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– Sí, he visto la comedia. Divertidísima, con una mezcla de tipos de familia muy diferentes. La vida en una casa shikumen debe de ser bastante interesante.

– Desde luego. La vida aquí es animada. Hay mucha interacción entre los inquilinos. Prácticamente te conviertes en parte del vecindario, y el vecindario en parte de ti. Por ejemplo, esta entrada. La transformaron en una zona de cocina común hace mucho tiempo y aquí se encuentran los hornos de carbón de más de doce familias. Se está bastante apretado, pero no forzosamente mal. Cuando cocinas aquí, puedes aprender a cocinar los platos típicos de los pueblos de tus vecinos.

– Eso me gustaría -dijo Chen, a su pesar.

– Ahora el patio. Se puede hacer casi cualquier cosa en él, incluso dormir al aire libre en verano, en una silla reclinable de junquillo o en una esterilla de bambú. Se está tan fresquito que no hace falta ningún ventilador eléctrico. Tampoco resulta monótono tener que lavar la ropa en una tabla, ya que la abuela Liu, la tía Chen o el pequeño Hou entretienen al personal contando las últimas noticias del barrio. De hecho, se aprende a compartir muchas cosas con los vecinos.

– Eso suena muy bien -repuso Chen-. Aquí, la gente puede vivir experiencias que en complejos de apartamentos nuevos nunca vivirían.

– La gente hace muchas cosas en la calle -continuó Oíd Liang con el mismo entusiasmo-. Los hombres practican taichi, se preparan la primera cafetera del día, cantan fragmentos de la ópera de Pekín, y hablan sobre el tiempo o sobre la política. En cuanto a las mujeres, lavan, cocinan y hablan simultáneamente. La gente aquí no dispone de una sala de estar como en esos apartamentos nuevos y lujosos. Así que por la tarde, la mayoría sale a la calle, los hombres a contar historias o a jugar al ajedrez o a las cartas, las mujeres a charlar, tejer, o hacer remiendos.

Chen estaba familiarizado con escenas similares vividas en su niñez, aunque él había vivido en una calle diferente. Fueran cuales fueran las diferencias y a pesar de la nueva información que pudiera escuchar, iba siendo hora de poner fin al discurso de Oíd Liang.

– Oh, ¿oye eso? -prosiguió Liang-. Un vendedor ambulante de algodones de azúcar anunciando su producto. A esta calle acude gran variedad de vendedores ambulantes. Ofrecen una amplia selección de productos y servicios. Reparación de calzado, arreglos de somieres de fibra de coco, o remiendos y rellenos para los edredones de algodón en invierno. Resulta tan cómodo…

– Muchas gracias, camarada Oíd Liang. Como dice el proverbio, «Una charla con usted es más útil que diez años de estudio» -dijo Chen con sinceridad-. De verdad que me gustaría pasar más tiempo hablando con usted cuando haya terminado mi proyecto.

Oíd Liang finalmente comprendió que Chen quería estar a solas, se excusó, le saludó de nuevo respetuosamente y volvió a su oficina.

Chen le observó caminando calle abajo, esquivando bruscamente la colada tendida sobre su cabeza, en cañas de bambú. La ropa, que engalanaba los palos, parecía presentar una escena de una pintura impresionista. Al parecer, Oíd Liang todavía creía en la vieja superstición que dice que caminar bajo ropa interior de una mujer trae mala suerte.

Chen se volvió y cruzó la puerta de madera sólida y negra situada en la parte delantera de la casa shikumen. Había dos aldabas de latón en la cara exterior de la puerta, y un pestillo de madera maciza en la interior. Tras tantos años de desgaste natural, la puerta crujió cuando Chen la empujó para abrirla.

