– Comprendo -repuso Yu. Le sorprendió el razonamiento que Lindi utilizó para justificar el hecho de que su hija se casara con un hombre mucho mayor que ella.
– Lo siento, no puedo contarle mucho sobre Yin. La Revolución Cultural dejó numerosas tragedias a su paso. Yin era escritora, y publicó un libro sobre la revolución, pero no quería hablar de ello con nosotros.
El detective Yu le dio las gracias al final de la conversación. A medida que bajaba las escaleras, se sintió totalmente deprimido. La gente de aquel lugar parecía cargar todavía con el polvo del pasado, y lo mismo le sucedía al edificio shikumen. Para ser más exactos, seguían viviendo a la sombra de la Revolución Cultural. El Gobierno había hecho un llamamiento para que miraran hacia el futuro, para que no volvieran nunca la vista atrás, pero eso resultaba extremadamente difícil para algunas personas, entre ellas Yin, Lindi, Wan y casi todos a los que había entrevistado, exceptuando al Sr. Ren. Así pues, Yu se preguntó si realmente el Sr. Ren era capaz de olvidar, ahogando sus penas en un cuenco de tallarines humeantes.
Cuando salió de la casa shikumen, Yu divisó el puesto de Lei en la entrada delantera de la calle. No tenía prisa por hablar con Lei. Miró el reloj y decidió comprar el almuerzo. Había una cola de clientes esperando su turno, de modo que Yu aguardó pacientemente. Observó. A pesar de haber contratado personal recientemente, Lei estaba ocupado, removiendo constantemente el contenido de una cazuela pesada. Apiñadas alrededor de la entrada de la calle, había unas cuantas mesas y bancos de madera áspera y sin pintar. Algunos clientes marchaban con los almuerzos en la mano, pero otros escogían sentarse allí para comer. Yu también tomó asiento.
La comida estaba bastante buena. Una»porción generosa de arroz y rodajas de anguila frita con cebolla verde. El arroz blanco estaba aderezado con un chorrito de aceite de sésamo. Además, una sopa de verduras en vinagre y cerdo triturado. Todo por solo cinco yuanes.
Después de comer, Yu llamó a Peiqin para hacerle una pregunta:
– ¿Crees que podemos fiarnos del modelo fiscal que elaboró Yu?
– No, no lo creo -contestó Peiqin-. Los restaurantes privados ganan cantidad de beneficios por no pagar impuestos. Es un secreto a voces. Todos los negocios utilizan dinero negro. Nadie pide un recibo por cuatro o cinco yuanes. El modelo fiscal que elaboró Yu no es fiable. Además, tampoco ingresan todo el dinero en los bancos. Es una práctica común entre los dueños de restaurantes.
– Es cierto -dijo Yu-. Yo no he pedido ningún recibo este mediodía.
– Confecciono hojas de cálculo para Geng. Sé de lo que hablo.
Yu creyó a Peiqin.
CAPÍTULO 11
Sentada en su despacho del restaurante Four Seas, Peiqin terminó con la tarea contable del mes, cuando todavía ni era mediados de febrero. Sin embargo, Peiqin asistiría cada día a su oficina, por así llamarla, y se sentaría junto a papeles y a libros esparcidos por la mesa alargada, aunque no le quedara más trabajo por hacer. Originariamente una habitación tingzijian, la sala no llegaba a ser siquiera una habitación, pero funcionaba como despacho separado del resto del negocio, situado en el piso inferior. Compartía la oficina con Hua Shan, director del restaurante, quien estaría fuera todo el día debido a una reunión. Peiqin se descalzó y colocó los pies sobre una silla. Seguidamente los volvió a bajar. Tenía dos agujeros pequeños en los calcetines.
– Peiqin, es la hora de comer -gritó Lui, el nuevo chef desde la cocina situada debajo de la oficina. La voz tronó a través del suelo agrietado y viejo. El aire estaba lleno de remolinos de polvo que bajo la luz hacían formas extrañas-. Hoy tenemos sopa de cabezas de pescado con pimienta roja.
– Genial. Bajaré en cuanto termine.
