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Qinqin se había quedado estudiando hasta tarde la noche anterior. En la actualidad, los estudiantes de secundaria tenían que estudiar demasiado, y Peiqin le presionaba muchísimo también, recalcándole que debía entrar a toda costa en una de las mejores universidades. «El no debe acabar como nosotros», decía.

Posiblemente, no lo hacía con mala intención, pero a Yu ese comentario no le parecía agradable, en especial porque él era incapaz de hacer nada para ayudar a Qinqin. Peiqin era quien se encargaba de ayudar a su hijo con los deberes; Yu había comprobado que éstos eran demasiado para él.

Qinqin continuaba profundamente dormido en el sofá-cama, con los pies colgando al final de éste. Se había convertido en un chico alto y delgado. El sofá-cama no era lo bastante largo para él.

Peiqin solía estar levantada y haciendo cosas a esa hora, pero era fin de semana. Se había quedado despierta hasta tarde con Qinqin, repasando problemas de matemáticas. Bajo la luz matutina, su rostro parecía pálido, cansado.

Tumbado pero despierto, el detective Yu no pudo evitar sentirse cada vez más irritado tras los últimos acontecimientos del caso Yin. Era consciente de la presión ejercida sobre el departamento, presión que estaba haciendo enloquecer especialmente al secretario del Partido Li. La noticia de la trágica muerte de Yin había provocado todo tipo de especulaciones no sólo en China, sino también fuera de ésta. El caso había aparecido en varios periódicos extranjeros, los cuales echaban leña al fuego ya ardiente en Shanghai. Además, editoriales clandestinas habían vuelto a publicar la novela de Yin, y se estaba vendiendo como rosquillas en las librerías privadas. Fei Weijin, el ministro de Propaganda de Shanghai, estaba tan preocupado que había visitado en persona el departamento policial de la ciudad para anunciar que cuanto más tiempo estuviera el caso sin resolver, mayor daño recibiría la nueva imagen de China.

Por consiguiente, el secretario del Partido Li deseaba condenar de inmediato a Wan por el asesinato, a pesar de los argumentos de Yu. Todos los intentos de Yu por convencer a Li de que debían indagar un poco más, le entraron al secretario del Partido por un oído y le salieron por el otro.

Yu intentó hacer memoria de cómo Chen lograba abrirse camino a través de la selva de los políticos de despacho, aunque tampoco estaba demasiado contento con su jefe. Yu estaba seguro de que la noche anterior, mientras hablaban por teléfono, había oído música de fondo y a una chica susurrar. Lo que estuviera haciendo Chen no era de su incumbencia. Tal vez el inspector jefe podía permitirse pasarlo bien, con su posición, con su «lucrativo proyecto», con su carrera prometedora, y también con una «pequeña secretaria» gratis. Aún así, la idea hacía que Yu se sintiera molesto.

Al mismo tiempo, le sorprendió lo que Chen le había sugerido. Yu no tenía ni idea de cómo, en mitad de un proyecto de traducción urgente, Chen había conseguido elaborar tales teorías. Pero no eran más que hipótesis, sin ninguna base sólida que las sostuviera. Yu también había hecho sus propias conjeturas, pero no le habían llevado a ninguna parte.

Peiqin se movió a su lado, todavía soñando, quizás.

De pronto, Yu sintió pena hacia sí mismo, pero más hacia Peiqin y Qinqin. Durante todos esos años, habían estado juntos, apretujados en aquella habitación shikumen diminuta, en aquella calle ruinosa. Trabajando en un caso de homicidio detrás de otro, Yu solía faltar en casa incluso los fines de semana, a cambio de muy poco dinero. ¿Por qué lo hacía?

Quizás fuese la hora de reconsiderar su carrera profesional, tal y como Peiqin le había sugerido.

