ella, algunas en el apartamento, otras delante del portal, con más o menos ropa. Pasó un buen rato hasta que logró respirar con normalidad. Tenía la cabeza obturada, el corazón detenido. Podía ser que tuviera talento, ¡pero también era un voyeur pervertido!

Ellie respiró profundamente, tratando de serenarse. Agarró las fotos y los negativos, resuelta a robar hasta la última imagen de ella. Cuando terminó, regresó al dormitorio.

Había estado tan preocupada por su seguridad que no había reconocido el auténtico peligro. En menos de dos minutos, se vistió y guardó sus cosas en la mochila, fotografías y negativos incluidos. Entonces oyó que se abría la puerta de la entrada, unas pisadas en el salón. Maldijo en voz baja. Habría preferido marcharse sin tener que hacerle frente. Al fin y al cabo, un hombre que la fotografiaba a escondidas podía ser realmente de temer. Haría trizas las fotos, se las tiraría a la cara y se iría, amenazándolo con llamar a la policía si intentaba volver a acercarse.

– Así aprenderá.

Pero no fue a Liam con quien se encontró en el salón, sino a Sean. Parecía sorprendido, a pesar de que sabía que había pasado la noche allí. Ellie le puso las fotos delante de las narices.

– Quiero que le digas al psicópata de tu hermano que sé lo que ha hecho. Si no quiere terminar en la cárcel o en algún centro psiquiátrico, más vale que se aleje de mí.

Sean abrió la boca, luego la cerró sin decir palabra.

– De acuerdo.

Ellie se guardó las fotos, abrió, salió y cerró de un portazo. Pero al llegar a la acera, no supo qué hacer. No tenía coche, no veía ningún taxi ni parada de autobús alguna y no sabía bien dónde se encontraba.

– No debería haber venido a Boston -murmuró mientras echaba a andar calle abajo-. Debería haberme quedado en Nueva York, seguir con mi trabajo y soportar a Ronald Pettibone. Este viaje estaba maldito desde el principio.

No le había costado tanto superar los dos allanamientos, el intento de atropellamiento o el incidente del ladrillo teniendo a Liam Quinn al lado, como premio de consolación. Pero de pronto tenía que añadirlo a la lista de desastres que la habían perseguido desde que había llegado a Boston.

– No puedo creer que haya confiado tanto en él -Ellie se mordió el labio inferior para que no le temblara-. No puedo creer que me haya acostado con él.

Su historial con los hombres había pasado de malo a absolutamente lamentable. Se había jurado no tener aventuras en un año, darse un tiempo para recuperarse. Pero Liam Quinn había resultado demasiado dulce y encantador, increíblemente heroico.

Mientras andaba, empezó a repasar los acontecimientos de los anteriores días desde otra perspectiva. Sí, era verdad que la había rescatado más de una vez. Pero quizá lo había planeado todo para llevársela a la cama.

– Maldita sea -murmuró-. Podría ser un psicópata pervertido.

Aceleró el paso, encaminándose hacia una calle ancha con tráfico. Cuando por fin vio a una pareja de ancianos, se acercó, les explicó adonde quería ir y le indicaron la parada más cercana para ir al centro de Boston.

Pero una vez en el autobús, dudó si de veras quería volver al apartamento. Quizá debía irse de Boston, dejarlo todo atrás y empezar de cero en cualquier otra ciudad. En Chicago o San Francisco. Hasta podía volver a Nueva York. Allí tenía amigos, le resultaría más fácil encontrar trabajo. Y volvería a la rutina de antes… sin Ronald Pettibone, sin hombres. Llevaba encima el bolso y las tarjetas de crédito. El resto de las cosas le daban igual.

No paró de darle vueltas a la cabeza. Podía hacerlo. Y de ese modo se aseguraría de no volver a ver a Liam. Miró por la ventanilla el tráfico de una mañana de lunes. Quizá fuera hora de dar otro giro a su vida.

Liam abrió la puerta con el pie y entró. Llevaba dos tazas de café en una mano y una bolsa con donuts sujeta entre los dientes. Sacó las llaves de la cerradura con la mano libre, cerró. Al llegar al salón, lo sorprendió encontrarse con Sean.

– Buenos días -dijo Liam tras dejar la bolsa de donuts sobre la mesa.

– Buenas.

– No sabía que fueras a venir tan pronto. Te habría traído un café. ¿Cuándo has llegado?

– Hace un rato.

– ¿Algo nuevo sobre Pettibone? -susurró Liam.

– No de momento.

– Bueno, me encantaría quedarme, pero tengo que servir un desayuno -dijo Liam, camino del dormitorio.

– Se ha ido.

– ¿Se ha ido? -Liam frenó en seco y se giró hacia su hermano-. ¿Qué le has dicho?

– Nada. Pero ella tenía un montón de cosas que decirte. Me da que entró en el cuarto oscuro.

– ¡Maldita sea!

– ¿Qué es lo que ha visto?

– Revelé las fotos que le había hecho desde el desván y estaba muy… ligera de ropa.

– ¿Estaba desnuda?

– No, ¿me tomas por un pervertido?

– Ella sí. Cree que eres un psicópata. Un gusano.

– ¿Ha dicho eso? -Liam cerró los ojos y gruñó.

– No, pero estoy seguro de que lo piensa. ¿Cómo has podido fastidiarlo todo de esta manera?

Liam le lanzó la bolsa de donuts con todas sus fuerzas, pero Sean la agarró al vuelo con reflejos.

– Gracias. Me muero de hambre.

– Tengo que encontrarla -dijo Liam-. Tengo que explicárselo.

– ¿No irás a decirle la verdad?

– No sé lo que le voy a decir -Liam se encogió de hombros-. Pero tengo que encontrar alguna forma de explicárselo.

– Te gusta mucho, ¿verdad? -dijo Sean.

– Eso es poco -murmuró mientras sacaba del bolsillo las llaves y salía del apartamento.

Condujo de Southie a Charlestown en tiempo récord, sorteando el tráfico mientras trataba de decidir qué le diría a Ellie. Al principio pensó en contárselo todo y confiar en que su instinto no le fallara. Pero si resultaba que al final sí había robado en el banco, Ellie no tendría más remedio que huir y no volvería a verla.

Con las demás mujeres siempre había sido todo muy sencillo. Pero Ellie era distinta. Lo hacía sentirse confundido, emocionado, frustrado y satisfecho todo a la vez. Y la idea de perderla le revolvía el estómago.

Se había enamorado de muchas mujeres… o había creído que lo estaba. Pero nada era comparable con lo que había llegado a sentir por Ellie en tan poco tiempo. ¿Sería amor de verdad la sensación perturbadora que lo invadía siempre que estaba con ella?

Apenas habían pasado dos semanas desde que la había conocido. La gente no se enamoraba tan rápidamente. Liam se acordó de las historias de su padre sobre la maldición de los Increíbles Quinn. Seamus Quinn los había prevenido contra los peligros de sucumbir al poder de una mujer. Y, por primera vez en su vida, Liam comprendía a qué se refería su padre. Todo apuntaba a que aquello acabaría fatal y se le partiría el corazón.