Durante su primer año de trabajo allí, Peiqin bajaba de vez en cuando para ayudar en el restaurante. Pero pronto dejó de hacerlo. En las compañías controladas por el Estado, los empleados cobraban lo mismo, por mucho tiempo o muy duro que trabajaran. Como contable, Peiqui sólo debía terminar su tarea de contabilidad, lo cual le llevaba normalmente una semana, en lugar de un mes. Si después se sentaba sin hacer nada el resto del tiempo, era algo que a nadie debía importarle. De modo que en los últimos años, se había dedicado a leer libros de texto de Qinqin simulando que eran libros de contabilidad. A diferencia de Peiqin, Qinqin no desperdiciaría sus años en la escuela. Para ayudarle con los deberes, Peiqin empezó también a aprender inglés y a practicar con su hijo en casa. Qinqin debía recibir una buena educación, debía estudiar en una buena universidad. La educación universitaria marcaba una diferencia abismal en la sociedad china, siempre cambiante. De hecho, el inspector jefe Chen había conseguido su posición -al menos en parte- gracias a su excelente formación, aunque Peiqin también reconocía que Chen era uno de los pocos miembros importantes del Partido que había logrado su posición por méritos propios.
A veces, Peiqin leía novelas en la oficina. Como muchas personas de su generación, podía decirse que se había educado a sí misma leyendo novelas. El director del restaurante quizás se hubiese percatado de lo que leía, pero nunca le había dicho nada. El también estaba ocupado haciendo sus propias cosas, que Peiqin desconocía.
En ocasiones, cuando dejaba de leer, no podía evitar sentir desconcierto por un instante. Se preguntaba, ¿cómo había podido terminar allí, en esa oficina diminuta, leyendo novelas por la simple razón de no tener nada mejor que hacer? ¿Iba a pasar el resto de su vida así? En la escuela primaria, Peiqin había sido una estudiante sobresaliente, aunque no popular, debido a los antecedentes «negros» de su familia. Su padre poseía una empresa pequeña de importación y exportación, de ahí que le tacharan como perteneciente a la clase social «capitalista» después de 1949, lo cual situó a la familia entera bajo un nubarrón negro. El nubarrón negro se convirtió en tormenta violenta durante la Revolución Cultural.
Como parte de la juventud educada a final.es de los sesenta -había comenzado a estudiar en el instituto-, Peiqin tuvo que dejar Shanghai para marchar a Yunnan. Por entonces, su camino ya se había cruzado con el de Yu. Sus familias les habían presentado, con la esperanza de que el uno pudiera cuidar del otro cuando estuviesen fuera. Lejos, en el campo, con sus sueños de niña hechos pedazos, Peiqin aprendió a valorar el hombre que había en Yu. A finales de los setenta pudieron volver a Shanghai. Peiqin se consideraba afortunada por tener una familia como la suya. Yu era un buen marido, y Qinqin un hijo maravilloso, a pesar del hecho de tener que vivir amontonados en aquella única habitación multiusos. Aunque su trabajo en el restaurante fuese monótono, Peiqin logró, literalmente, un puesto por encima de quienes trabajaban en la cocina. Hacía tiempo que había aceptado el tópico de que la felicidad sólo se alcanza con la satisfacción.
Su trabajo aburrido y poco estimulante le agradaba si lo miraba desde otro punto de vista, como el de poder dedicarse más a su familia. Había desperdiciado los mejores años de su juventud durante la Revolución Cultural, pero pensaba que no tenía sentido culpar al destino, o llorar, como hacían muchas otras personas. Estaba satisfecha con su papel tradicional de buena esposa y madre.
No obstante, últimamente, no parecía estar conforme con el estatus quo. El mundo a su alrededor estaba cambiando. Algunos de los valores o de los sentidos que creía haber encontrado en la vida parecían estar escapándoseles de las manos. Un verso que recordaba haber leído -«No sé en qué dirección sopla el viento»- le pareció apropiado para el momento. Pensó que debería intentar hacer algo, además del trabajo en el restaurante. Debía afrontar el hecho de que el tazón de hierro que ella y Yu poseían sólo conseguía cubrir, como mucho, las necesidades materiales más básicas. El fiasco del apartamento había sido sin duda la gota que colmaba el vaso. Qinqin debía llevar una vida distinta; Peiqin estaba convencida. Casi todo el mundo en la clase de Qinqin llevaba zapatillas Nike, así que Peiqin también quería comprarle un par a su hijo. Cuando ella iba a la escuela, las marcas comerciales no existían, lo normal era llevar zapatillas verdes de goma, imitación a las que usaba el ejército. En Yunnan, a veces iba descalza, porque le había enviado las zapatillas de deporte a su sobrina por correo. Incluso en la actualidad, seguía sin llevar maquillaje, a pesar de los anuncios cada vez más numerosos en la televisión. En una reunión reciente de ex alumnos de clase, uno de sus antiguos compañeros llegó en un Mercedes, para envidia de la mayoría. En la escuela, aquel tipo era un don nadie que de vez en cuando se copiaba los deberes de Peiqin. Con toda certeza el mundo estaba cambiando.