Le empezó a sonar el teléfono móvil. Era Zhuang, el profesor jubilado al que había entrevistado Nube Blanca. Chen le había dejado varios mensajes en el contestador, y por fin Zhuang le había llamado.
– Me alegra su llamada -dijo Chen-. Sólo tengo una pregunta que hacerle. En su conversación con Nube Blanca sobre Yang, usted mencionó al Doctor Zhivago. ¿Acaso Yang estaba leyendo la novela, o escribiendo una novela o poesía como el Dr. Zhivago?
– ¿Yo lo mencioné?
– Sí, así es. Las palabras exactas fueron: «escribiendo y leyendo, parecido al Doctor Zhivago». No tiene de qué preocuparse, camarada Zhuang. El caso no tiene nada en absoluto que ver con usted, pero su información puede que nos ayude.
Hubo un breve silencio desde el otro lado del hilo telefónico.
Un joven se acercó a la mesa de Chen y Nube Blanca para ofrecer su mano a la chica, invitándola a bailar. Ésta lanzó una sonrisa de disculpa hacia Chen, quien asintió animándola, y a continuación escuchó cómo Zhuang proseguía la conversación en tono más bajo.
– Ahora que los dos, Yang y Yin, están muertos, no creo que lo que vaya a contarle pueda causar problemas a nadie.
– No. A nadie. Así que, por favor, continúe y explíqueme.
Hubo otro breve silencio.
Chen dio un sorbo al vino. No demasiado lejos, Nube Blanca empezó a moverse con elegancia, frente al piano, acompañada del joven. Una pareja perfecta, ambos jóvenes, llenos de vida, bailando con un ritmo quizás algo agitado tratándose de un bar de categoría.
Zhuang prosiguió:
– Conocí a Yang a principios de los sesenta, durante el llamado Movimiento de Educación Socialista, ya sabe, poco antes de la Revolución Cultural. Los responsables de la escuela nos asignaron a Yang y a mí en el mismo grupo de estudio. Ambos éramos hombres solteros, y a ambos nos tacharon como objetivos principales para el lavado el cerebro, de modo que nos colocaron temporalmente en una sala de aislamiento de la residencia, para recibir «educación intensiva» durante la noche. Yang decía que no dormía bien, pero una noche descubrí que estaba escribiendo, en una libreta, debajo del edredón. En inglés. Le pregunté de qué iba el libro, y me respondió que se trataba de una historia sobre un intelectual, parecida a la de Doctor Zhivago.
– ¿Pudo leer lo que estaba escribiendo?
– Yo no sabía inglés. Y la verdad es que tampoco me importaba una sola palabra de lo que pusiera.
– ¿Por qué, camarada Zhuang?
– Yang me dijo que era una historia sobre un intelectual, y él mismo era un intelectual. Eso es todo. Si los responsables de la escuela lo hubieran encontrado, yo podría haberles dicho que se trataba de su diario, al menos eso era lo que pensaba. No era ningún delito tener un diario. Pero si lo hubiese leído, y resultase ser un libro, me habrían considerado un contrarrevolucionario por ocultar información a las autoridades.
– Sí, ya veo: no quería implicarse ni implicar a Yang en problemas. ¿Le contó algo más sobre el libro?
– Fue muy ingenuo por su parte decirme que estaba escribiendo una historia. Por suerte, por entonces yo no tenía ni idea de quién o qué era el Doctor Zhivago. Quizás un doctor al que Yang conocía personalmente, pensé. Zhivago me sonaba a nombre chino. La traducción al chino no apareció hasta… déjeme pensar… hasta mediados de los ochenta. Fue censurado, como bien sabrá, por considerarse un ataque a la Revolución Soviética. En aquella época, un libro ganador de un premio Nobel tenía que ser contrarrevolucionario.
– Lo sé. Da la casualidad que conozco a alguien que fue a prisión por poseer una copia de Doctor Zhivago. Usted tuvo suerte de que no le descubrieran -repuso Chen-. ¿Alguna vez volvió a hablar con Yang sobre aquello?
– No. Poco después comenzó la Revolución Cultural. Todos éramos como ídolos budistas de barro rotos y a la deriva, demasiado heridos como para pensar en los demás. A mí me metieron en la cárcel por el presunto delito de escuchar La Voz de América. Cuando salí, Yang ya había marchado a la escuela cadre. Y allí falleció.
