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– Se está cometiendo un robo -informó Liam-. Summer Street seis diciesiete. Manden una patrulla de inmediato.

Liam encontró el portal abierto y subió de dos en dos escalones, extremando el sigilo a medida que se acercaba. Sabía que la policía tardaría varios minutos en llegar y deseó no encontrarse con algún loco armado con una pistola.

Cuando llegó a la tercera planta, empujó la puerta despacio y esperó a que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad. Luego vio una silueta de estatura y peso normal recorriendo el salón, con la cara tapada con un gorro de esquiar. Liam respiró profundo. Debía aprovechar el elemento sorpresa para reducir a aquel tipo. Si conseguía desequilibrarlo y tirarlo al suelo, él era más grande y terminaría ganando al intruso en el forcejeo.

Se armó de valor y rezó para que el tipo no tuviera un arma. Luego se lanzó contra el ladrón, arrollándolo por la espalda y haciéndolo caer al suelo.

Eleanor Thorpe abrió los ojos de golpe y, por un momento, no supo dónde estaba… ni qué la había despertado de su sueño profundo, Pero al oír el golpe procedente del salón, se incorporó como un resorte y se desperezó de inmediato.

Contuvo la respiración mientras se preguntaba si el ruido habría procedido del exterior. Había echado el cerrojo antes de acostarse y vivía en un tercero, demasiado alto para que entraran por la ventana. Pero era muy fácil colarse por la entrada de atrás. Tras marcharse de Manhattan, sabía de sobra tos peligros de vivir en una ciudad, ¡Y era evidente que alguien cataba en el apartamento!

La cabeza empezó a darle vueltas: ¿debía llamar a la policía y echar el pestillo del dormitorio después?, ¿o ponerse a salvo primero? Estiró un brazo hacia la mesilla de noche y recordó que allí no tenia teléfono, solo en el antiguo apartamento de Nueva Cork.

Salió de la cama, avanzó de puntillas hasta la puerta. ¡Y descubrió que no tenía cerrojo' ¿Qué podía hacer? Ellie respiró profundo. Tenía dos opciones; buscar un teléfono o enfrentarse a quienquiera que estuviese rondando por el salón. Y una tercera: esconderse debajo de la cama. O gritar hasta que alguien acudiera en su auxilio: esa era la cuarta,

Hizo acopio de valor y echó a andar por el pasillo. Entró en el salón y agarró una lámpara. De pronto vio una figura en medio de la oscuridad. Ellie gritó tan alto como pudo y luego le dio con la lámpara en la cabeza. La base de cerámica se resquebrajó y el hombre maldijo mientras se caía de rodillas.

– ¿Qué haces? -preguntó él, frotándose la cabeza-. ¡Me has hecho polvo!

Ellie apretó la lámpara, dispuesta a rematar al intruso. La levantó.

– Túmbate y pon las manos detrás de la cabeza.

– ¿Qué! He venido a…

– Hazlo -lo amenazó ella-. O te dejo inconsciente.

– Yo no soy el ladrón -dijo mientras apuntaba a un lado con un dedo- Era él.

Ellie miró en la dirección que le señalaban y vio una silueta arrastrándose hacia la salida del apartamento. Su primer impulso fue encontrar otra lámpara y tirársela a la cabeza. Pero ya tenía a uno de los ladrones. Cuando confesara, la policía conseguiría detener al otro.

Por el rabillo del ojo intuyó un movimiento, justo cuando el hombre del suelo se lanzaba contra ella. Soltó un pequeño grito de alarma y le estampó los restos de la lámpara sobre la cabeza. El hombre se desplomó contra el suelo mientras el otro intruso huía por las escaleras. Luego, con la respiración acelerada, Ellie corrió al interruptor y encendió la luz.

El hombre que estaba tumbado sobre la alfombra oriental no parecía tan intimidante como a oscuras. Le dio un pequeño golpecito con el pie para asegurarse de que estaba desmayado y corrió en busca de algo para atarle las manos y los pies. Se tuvo que conformar con cinta de embalar y unas medias.

Lo ató como si fuese un pavo en el día de Acción de Gracias, sentada sobre su espalda, uniéndole los pies a las manos. Luego exhaló un suspiro y le registró los bolsillos en busca de algún documento que lo identificara. Si conseguía escapar, al menos tendría su nombre.

