Se trataba de una mala racha, concluyó pesimista el detective, apagando la colilla del cigarrillo contra el muro del patio. Después, volvió a su habitación.
Peiqin se estaba lavando los pies en una palangana verde de plástico. Continuó sentada en el taburete de bambú, encorvada, sin mirarle. Había charcos de agua en el suelo. Inevitable. La palangana era demasiado pequeña. Apenas tenía espacio para mover los dedos.
En sus tiempos de «juventud educada» en Yunnan, época que ahora prácticamente les parecía otra vida, sentada junto a Yu, Peiqin chapoteaba con los pies en un arroyo tranquilo y transparente que fluía detrás de su cabaña de bambú. Por aquella época, su único sueño era volver a Shanghai, como si allí el mundo entero se les fuera a presentar de igual modo que el arco iris se presenta en mitad del cielo azul. Igual que un rayo de luz sobre las alas azules de un arrendajo. Un camarón que nadaba en el arroyo se le enganchó en el dedo del pie, y ella se agarró a Yu asustada. Volvieron a la ciudad a principios de los ochenta, pero sólo para vivir en esa habitación de doce metros cuadrados, para encontrarse con la vida real. Pocas de sus aspiraciones se habían cumplido, excepto tener a su hijo Qinqin, el cual se había convertido en un chico muy alto. Para ellos, hacía tiempo que el arco iris sobre el lejano arroyo había desaparecido.
El apartamento nuevo de Tianling tenía un aseo pequeño, donde Yu tenía pensado instalar una ducha. El detective sacudió la cabeza y se dio cuenta de que, una vez más, estaba llorando por algo ya perdido.
En la mesa que había detrás de Peiqin, Yu vio una bolsa con empanadas rellenas de cerdo asado; del restaurante de Geng, supuso. El negocio iba bien. Peiqin había estado ayudando a Geng con las tareas de contabilidad y él recompensaba su trabajo con comida para llevar.
¿Sería posible que tú también, Yu, pudieras ganar algún dinero extra en tu tiempo libre?
Sonó el teléfono. Sería de la comisaría, imaginó Yu, y estaba en lo cierto.
El secretario Li, a pesar de lo tarde que era, no podía encontrar al inspector jefe Chen Cao, superior de Yu en la brigada de casos especiales. Había un nuevo caso urgente, un asesinato, por eso le llamaba.
– Yin Lige -Yu repitió el nombre de la víctima tras colgar el teléfono. Li no le había explicado mucho más, excepto que era imperativo resolver el caso. Yin debía ser una persona conocida, pensó Yu; de otro modo no habrían asignado aquel caso a su brigada, la cual se encargaba de crímenes con implicaciones políticas. Sin embargo, aquel nombre no le sonaba de nada. Yin no era un apellido común en China, y si la chica hubiera sido famosa Yu habría oído hablar de ella.
– ¡Yin Lige! -habló por primera vez Peiqin, repitiendo las palabras de Yu.
– Sí. ¿La conoces?
– Es la autora de Muerte de un Profesor Chino. El nombre del profesor era Yang Bing -añadió mientras se secaba los pies con una toalla-. ¿Qué le ha pasado?
– La han asesinado en su casa.
– ¿Tiene algo que ver el Gobierno? -preguntó Peiqin, con cinismo.
A Yu le sorprendió la reacción de su esposa.
– El departamento quiere que resolvamos el caso cuanto antes. Eso es lo que me ha dicho el secretario del Partido Li.
– Para el secretario del Partido Li todo puede ser político.
Peiqin podría estar refiriéndose a las investigaciones dirigidas bajo la responsabilidad de Li, pero también, posiblemente, a la retirada del apartamento previamente asignado. Peiqin sospechaba que la explicación de Li sobre el ajuste de cuentas a tres bandas entre corporaciones controladas por el Estado había sido una mera excusa para arrebatarles el apartamento. Yu no tenía ninguna influencia política en la oficina.
El mismo Yu también lo sospechaba, pero no quería discutir sobre el asunto en ese momento.
