Liam miró hacia las sombras, entre telarañas. Sabía que, en algún rincón oscuro, había murciélagos preparados para atacarlo. ¡Odiaba los murciélagos!
– ¿No podía hacer un poco menos de frío?
– La suite presidencial del hotel Four Seasons no estaba libre -contestó Sean con ironía.
– Resulta que esta noche tenía una cita. Se suponía que había quedado en el pub con Cindy Wacheski a las diez.
– Se te van a acabar las mujeres de Boston – murmuró Sean.
– Por suerte, no hay día que no lleguen nuevas -dijo Liam-. Podría presentarte alguna. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última? Pareces necesitado de sexo -añadió tras levantar la cámara que le colgaba del cuello, mirar a su hermano por el objetivo y disparar.
El flash iluminó el desván y Sean maldijo al tiempo que se cubría los ojos con una mano.
– ¿Qué haces? ¡Cualquiera puede ver el flash desde la calle!
– Seguro que hay decenas de turistas contemplando este edificio. No me extrañaría que formase parte de las visitas guiadas de Boston – se burló Liam-. ¿No podías haber encontrado un sitio con calefacción?, ¿qué puede haber aquí que merezca la pena fotografiar?
– No es aquí. Es en la calle de enfrente. Mira. Liam sacó el teleobjetivo de la funda y lo puso en lugar del que había en la cámara. Se acercó a la mugrienta ventana del desván y echó un vistazo a la calle. No advirtió nada especial. La acera de abajo estaba vacía y la calle, flanqueada de coches aparcados.
– Es un caso importante -dijo Sean-. Si te metes, te metes hasta el final. Nada de rajarse luego.
– Al menos podías fingir que me aprecias más -murmuró Liam-. Soy tu hermano y tu compañero de habitación. Pago la mitad del alquiler, limpio lo que ensucias y tomo nota de tus mensajes cuando estás fuera de la ciudad. No tengo por qué ayudarte en este caso. Ya tengo mi propio trabajo. ¿Y si el Globe me hace un encargo? Necesito estar disponible. ¿Viste la foto que me publicaron la semana pasada en la página tres de la sección de deportes?
– Te pagan dos duros. Y hace tres meses que no pagas el alquiler.
– Bueno, sí, estoy pasando una mala racha.
– Si me ayudas en este trabajo, dividiré mis honorarios a medias contigo.
Sean llevaba cuatro años trabajando intermitentemente como detective privado, desde que había dejado la academia de policía o, para ser exactos, desde que lo habían expulsado por insubordinación crónica. De los seis hermanos, Sean era el raro: tranquilo, reservado, muy celoso de su intimidad. Solo se sentía realmente a gusto con sus hermanos y la mitad de las veces estos no conseguían imaginar qué tendría en la cabeza; sobre todo, en el último año más o menos.
La mayoría de los casos consistía en seguir la pista a cónyuges adúlteros. Completaba sus ingresos sirviendo en el pub de su padre y, cuando necesitaba ayuda, acudía a su hermano pequeño, A Liam siempre le venía bien ganarse unos dólares extra.
Sean era un detective fantástico. Siempre le había gustado observar en silencio a quienes lo rodeaban. Su hermano mayor, Conor, era el estable, y Dylan, el fuerte. Brendan siempre había sido un soñador, un aventurero. Y al gemelo de Sean, Brian, le gustaba ser protagonista, era sociable y muy seguro de sí mismo.
Y luego estaba él. Le habían puesto su etiqueta en los últimos tiempos: Liam era el seductor, el chico guapo que iba por la vida con más amigos y admiradoras de los que podía contar. Aunque siempre había creído que sus habilidades sociales eran corrientes, la gente se sentía atraída hacia él. Desde pequeño, había aprendido a engatusar a los demás. Les leía el pensamiento y comprendía exactamente lo que querían de él. Y si tenía que darles algo a cambio, les daba lo que querían. A veces no era más que una sonrisa, un halago o unas simples palabras de ánimo.
Y quizá por eso fuera tan buen fotógrafo: le bastaba mirar a través de la cámara para ver la historia que se escondía detrás de las personas a las que fotografiaba: todos sus temores, dudas y conflictos. Sabía lo que el público quería ver en una fotografía y se lo daba. Por desgracia, los directores del Globe consideraban su trabajo demasiado artístico para un periódico.