Cuando Yu entró en la policía, se propuso una meta muy clara: hacerlo mejor que su padre, Oíd Hunter, quien pese a ser un agente de policía competente, no logró ascender de su puesto como oficial de policía. Fue por él que Yu acabó trabajando en el departamento policial de Shanghai. En la escala policial, Yu ya había alcanzado su meta. Como detective, pertenecía a un rango superior, pero ni mucho menos se consideraba un policía tan bueno como Oíd Hunter en los años de la dictadura proletaria. Por aquella época, la gente no se diferenciaba tanto entre sí. Todos tenían el mismo sueldo, la misma casa, y creían en la misma doctrina del Partido sobre «una vida sencilla y un trabajo sacrificado». Un agente policial era simplemente uno más, sólo que probablemente estuviese más orgulloso que el resto por ser el instrumento de la dictadura proletaria.

Pero ser un agente de policía en la actualidad no era tan gratificante. En una sociedad cada vez más materialista, un policía no era nadie. Por ejemplo, el inspector jefe Chen, pese a ser un policía mucho mejor reconocido que Yu, seguía necesitando vacaciones para ganar algún dinero extra.

Y luego estaban las historias sobre policías corruptos; historias reales que Yu conocía. ¿Qué sentido tenía ser un agente de policía?

Mientras se levantaba de la cama, Yu anunció una decisión, la cual fue una sorpresa incluso para sí mismo.

– Vamos a desayunar a Oíd Half Place.

– ¿Por qué? -preguntó Qinqin, frotándose los ojos.

– Nuestra familia merece pasar un buen fin de semana.

– Me parece una gran idea. He oído hablar de ese restaurante -aceptó Peiqin adormilada y sorprendida, pues no era normal que Yu invitara a la familia a desayunar en mitad de una investigación.

– ¿Tan temprano? -preguntó Qinqin, levantándose a regañadientes del ruidoso sofá.

– Oíd Half Place es un restaurante muy conocido por los tallarines que prepara a primera hora -explicó Yu-. Lo he leído en una guía de restaurantes.

Yu no quería contarles la verdad acerca de dónde había oído hablar del restaurante.

En media hora, los tres llegaron a Oíd Half Place, el cual estaba situado en la calle Fuzhou. En efecto, ya había muchos clientes esperando sentados, la mayoría personas mayores con palillos de bambú en las manos, preparados incluso antes de que les sirvieran los tallarines.

Por encima de la barra, la variedad de tallarines listados en el menú de la pizarra era impresionante. Yu apenas tuvo tiempo para escoger. La gente que esperaba detrás de él comenzaba a impacientarse. Debían de ser clientes habituales que ya sabían cuáles eran sus tallarines favoritos, y que podían encargar el pedido al cajero de rostro redondito sin siquiera tener que consultar el menú.

Yu pidió tallarines con col verde en conserva y brotes de bambú, además de una ración pequeña de cerdo xiao, plato obligado en aquel restaurante, según el Sr. Ren. Peiqin pidió tallarines con anguilas, arroz frito y gambas, y también cerdo xiao. Qinqin escogió tallarines con cabezas de carpa ahumada, además de una Coca-Cola.

El servicio era mucho menos impresionante. Las mesas redondas con manchas de aceite y caldo tenían espacio suficiente para diez o doce personas, de modo que Yu no pudo conseguir una mesa para ellos solos. La primera planta del restaurante era amplia, pero sólo había dos camareras de mediana edad corriendo de un lado para otro, llevando pilas de platos y cuencos a lo largo de ambos brazos extendidos. Les era imposible limpiar las mesas a tiempo, básicamente porque enseguida llegaban más clientes y ocupaban los asientos vacíos. El servicio debía de ser una de las razones por las que el restaurante podía permitirse mantener los precios bajos.

La familia de Yu compartía mesa con otros dos degustadores de tallarines. Uno parecía tan delgado como una caña de bambú. El otro tan redondo como un melón. Al parecer, se conocían bien.

– Come y bebe mientras puedas. La vida es corta -dijo el delgado levantando la taza de té. Bebió y hundió un trozo de pollo en los tallarines.

– Estos tallarines sencillos llevan el mismo caldo exquisito -repuso el hombre rechoncho, haciendo ruido con los labios al saborear la comida-. Además, tengo que seguir mi dieta.