Respecto al dinero que estaban ganando personas presuntuosas como Gu, sólo Dios sabía adonde conduciría. Aunque en los años noventa China todavía se denominaba a sí misma socialista y enfatizaba, desde tiempo atrás, la importancia de la igualdad social, la brecha entre ricos y pobres se estaba abriendo cada vez más, de forma rápida y alarmante.
Chen empezó a subir por la escalera. Estaba oscuro; encontrar los peldaños le resultaba difícil. No era fácil para un extraño subir esa escalera sin tropezar. Debería haber una luz, encendida incluso de día. Sin embargo, en ese tipo de construcciones donde vivían tantas familias, calcular el gasto compartido de electricidad podría convertirse en un verdadero dolor de cabeza.
Evidentemente, pensó Chen, algunas de las habitaciones que había en cada planta tenían subdivisiones improvisadas de espacio. Había dieciséis familias en el edificio de dos plantas. Un total de unos cien inquilinos. A Yu le quedaba mucho por hacer si consideraba a todos los inquilinos sospechosos.
Chen no pudo evitar entrar en la habitación de Yin, aunque no tenía intención de examinarla. Yu ya habría hecho un buen trabajo allí.
Sintió tristeza allí dentro, solo, imaginándose a una mujer solitaria cuya muerte debería haber investigado más seriamente. El mobiliario tenía ya una capa delgada de polvo, lo cual en cierto modo hacía que el escenario resultara familiar. Había una pila de revistas viejas con páginas marcadas. Chen las hojeó; en todos los casos, las páginas marcadas contenían un poema de Yang que posteriormente había aparecido en la colección recogida por Yin. En lo alto de la pared amarillenta, todavía seguía colgado un cuadro tradicional chino de dos canarios. No quedaba nada más que significara algo realmente personal para Yin.
El interés de Chen por visitar la habitación también se debía al término escritora tingzijian. En los años treinta, y también en los noventa, existían escritores muy pobres, incapaces de alquilar habitaciones mejores. El estatus marginal de una habitación tingzijian, un lugar apenas habitable entre dos plantas, parecía simbólico. Chen se preguntó cómo una habitación así -o el intento por escribir en una habitación así- podía haberse convertido en objeto romántico en la ficción. No todo en el pasado era sofisticado, pero la nostalgia hacía que así lo pareciera. «En los recuerdos, las cosas se suavizan de forma milagrosa», decía un verso de una poesía rusa que Chen había leído, pero que no había entendido en sus años de instituto. Con el paso de los años, su proceso de comprensión había experimentado una sutil transformación.
Chen comenzó a pasear por la tingzijian, aunque no hubiera demasiado espacio para hacerlo. Quería concentrarse.
No podía haber sido fácil para Yin escribir allí; no podía haber sido fácil hacer nada, en realidad, con gente subiendo y bajando por las escaleras, ruidos procedentes de varias direcciones, y todos esos olores a su alrededor. Un olor desagradable similar a pez cinta frito estaba subiendo desde el área de la cocina. Muy a su pesar, Chen lo respiró.
Se acercó a la ventana y apoyó los codos, con cuidado, sobre el alféizar, cuya pintura estaba casi completamente descascarillada.
Aún así, probablemente vivir en una habitación tingzijian presentaba una ventaja para un escritor: disponer de una ventana más baja que la del segundo piso, pero más alta que la del primero. Desde allí se podía apreciar el bullicio de la calle a la altura de la vista, tan cerca y al mismo tiempo con cierta distancia.
A pesar del frío, varios vecinos estaban hablando en la calle, sosteniendo palanganas o intercambiando una loncha de cerdo frito por un trozo de pescado al vapor. Un almuerzo tardío o una comida temprana, Chen no supo distinguir. Los vendedores ambulantes entraban y salían, pregonando la mercancía que cargaban sobre los hombros mediante un palo y dos cestas colgadas en ambos extremos. Un anciano caminaba por la calle con un pato de cabeza verde en la mano; se detuvo para dar de comer al pato en una charca pequeña situada en la esquina y, a continuación, prosiguió el paso, ligero como una nube. Sin duda, en su cabeza sólo veía imágenes de ala de pato estofadas con aceite de sésamo. Agarró firmemente el cuello del indefenso animal con una expresión de satisfacción absoluta en el rostro. ¿Se trataría quizás del Sr. Ren, el gourmet frugal? El inspector jefe Chen recordó entonces que Yu le había contado que el Sr. Ren no solía cocinar en casa.