Había varias personas en el patio. Debían haberle visto hablar con Oíd Liang y continuaron con sus tareas, sin intención de hablar con el inspector jefe. Mientras cruzaba el patio, Chen vio una hilera de puertas principales. Eran altas, tenían telas mosquiteras y estaban esculpidas con bonitas escenas de los ocho inmortales navegando por el mar. Las puertas podrían significar una adquisición valiosa para el museo de arte tradicional en el Nuevo Mundo, pensó Chen.

Según recordaba, nunca había visto un vestíbulo de una casa shikumen cuyo uso fuera el original, ni siquiera de niño. Sin excepción alguna, la entrada se había convertido en espacio común con un propósito u otro, ya que todas las habitaciones a lo largo de las alas daban al vestíbulo. Chen olió algo parecido a tofu fermentado frito a la cazuela, un plato muy popular entre algunas familias a pesar de su olor. A muchas personas de Shanghai les atraía su sabor y su textura excepcionales. La mayoría de los restaurantes no lo servían porque era demasiado barato. Una pena. Chen notó un olor más suave, un aroma cargado de nostalgia, procedente de una sopa de gallina con mucho jengibre y cebolla verde.

Chen no pudo evitar preguntarse sobre la posibilidad de transformar una casa shikumen en un restaurante. Sería algo único. En un libro sobre cocina china que había leído, el autor sostenía que los mejores platos son los que una anfitriona bien instruida pasa días preparando en casa, con el propósito de ofrecer a sus invitados un banquete lleno de inspiración y una presentación en un entorno elegante. Tal restaurante shikumen dispondría también de un ambiente familiar agradable. Las alas funcionarían como comedor, las habitaciones pequeñas aquí y allá como salas privadas; la intimidad de estar en casa, por no mencionar el contraste entre el presente y el pasado, realzarían el tema propuesto en Nuevo Mundo.

Además, el patio podría ser bastante romántico al atardecer, mientras se disfruta de una copa de vino o de una taza de té.

Sin pensarlo, se le ocurrieron unos fragmentos de un poema antiguo.

«La luna parece un garfio.

El árbol solitario que hace sombra nos protege del verano despejado

en la profundidad del patio.

Lo que no se puede evitar,

ni hacer desaparecer,

es la angustia de la separación:

Nada duele tanto en el corazón…»

Estos versos pertenecían a un poema que Yang había incluido en la traducción manuscrita. Quizás alguna noche, cuando las demás familias del edificio shikumen dormían, Yin, una mujer solitaria y con el corazón roto, había bajado a ese patio y había leído aquel poema para sí misma.

Chen apagó el cigarrillo y cruzó el pasillo y la puerta trasera. Se detuvo para abrir y cerrar la puerta un par de veces. Alguien podría haberse escondido detrás de la puerta, la cual una vez abierta quedaba orientada hacia las escaleras, pero cualquiera que bajara por éstas podría haberle visto.

En el exterior, no vio a la «mujer gamba», aunque un taburete de bambú señalaba su puesto en la calle, a sólo tres o cuatro pasos de la puerta. Hacía frío. No podía resultar fácil para una mujer sentarse allí a trabajar, mañana tras mañana, con los dedos entumecidos por las gambas heladas, y todo por un sueldo mísero de dos o tres yuanes la hora. El sueldo mensual de la mujer probablemente era mucho menos de lo que Chen cobraba traduciendo durante una hora, calculó.

De pronto pensó en dos versos célebres de Baijuyi, un poeta de la dinastía Tang. «¿Y ahora cuál es mi mérito… / con un salario anual de trescientos kilos de arroz?». Por entonces, cuando mucha gente no tenía nada que llevarse a la boca, ese salario se consideraba espléndido.

Un tema al que recurrían constantemente los intelectuales chinos era la preocupación por la distribución desigual de la riqueza en la sociedad (huibujun). Pero el camarada Deng Xiaoping también debió de estar en lo cierto cuando afirmó que a algunos chinos se les debería permitir hacerse ricos antes que otros en la sociedad socialista, y que la riqueza que acumularan se «diseminara» entre las masas.