El detective Yu tenía razón. El manuscrito consistía en una selección de poemas de amor clásicos chinos, que incluía a poetas como Li Bai, Du Fu, Li Shangyin, Liu Yong, Su Shi y Li Yu, y se centraba en las dinastías Tang y Song. Chen echó un vistazo a las primeras páginas y la traducción le pareció buena.
Había algo más destacable: la forma original -constituida por estrofa de cuatro u ocho versos- desaparecía en la traducción inglesa, la cual, en algunas ocasiones, adoptaba tina sensibilidad moderna sorprendente:
«Puede que un gusano de seda no deje de tejer
hasta que muera. Las lágrimas de una vela se secan
sólo cuando ésta se convierte en ceniza.»
Según recordaba Chen, en el original chino este poema era un pareado muy conocido sobre la pasión agotadora en sí misma. Sin embargo, no era el momento indicado para que Chen estudiara detenidamente el manuscrito. Y además, no creía que Yin hubiese traducido los poemas.
– Sí, es una traducción poética.
– No sé por qué significaba tanto para Yin.
– Quizás haya sido escrita por otra persona, por Yang, probablemente -dijo Chen-. Espera un momento… sí, aquí hay un epílogo, escrito por Yin. Sí, es de Yang. Yin sólo editó la colección.
– Por favor, llévatelo. Léelo cuando tengas tiempo. Tal vez descubras algo. ¿Querrás, por favor, jefe?
Chen aceptó, y luego le preguntó:
– ¿Has sacado algo en claro de las entrevistas?
– No, la verdad es que no. He estado entrevistando a los inquilinos de la casa durante toda la mañana. Esa hipótesis no es muy convincente.
– ¿Te refieres a la teoría de que Yin fue asesinada por uno de los residentes de la casa shikumen?
– Sí. He analizado la lista de sospechosos que elaboró Oíd Liang. Yin no gozaba de mucha popularidad en la casa, ya fuese por alguna disputa sin importancia o por su comportamiento en la época de la Revolución Cultural. Pero no existe ninguna razón lo bastante fuerte como para cometer un asesinato.
– Entonces, el asesino quizás tenía intención de robar en su habitación, pero le entró el pánico cuando ella volvió antes y le pilló con las manos en la masa. Me acuerdo que comentaste esa posibilidad con Oíd Liang.
– Es posible. ¿Pero realmente merecía la pena robar a Yin? Todo el mundo sabía que no era una mujer de negocios rica. Y el contenido de su caja de seguridad lo ha demostrado.
– Bueno, hizo un viaje a Hong Kong. Alguna persona podría haber imaginado que era rica simplemente basándose en eso.
– En cuanto a la visita a Hong Kong -dijo Yu-, he contactado con la Seguridad Nacional, con la esperanza de que me pudieran facilitar algún tipo de información. ¿Sabes qué? Me han dado con la puerta en las narices.
– Bueno, Seguridad Nacional. ¿Qué puedo decir? -repuso Chen mientras pelaba una gamba con los dedos-. A nadie le resulta fácil conseguir que colaboren.
– Son los policías de los policías. Lo entiendo. Pero en un caso como éste deberían ayudarnos, por el bien del Gobierno o de lo que sea. Su actitud no tiene sentido -opinó Yu, metiéndose un grano de soja verde en la boca-, a menos que estén escondiéndonos algo.
– Espero que no, pero lo que hacen suele tener sentido sólo para ellos. Nunca se sabe; quizás tengan un interés propio en el caso -dijo Chen-. ¿Te he contado alguna vez el primer enfrentamiento que tuve con ellos?
– No, no me lo has contado.
– Sucedió cuando yo estudiaba en la Universidad de Pekín. Publiqué unos cuantos poemas e hice algunos amigos por carta. Un día, uno de ellos me invitó a su casa, y otro invitado llegó en compañía de un poeta americano. Ese día no hablamos de nada más aparte de poesía, pero al día siguiente el secretario del Partido Fuyan, del departamento de inglés, me pidió que fuera a su despacho.
– ¿Y qué te dijo, jefe?