El hombre emitió un ligero gruñido y Ellie se retiró sobresaltada. Agarró el auricular y marcó el teléfono de la policía.

– Estoy llamando a la policía -le gritó-. No intentes escapar.

– No te molestes -murmuró él-. Ya llamé yo mientras venía.

– ¿Qué quieres decir?

– He venido a ayudarte. Vi que el tipo ese se estaba colando en tu apartamento y lo seguí.

– No te creo -Ellie frunció el ceño.

– Pues no me creas -dijo Liam-. Ya te lo dirá la policía.

La operadora de urgencias respondió y cuando Ellie le indicó la dirección, le comunicaron que la policía ya estaba de camino. Ellie le dijo que había atado al ladrón y que permanecía a la espera de los agentes. Luego colgó y miró a su presa. Decidió que necesitaba otro arma, así que corrió a la cocina y agarró el cuchillo más grande que encontró. Se sentó sobre el brazo del sofá y lo observó con precaución.

El ladrón puso una mueca de fastidio mientras giraba en busca de una posición más cómoda.

– Estos nudos están un poco fuertes.

– Cállate -dijo ella.

Y ambos se quedaron en silencio. Ellie intentó serenar el ritmo de sus latidos y no desfallecer todavía.

– ¿Qué crees que buscaba? -preguntó el ladrón.

– ¿Quién?

– El tipo al que has dejado escapar. ¿Te falta algo? Cuando entré, estaba revolviendo tu escritorio. ¿Tienes dinero dentro?

– No pienso decirte dónde guardo el dinero -contestó Ellie. Para ser un delincuente, se preocupaba muchísimo por su bienestar. Un hombre tan guapo no debería tener que vivir al margen de la ley. Le abrió la cartera y empezó a husmear-. Dime… Liam Quinn, ¿qué te hizo meterte en el mundo de la delincuencia?

– ¿Por qué estás tan segura de que soy un delincuente?

No lo estaba. Pero los delincuentes no eran famosos por su sinceridad. Y no se dejaría engañar así como así.

– Sí no lo eres, ¿a qué te dedicas entonces?

– Soy fotógrafo -respondió-. Colaboro con Globe y una agencia de noticias. En la cartera hay un recorte, junto al dinero. Es la primera foto que publiqué.

Ellie sacó el recorte de periódico doblado y lo extendió sobre su rodilla. En la foto aparecía una niña pequeña vestida con una chaqueta enorme de bombero, agarrada a un osito de peluche. Miró el pie de foto y comprobó que el autor era Liam Quinn.

– La hice hace tres años. La casa se incendió. Su familia lo perdió todo.

– Parece tan triste -murmuró Ellie.

– Sí. Lo estaba. Pero esa foto les dio mucha publicidad. La gente empezó a mandar dinero y, al terminar la semana, se había creado un fondo para ayudar a la familia a recuperar lo que habían perdido. Sentí que había hecho una buena obra – Liam trató de liberarse, suspiró impacientado-. ¿Te importa aflojarme los pies? Noto un tirón en el muslo que me está matando. Prometo que no intentaré huir.

Ellie dudó, miró la foto. Echó un vistazo al resto de la cartera. Encontró un pase de prensa del Globe, tres tarjetas de crédito y una fotografía de una familia en una boda: una pareja mayor estaba de pie junto a la novia, preciosa, y un novio apuesto. Estaban flanqueados por seis hombres altos, morenos y atractivos. Uno de ellos era Liam Quinn.

La cosa no encajaba. Realmente parecía un hombre agradable. Quizá fuera verdad que había ido a ayudarla.

– Tengo un cuchillo -le dijo-. Y quiero que sigas en el suelo.

– Trato hecho.

Ellie se acercó, le desató los pies. Luego retrocedió. El hombre se puso boca arriba, avanzó hacia el sofá y se recostó contra él. Por primera vez, pudo verle la cara claramente y la foto de la cartera no le hacía justicia. Delincuente o no, era el hombre más guapo que jamás había visto. Y tenía una brecha en la frente de la que goteaba sangre.

– Estás herido -murmuró.

– No me extraña -Liam sonrió-. Me has dado un buen golpe.