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– ¿Y qué hacías en el…? -Conor paró-. No me lo digas. Estabas ayudando a Sean en uno de sus casos, ¿verdad? Sabes de sobra que siempre se mueve al borde de la ley. ¿Qué es esta vez?, ¿otro de sus divorcios?

– Bueno, como diría Sean, sus clientes esperan la máxima confidencialidad. Solo puedo decir que estaba vigilando el apartamento. Le dije al poli que estaba paseando y se lo tragó.

– ¿Pudiste ver al ladrón?

– Estaba a oscuras y llevaba un gorro de esquiar -Liam negó con la cabeza-. No era muy alto. Un metro setenta o algo así. Ni muy grande. Y era algo patoso. No parecía un camorrista. Ya se lo he dicho a los polis.

– ¿No me vas a decir en qué clase de caso estáis trabajando?

– Creo que es mejor que no preguntes. Y no hemos infringido ninguna ley… al menos de momento. Lo juro.

– Aparte de que estabas en la calle, ¿le has dicho a la policía alguna otra mentira? -quiso saber Conor.

– No.

– Bien. Si la mujer no insiste en presentar cargos, no creo que pase nada.

– Eleanor. Ellie Thorpe. Es muy agradable. Algo nerviosa, pero agradable.

– ¿Qué? -Conor enarcó una ceja-. ¿Hablaste con ella?

– No pude hacer mucho más después de que me atara. Se me hizo eterno hasta que llegó la policía.

– ¡Santo cielo! -Conor soltó una carcajada-. ¿Te cuelas en la casa de una mujer, te ata y, aun así, consigues ligártela? ¿Te dio su teléfono?

– No -Liam se encogió de hombros y sonrió-. Pero sé dónde vive.

Conor dio un trago largo de cerveza. Luego se levantó de la banqueta y sacó las llaves.

– Sabes lo que esto significa, ¿verdad? Cuando un Quinn acude en auxilio de una mujer, está acabado. Has caído en sus garras, Li. No hay vuelta atrás.

– No pensarás que me creo toda esa basura de los Increíbles Quinn, ¿verdad? -contestó Liam-. He hecho una buena obra, nada más. No volveré a verla.

No le daba miedo exponerse al amor. Sabía arreglárselas para que no lo cazaran del todo y siempre era él quien rompía antes de que las relaciones se consolidaran. Además, no tenía intención de tener una relación con una presunta malversadora.

– Mantente alejado de ella. Podría decidir presentar cargos en tu contra y solo tengo influencia con los chicos de esta comisaría -Conor suspiro-. Por cierto, estamos pensando en reunimos para el bautizo de Riley. Olivia te mandó una invitación. ¿La has recibido?

– Sí, me acercaré. ¿Quién más se pasará?

– Todos.

– ¿Mamá también?

– Por supuesto -dijo Conor-. Es la abuela de Riley. Y también los padres de Olivia, de Florida.

Desde que Fiona había reaparecido en sus vidas hacía algo más de un año, las reuniones familiares se habían sucedido. Primero la boda de Keely y luego habían celebrado el cumpleaños de Seamus en el pub. En mayo había sido la boda de Dylan y Meggie. Habían celebrado las navidades en casa de Keely y Rafe. Y todos se habían juntado en el hospital la noche en la que había nacido Riley, una familia grande y ruidosa, que todavía estaba aprendiendo a portarse como tal.

Aunque el padre de Liam iba reconciliándose con su esposa fugitiva, no se habían cerrado todas las viejas cicatrices. Conor había aceptado a su madre de vuelta sin hacer preguntas, al igual que Dylan y Brian. Pero Brendan había mantenido una actitud de distanciamiento, mientras que Sean se mostraba abiertamente hostil con Fiona. Liam no sabía qué sentir todavía. Aunque quería conocer a su madre, no tenía un pasado que lo uniera a ella. Se había marchado cuando solo tenía un año.

– Cuenta conmigo -dijo por fin.

– De acuerdo. Y mira a ver si puedes convencer a Sean para que venga -le pidió Conor-. No le digas que Fiona irá. Ah, tráete la cámara.

– ¿Algo más?

– Solo asegúrate de no meterte en líos hasta entonces.

– Oye, no le cuentes nada de esto a Sean, ¿de acuerdo? Me va a pagar un buen pico por ayudarlo con este caso y me vendría bien el dinero.