– ¿Sabe si continuó escribiendo durante la Revolución Cultural?
– No, pero lo dudo. Resulta difícil imaginarse a alguien como él escribiendo en inglés durante aquellos años.
– Bueno, en realidad le permitieron que tuviera libros en inglés gracias a una palabra en particular, pedo, creo que fue, porque aparecía en la traducción poética del presidente Mao.
– Ah, sí. Algo oí.
– ¿Cree que alguien más pudo haber sabido de la existencia de ese manuscrito?
– No, no lo creo. Hubiese sido una actitud suicida por su parte contárselo a alguien más -contestó Zhuang-. Excepto a Yin, claro está.
Cuando Chen dejó de hablar con Zhuang, garabateó algo más en otra servilleta. Había cambiado de idea en referencia a la cena. No tenía sentido marchar a otro restaurante. El podría tomarse un tiempo para sí mismo, para pensar. Mientras, Nube Blanca podría bailar, la mayor parte del tiempo alejada de la mesa. Una velada perfecta.
Las abreviaturas del manuscrito de traducción poética comenzaban a tener sentido. Si fuera una novela lo que Yan estaba escribiendo, como Zhuang había supuesto, «ch» podría referirse a capítulos131*. Yang podría haber probado a utilizar poemas en su novela, a intercalarlos entre en el texto, de manera similar al Doctor Zhivago. Y la idea de Peiqin sobre plagio también encajaría. Las partes en la novela de Yin que parecían estar demasiado bien escritas…
Pero, ¿dónde podría estar aquel manuscrito? Chen no estaba seguro de que realmente hubiese existido alguna vez.
Chen solía escribir sus pensamientos en un cuaderno, en un trozo de papel, o incluso en una servilleta, como esa tarde, pero después, por una razón u otra, no conseguía desarrollar esas ideas, de modo que lo que escribía quedaba reducido a fragmentos.
De igual modo, Yang también podría haber anotado algunas ideas durante alguna noche en que no lograra conciliar el sueño, durante la época del Movimiento de Educación Socialista, cuando estaba con Zhuang en aquella habitación de la residencia estudiantil. Pero probablemente esas notas nunca se convirtieran en una novela. Aún así, Chen añadió unas pocas palabras más a la servilleta y se la guardó en el bolsillo. Seguidamente levantó la vista.
Nube Blanca parecía estar disfrutando por completo en el Golden Time Rolling Backward, como pez en el agua. Aunque a Chen la nueva cultura de la nostalgia no le llamaba mucho la atención, encontró bastante agradable pasar una tarde en un lugar tan moderno, en compañía de una chica atractiva. Nube Blanca tuvo mucho éxito; la cara se le puso colorada de bailar con un joven detrás de otro. Los hombres no dejaban de acercarse a la mesa, como moscas que acuden a un dulce.
Chen se abstuvo de bailar con ella. Desde un punto de vista algo burlón y crítico sobre sí mismo, Chen diagnosticó que sufría algo semejante a celos. Naturalmente, una chica joven prefería parejas de su edad; un jefe temporal no significaba para ella nada más que trabajo.
Pensó en varios versos de Yan Jidao, un poeta del siglo XI.
«Fui tan feliz bebiendo contigo,
ajena a mis mejillas coloradas, bailando
con la luna penetrando
entre los sauces, cantando
hasta que estuve demasiado cansada
para agitar el abanico que oculta
una flor de melocotón.»
La narradora del poema era una joven, igual que Nube Blanca. A continuación, pensó en otro verso de un poeta americano, anteriormente parafraseado en su cabeza: «No creo que cante para mí».
La camarera les entregó la carta de la cena justo cuando Nube Blanca volvió a la mesa. Chen no tenía mucha experiencia a la hora de escoger platos que no fueran chinos, pero sabía que un bistec al punto era algo que no podía pedir en ningún restaurante chino. Nube Blanca eligió de primer plato almejas cocidas con vino tinto, y de segundo pato francés asado. Chen la alentó a que pidiera los productos más caros: caviar y champán. Al parecer, era lo que consumía la gente en las demás mesas, por lo que Chen se sintió obligado a pedirlo también.