– ¿De qué va el libro de Yin?
– El libro está basado en su experiencia personal. Trata de un antiguo profesor que se enamora durante la Revolución Cultural. Recibió mucha atención por parte de los medios de comunicación, y durante un tiempo fue polémico -Peiqin se levantó, con la palangana en la mano-. Poco después de publicarse fue retirado de la venta.
– Deja que te ayude -dijo Yu llevando la palangana a la pila que había en el patio. Peiqin le siguió en zapatillas-. Hay muchos libros sobre la Revolución Cultural. ¿Qué hace que el suyo sea tan especial?
– La gente dice que algunas descripciones que aparecen son demasiado realistas, demasiados detalles sangrientos como para que las autoridades pudieran admitirlo -explicó-. La novela también llamó la atención de la crítica extranjera. Así que los críticos oficiales la tacharon de disidente.
– Una disidente, ya veo. Pero el libro trata de la Revolución Cultural, del pasado. Si Yin no está implicada en el movimiento democrático y liberal actual, no veo por qué el Gobierno querría librarse de ella.
– Bueno, tú no has leído el libro.
Quizás Peiqin se mostrase aún reacia a hablar, pensó Yu, tras una respuesta tan brusca. O tal vez no quisiera hablar con él sobre libros. Era algo que no tenían en común. Ella leía, él por lo general no.
– Lo leeré -dijo Yu.
– ¿Qué hay del inspector jefe Chen?
– No lo sé. Li no puede encontrarle.
– Entonces tú te encargarás de este caso.
– Eso creo.
– Si tienes alguna pregunta sobre Yang, perdón, sobre Yin, quizás pueda ayudarte -se ofreció-. Quiero decir, si quieres saber algo más acerca del libro. Tendré que volver a leerlo, supongo.
Le sorprendió aquel ofrecimiento. Por lo general Yu no comentaba sus casos en casa, y Peiqin tampoco mostraba mucho interés por ellos.
Esa tarde Peiqin se estaba ofreciendo a ayudar después de pasar días prácticamente sin dirigirle la palabra. Bueno, era un progreso.
CAPÍTULO 2
«Una oferta que no podía rechazar».
El inspector jefe Chen Cao, del Departamento de Policía de Shanghai, no estaba enterado del caso que le acababa de asignar el secretario del Partido Li al detective Yu, cuando recordó una frase de El Padrino. Estaba sentado en un bar elegante y frente a él se encontraba Gu, director general de Shanghai New World Group, una empresa pequeña que tenía conexiones con el Gobierno y con las tríadas. Chen Cao bebió tranquilamente el vino tinto francés que había en su vaso, el cual brillaba a la luz del candelabro de cristal, y reflexionó sobre lo irónico de la situación. Su mesa junto a la ventana ofrecía unas vistas estupendas del Bund, el dique que recorre el muelle sur de la agencia de aduana. El agua del río relucía a la luz de los neones, que no dejaban de parpadear. En la mesa de al lado estaban sentados un hombre europeo y una chica china, hablando en un idioma desconocido para Chen. Y Gu le estaba haciendo una oferta que no podía rechazar.
Pero las similitudes con El Padrino terminaban ahí, se apresuró a recordar el inspector jefe, al tiempo que Gu le servía más vino. Gu le había ofrecido una enorme suma de dinero por encargarse de un proyecto de traducción, aunque en realidad se trataba de un favor que le pedía a Chen.
– Tienes que traducirme esta propuesta de negocios, inspector jefe Chen. No sólo por mí, sino por la ciudad de Shanghai. El señor John Holt, mi socio estadounidense, me dijo que pagaría de acuerdo con las tarifas de su país. Cincuenta céntimos por cada letra china, en moneda de Estados Unidos.
– Eso es mucho -dijo Chen. Puesto que había traducido varias novelas de misterio en su tiempo libre, sabía cuáles eran las tarifas actuales. Las editoriales normalmente pagaban a los traductores una tarifa de diez céntimos por palabra, en moneda china. Diez céntimos chinos equivalían más o menos a un centavo americano.