– Me dijo: «Eres joven e inexperto, y confiamos en ti, pero tienes que tener más cuidado. No seas tan ingenuo como para pensar que a los americanos les gusta nuestra literatura por el simple amor a la literatura» -recordó Chen-. Yo estaba desconcertado. Luego me di cuenta de que debía estar refiriéndose a la discusión mantenida sobre la poesía el día anterior. ¿Cómo podían haberle informado tan deprisa? Años después, descubrí que esa era la labor de la Seguridad Nacional. Tuve suerte porque el decano de la universidad no quería que la imagen del centro se empañara al colocar a uno de sus estudiantes en la lista negra, así que llegaron a un trato con la Seguridad Nacional.
– ¡Eso es intolerable! Sus brazos lo abarcan todo.
– Así que no te preocupes porque se nieguen a colaborar. Todavía podemos averiguar algo sin su ayuda. Deja que haga un par de llamadas.
– Eso sería estupendo.
Los tallarines llegaron, acompañados de sopa casi roja con pimienta en polvo y cebolla verde troceada. Los callos cocinados en su punto exacto, bastante fibrosos, tenían una textura agradable en contraste con los tallarines crujientes. Fue una sorpresa agradable tratándose de un restaurante familiar tan pequeño. La dueña del local permaneció de pie junto a su mesa, sonriendo, como si esperara su aprobación.
– Una comida riquísima -repuso Chen-, y un servicio también excelente.
– Esperamos que vuelva a venir, jefe -dijo la dueña con una sonrisa radiante, inclinándose antes de dirigirse a otra mesa.
Esa era otra forma de tratamiento. No tan nuevo, quizás. Antes de 1949, la gente utilizaba ese término, y últimamente estaba volviendo a extenderse.
– Es un negocio propio -explicó Yu-, un negocio privado. Sin duda quieren complacer a sus clientes, los cuales son sus jefes.
– Es verdad.
– Por cierto -preguntó Yu, con los tallarines colgando de los palillos igual que una cascada-, ¿Oíd Half Place también es un buen restaurante?
– Muy bueno, conocido sobre todo por los tallarines que sirven a primera hora de la mañana. ¿Por qué?
– El Sr. Ren, un inquilino que aparece en la lista de sospechosos, me dijo que suele ir dos o tres veces por semana. Es un hombre que se llama a sí mismo «gourmet frugal».
– Gourmet frugal. Genial, me gusta -dijo Chen-. Sí, Oíd Half Place tiene muchos clientes regulares por la mañana, cada día. Es algo así como un ritual.
– ¿Por qué?
– Has preguntado a la persona indicada. Da la casualidad que he leído sobre ese restaurante. El chef sumerge los tallarines en una cazuela enorme con agua hirviendo, de modo que los tallarines adquieren una textura crujiente especial. Pero enseguida el agua se vuelve espesa y entonces los tallarines pierden su textura. No resulta fácil cambiar el agua en una cazuela tan grande. En lugar de eso, el cocinero simplemente añade más agua fría, pero eso en realidad no es bueno. Los gastrónomos creen que los tallarines hervidos a primera hora de la mañana saben mucho mejor.
– Cielo santo, ¿tantas cosas se pueden aprender de un plato de tallarines?
A Chen le hizo gracia la expresión de asombro en la cara de su compañero.
– Y no hay que olvidar el cerdo xiao. El cerdo se derrite en el caldo de los tallarines, y después en la lengua. Se sirve en un plato aparte. Muy especial, y no es caro. Deberías ir este fin de semana.
– Tendrías que haber entrevistado al Sr. Ren, jefe. Seguro que podríais haber hablado de muchas cosas.
– Un gourmet frugal -repitió Chen, introduciéndose en la boca la última gamba que le quedaba-. No sé qué tipo de hombre es el Sr. Ren, pero según tu descripción, ya no vive a la sombra de la Revolución Cultural.
Cuando Chen llegó a casa, vio sobre la mesa una pequeña nota de Nube Blanca: «Lo siento, tengo que ir a clase. La comida está en el frigorífico. Si me necesita esta tarde, por favor, llámeme».
La comida que había preparado era sencilla pero buena. Posiblemente había comprado el cerdo ya preparado, adobado con vino, pero las rebanadas de pepino con vinagre y picante mezcladas con judías verdes transparentes parecían recién hechas y apetitosas. También había una cazuela eléctrica con arroz, todavía bastante caliente. Chen estaba convencido de que se trataba de una buena comida. Cerró el frigorífico e intentó dejar de pensar en el caso Yin. Llegados a esta fase, era una especie de rutina seguir entrevistando a los vecinos, que era lo que Yu había estado haciendo, y lo que Chen hubiera hecho, de estar trabajando en el caso.