– Quiero fotos de prensa -le decía su jefe-, no una maldita obra de arte.
– ¿Y cuánto dinero es eso? -preguntó Liam volviendo a la realidad.
– Estamos trabajando para un banco -contestó Sean-. La junta directiva ha descubierto un agujero de un cuarto de millón de dólares. Creen que se trata de un caso de malversación de un par de empleados. Agarraron el dinero y se largaron. Después de localizar a uno de ellos en Boston, me llamaron. Si encontramos el dinero, nos llevamos el diez por ciento.
Liam pestañeó asombrado. Dividido entre dos, ¡eran más de doce mil dólares! Era más de lo que ganaba en un año como fotógrafo.
– ¿Por qué no llaman directamente a la policía?
– Cuestión de imagen. Centran sus campañas de publicidad en la seguridad y les perjudicaría reconocer que los han engañado.
– Está bien. Me apunto. ¿Qué estamos buscando?
– Vive ahí -dijo Sean tras retirar las cortinas apolilladas, apuntando hacia una ventana de enfrente.
– ¿Quién? -preguntó Liam. Cuando Sean le entregó la foto de una mujer, la ladeó hacia la luz procedente de una farola de la calle. Tenía un aspecto muy normal, tenía gafas, llevaba el pelo recogido hacia atrás, una camisa muy formal y un pañuelo enrollado al cuello con arte-. Se parece a mi profesora de tercero, la señorita Pruitt.
– Eleanor Thorpe, veintiséis años, licenciada con honores en Harvard, Empresariales. Entró de contable en el Banco Intertel de Manhattan nada más licenciarse. Una empleada ejemplar. Hace mes y medio dimitió sin dar explicaciones y vino a Boston. Está buscando otro trabajo en el mismo sector. Llamó a Intertel para pedir una carta de recomendación.
– ¿No es un poco raro para ser una malversadora?
– Puede ser una estrategia para que no sospechen de ella. Vive en el tercer piso, el último. Todas las ventanas son de su apartamento: el dormitorio a la derecha, el salón en la izquierda. Vigílala, toma nota de las visitas que recibe, apunta sus movimientos -Sean le entregó una segunda fotografía, esa de un hombre de aspecto conservador-. Es su cómplice, Ronald Pettibone, treinta y un años, trabajaban juntos en el banco. Quiero saber si viene a buscarla. Necesito fotos en las que aparezcan juntos.
– ¿Y ya?, ¿solo tengo que esperar a que venga?
– Exacto. Si cometieron la estafa juntos, tendrán que ponerse en contacto para repartirse el botín. Cuando vuelva de Atlantic City…
– ¿Qué pasa en Atlantic City?
– Hay un marido adúltero -dijo Sean-. Rico. Y una cláusula de indemnización por infidelidad en un contrato prematrimonial. La mujer necesita pruebas.
– ¿Por qué no me dejas que haga yo ese trabajo y tú te quedas aquí, helándote en el desván?
– Quiero saber a quién ve, dónde va -continuó Sean.
– ¿Por qué no le pinchas el teléfono o le pones micros dentro de casa?
– Te pueden encarcelar por eso.
– ¿Y por espiar no?
– No.
– ¿Qué tiempo estarás fuera? Si yo fuese a Atlantic City, me divertiría un poco, conocería a algunas mujeres, iría a algún casino. Conozco a una señorita con un trasero impresio…
– Es un viaje de trabajo -atajó Sean.
– Cuesta creer que seas un Quinn -Liam rió-. Está claro que te pasaron por alto cuando estaban repartiendo los genes de la familia.
– Tengo mejores cosas que hacer que dedicarme a perseguir mujeres -murmuró Sean.
– Oye, que yo no persigo mujeres. Son ellas las que me siguen. Lo que no entiendo es por qué te siguen persiguiendo a ti. Quizá les guste ese aire distante que tienes. O se lo toman como un reto. Estoy deseando que la maldición de los Quinn te atrape.
– No pasará si me mantengo alejado de las mujeres -contestó Sean-. Eres tú quien debería preocuparse.