Una vez más, Chen siguió con la mirada la curva de la calle en dirección a la esquina, donde la «mujer gamba» ya estaba en su puesto, sentada en el taburete, con un cubo enorme a sus pies lleno de escamas de pescado brillantes. Quizás tuviese otro acuerdo con el mercado para una segunda entrega.
Mientras Chen bajaba las escaleras en dirección a la puerta trasera, algo más le llamó la atención. Se trataba del espacio -o más bien de lo que tapaba dicho espacio- debajo de las escaleras.
En una casa shikumen cualquier espacio útil resultaba valioso. Dado que ninguna familia podía reclamar como suyo el espacio situado debajo de la escalera, éste se convertía en una zona de almacenaje adicional común para todo tipo de bártulos casi inservibles, pero que según sus dueños todavía tenían algún valor importante, como una bicicleta rota de la familia Li, una silla de junquillo con sólo tres patas de los Zhang, o un baúl para el carbón de los Huang. Pero había algo distinto, notó Chen: el espacio estaba cubierto con algo similar a una cortina. Dicha cortina estaba hecha con un tejido resistente, posiblemente un tapiz caro en su época, descolorido a lo largo de los años por el humo de los hornos de carbón.
La cortina parecía moverse de forma misteriosa. Chen dio un paso hacia delante y dos críos pequeños salieron de detrás. Debían de estar jugando al escondite. Cuando vieron al inspector jefe Chen echaron a correr, riéndose y chillando. Chen retiró la cortina; el interior estaba repleto de trastos viejos y mugrientos.
Un hombre de mediana edad le rozó al coger una bolsa de carbón situada en el lateral junto a la escalera.
– Lo siento, hora de comer -masculló, mientras llenaba un cucharón de carbón.
Chen miró su reloj y se dio cuenta de que había perdido casi tres horas y no había descubierto nada interesante para la investigación. Quizás hubiese conseguido alguna experiencia de primera mano para su traducción, pero no tenía ni idea de si de verdad eso le ayudaría a visualizar Nuevo Mundo.
Marchó de la casa shikumen, atravesó una calle secundaria que le llevó a otra, y luego volvió a la calle principal, la cual rezumaba vida, tal y como le había descrito Oíd Liang. Una mujer de mediana edad estaba secando un orinal de madera secuoya, otra caminaba de vuelta del mercado con una cesta de bambú llena, y una tercera estaba preparando una carpa de grandes dimensiones en la pila de la calle, remojando el pescado a la vez que chismorreaba.
Chen se volvió hacia otra esquina y vio a un anciano de pelo blanco jugando a go con el tablero apoyado en un taburete, con las fichas negras en una mano y las blancas en la otra, estudiando el tablero como si estuviera participando en un campeonato nacional. A Chen también le gustaba el go, pero nunca había probado a jugar solo.
– Hola -saludó al anciano, deteniéndose delante del taburete-. ¿Cómo es que está jugando solo?
– ¿Ha leído El Arte de la Guerra? -le preguntó el anciano sin levantar la mirada-. «Conoce a tu enemigo igual que te conoces a ti mismo», y siempre vencerás.
– Sí, he leído el libro. Se debe imaginar por qué el contrincante ha realizado un movimiento en concreto. De este modo se intenta comprender al adversario.
– En mi opinión, la posición de la ficha negra no tiene sentido, y lo mejor que puedo hacer es averiguar. Intentar comprender, como usted bien ha dicho. Pero con eso no es suficiente. Conocer a mi enemigo en realidad no sólo significa tener que pensar como si le estuviera leyendo la mente, sino que he de seré 1.