– No te preocupes -Conor sonrió. Luego echó a andar y, tras despedirse de Seamus, salió del pub.

Liam se terminó la cerveza y siguió a Conor afuera. Se subió la cremallera de la chaqueta y caminó calle abajo. Compartía un piso con Sean a siete manzanas del pub. Podía ir a casa y descansar o volver al desván y echar un ojo a Ellie Thorpe.

Liam sacudió la cabeza mientras se dirigía hacia la parada del autobús. No volvía por ella. Le habían encargado un trabajo y le había prometido a Sean que lo haría. Que no hubiera podido quitarse a Ellie de la cabeza desde que la había conocido no significaba nada en absoluto.

– ¡Descafeinado de máquina!

Un hombre con traje de negocios apartó a Ellie para recoger su café de la encimera. Ellie se pasó la mano por el pelo y bostezó. Contó el número de personas que tenía delante y decidió que pediría cuatro cucharadas de café, en vez de las dos de costumbre. Desde su encuentro con Liam Quinn hacía tres noches, no había conseguido dormir bien ni un día.

Lo recordó tumbado, atado sobre el suelo del salón. Sintió calor en las mejillas. Nunca había imaginado que su siguiente encuentro con un hombre atractivo incluiría un numerito sadomasoquista. Solo pensar en juegos sexuales con un hombre como Liam Quinn le bastaba para que la sangre bombeara con mucha más eficiencia que mediante cualquier dosis de cafeína.

Por suerte, la policía se lo había llevado antes de considerar más seriamente ese tipo de pensamientos. Al marcharse de Nueva York se había jurado olvidarse de los hombres durante una temporada. No porque no le gustaran, sino porque ella no parecía gustarles nunca a ellos lo suficiente. Había tenía cinco relaciones serias en otros tantos años y todas habían terminado por motivos que se le escapaban. Un día todo era perfecto y al siguiente volvía a estar sola.

Después de la segunda ruptura, Ellie había decidido que los hombres eran inconstantes. Tras la tercera, había tomado la decisión de ser más cuidadosa con los hombres que elegía. A la cuarta había empezado a preguntarse si se debía a ella. Y después de cortar con Ronald Pettibone, había llegado a la conclusión de que no estaba hecha para tener relaciones de pareja.

Ronald había sido un hombre tranquilo, modesto, entregado a su trabajo en el banco. No bebía, no fumaba, ni siquiera tenía muchos amigos masculinos. Desde que se habían conocido, solo había tenido ojos para ella. Ellie había tenido la certeza de que por fin había encontrado un hombre digno de amar. Y luego, de pronto, se había vuelto a terminar, sin razón alguna. Incapaz de seguir trabajando con él, había decidido marcharse de Nueva York y empezar de cero en Boston.

Pero no había supuesto que se sentiría tan sola. No conocía a nadie en la ciudad y, a falta todavía de trabajo, no tenía forma de hacer amigos. La única persona que la reconocía era la chica de pelo rizado que le servía el café cada mañana.

– Un café con leche en taza grande con cuatro cucharadas de café, Erica -dijo Ellie con una sonrisa radiante.

Erica la miró con extrañeza, como tratando de ubicar su cara.

– Un dólar veinte, señorita.

Ellie miró el reloj. Solo eran las siete. Empezaba el día dos horas antes de lo habitual. Tal vez Erica no estuviese acostumbrada a verla tan temprano. Ellie se dijo que debía releer uno de sus libros de autoayuda. Esa semana tenía cuatro entrevistas de trabajo y no podía permitir que la chica de los cafés hiciera mella en su seguridad.

Sacó el monedero del bolso. Ya se había presentado a otros seis bancos y le extrañaba que no la hubieran llamado de ninguno. Aunque había dejado su trabajo en Nueva York de forma precipitada, se había marchado amistosamente. Su jefe anterior no tenía motivos para dar de ella más que buenas recomendaciones. Ellie suspiró. Quizá no había muchos puestos vacantes en el sector.

Ellie pagó el café, agarró el vaso de plástico y se lo llevó a la mesa donde estaban los sobrecitos de azúcar. Echó dos y, una vez satisfecha, se giró hacia la puerta. Frenó en seco. El objeto de sus sueños insomnes estaba haciendo cola para el café, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros y una chaqueta de cuero realzando la envergadura de sus hombros.