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– ¡Estupendo! Ha vuelto al trabajo, inspector jefe Chen.

– Sólo he venido para echar una ojeada al montón de papeleo que tengo sobre la mesa. Puede que haya algunas cartas o documentos urgentes que requieran mi atención.

– El ministro de Propaganda de la ciudad ha vuelto a hablar con nosotros. Hemos decidido convocar la conferencia de prensa este viernes. Es hora de que zanjemos el caso de Yin. No podemos esperar eternamente, ya lo sabe.

A continuación añadió:

– Realmente, ha sido decisión sifya.

Seguramente añadió esta última frase por una cuestión de respeto. Chen estaba en contra de finalizar la investigación, por lo que la decisión opuesta podría resultarle algo más aceptable si, supuestamente, hubiera sido tomada por una persona ajena al departamento.

Chen sabía que no estaba en posición de discutir. Yu había informado a Li sobre el nuevo avance, sobre Bao, pero Li no le había dado importancia. No existían testigos ni pruebas sólidas que relacionaran a Bao con el crimen.

– Con todos los avisos enviados, podríamos recibir información acerca de Bao pronto, secretario del Partido Li -le explicó Chen, insistiendo de forma poco convincente.

– Si pueden encontrar a Bao y demostrar que él es el asesino antes del viernes, perfecto. Hemos hablado también con la Seguridad Nacional y no han mostrado ningún tipo de objeción a esa conclusión. Pero quieren que les mantengamos informados de cualquier cosa que averigüemos. Todo es por el interés de las autoridades del Partido -agregó Li afablemente antes de salir del despacho.

Mientras las pisadas del secretario del Partido Li se iban apagando a lo largo del pasillo, Chen descolgó el teléfono, y decidió que la llamada que se disponía a realizar estaba justificada. En una obra clásica confuciana, recordó Chen, aparecía un párrafo largo sobre el término «conveniencia». Le pareció una palabra oportuna dada la situación actual.

– Hola, Gu.

– Hola, inspector jefe Chen. Precisamente estaba pensando en llamarte. Mi socio ya le ha presentado la propuesta en inglés a un banquero inversor americano.

– Pero el texto todavía no está acabado.

– Ya, pero era una oportunidad demasiado buena como para que el Sr. Holt la desaprovechara. Claro que podemos hacer algunos pequeños retoques más adelante. De verdad que me has hecho un gran favor.

– Me siento halagado. Pero tengo que pedirte un favor, Gu.

– Cualquier cosa, inspector jefe Chen.

– Si no estás demasiado liado ahora, ¿qué tal si quedamos para comer en Xinya? Te lo explicaré allí.

– Xinya. Perfecto.

Se sentaron en una sala privada del restaurante estatal situado en la calle Nanjing. Al igual que otros grandes restaurantes de la ciudad, Xinya había sido redecorado maravillosamente. Tenía una fachada que brillaba bajo la luz del sol, y la parte posterior conectaba con un hotel americano nuevo, el Amada.

– Una elección excelente -le dijo Gu-. Xinya era el restaurante preferido de mi abuelo.

Durante su infancia, los padres de Chen también solían llevarle a aquel restaurante más que a ningún otro.

– Ternera con salsa de ostras. Leche frita. Pescado frito con ajo en cesta de bambú. Cerdo gulao. Estos eran los platos que solíamos pedir casi siempre -continuó Gu-. Mi abuelo sentía superstición por ellos.

Un camarero vestido de uniforme amarillo chillón les tomó nota en un cuaderno pequeño, después de recomendarles muchas posibilidades exóticas y caras.

Gu eligió las especialidades que su abuelo siempre pedía. Chen pidió brotes de bambú fritos en rodajas con setas secas, el cual también era uno de los platos preferidos de su padre.

– Lo siento, no tenemos brotes de bambú.

– ¿Cómo es eso?»

– El bambú no crece en Guangzhou. Xinya es famosa por su estilo genuino de cocina Guangdong. Toda nuestra verdura procede de allí. Nos la envían mediante transporte aéreo nocturno.

– Eso es ridículo -repuso Chen, sacudiendo la cabeza mientras el camarero abandonaba la sala-. ¿Y no pueden comprar brotes de bambú en el mercado local?

– Bueno, así son los restaurantes controlados por el Gobierno -respondió Gu-. Este negocio no es de nadie. Genere o no beneficios, la gente que trabaja aquí cobra lo mismo. Les da igual. Pronto estarás cenando en los restaurantes de Nuevo Mundo. Y todos pertenecerán a empresas privadas, así que podrás tener todo lo que desees.

– La verdad es que no soy un gourmet tan quisquilloso -dijo Chen-. Quería verte porque necesito comentarte algo.

Así era. El inspector jefe Chen no quería hablar mucho desde el teléfono del despacho, con personas como el secretario del Partido Li entrando sin llamar a la puerta; Li, por ejemplo, aún no había adquirido la palabra «intimidad» en su vocabulario.

– Sí, por favor, explícame.

– El detective Yu, mi compañero desde hace mucho tiempo, está buscando a un joven llamado Bao -repuso Chen, extrayendo una fotografía del maletín-. Ésta es una fotografía de él, tomada hace aproximadamente un año en la provincia de Jiangxi. Al igual que otros provincianos, Bao no ha inscrito su residencia en la ciudad. Al detective Yu le está costando mucho localizarle. No creo que Bao esté relacionado con la Blue u otras tríadas, pero esas organizaciones quizás sepan más sobre los provincianos de lo que sabemos nosotros. La policía no posee control directo sobre ellos.

– Deja que pregunte por ahí. Hay una cosa que sí sé sobre esta gente de la provincia: si son de Jiangxi, siempre permanecen juntos en una zona segura y nueva, como la aldea Wenzhou, un lugar que la policía todavía no controla, pero donde los Blue poseen contactos.

– Exacto. Es un caso importante para mi compañero. Si logras descubrir algo antes de este viernes, te estaría muy agradecido.

– Haré lo que pueda, inspector jefe Chen.

– Te debo un favor muy grande, Gu -le dijo Chen-. Infórmame cuanto antes. Te lo agradezco de verdad.

– ¿Para qué están los amigos? Tú también estás ayudando a tu amigo.

La llegada de la comida impidió que pudieran decir más, pero Chen pensó que ya habían tratado lo qué más importaba.

La comida no fue demasiado satisfactoria. El cerdo gulao sabía igual que el cerdo agridulce hecho en casa con prisas. La ternera con salsa de ostras no sabía tan bien como lo recordaba. La leche frita daba risa.

Y Gu pagó la cuenta una vez más. El camarero tomó la tarjeta de crédito oro de Gu -un símbolo inequívoco de su riqueza- sin prestar atención al dinero en efectivo que Chen sostenía en la mano.

Después, por la tarde, Chen llegó al Hospital Renji con una cesta pequeña de bambú llena de fruta. En el mostrador principal le dijeron que habían cambiado a su madre a otra habitación. Aterrorizado, Chen subió las escaleras corriendo, donde averiguó que la habían trasladado a una habitación mejor, semiprivada y que disponía de instalaciones más avanzadas. Su madre se alegró al verle; se reclinó en la cama regulable, con aspecto más relajado que semanas anteriores.

– Estoy muy bien -le dijo-. Me han estado haciendo infinidad de pruebas. No hace falta que vengas cada día. Y no me traigas nada más, ya tengo muchos regalos.

Era cierto. Había tantas cosas encima de la mesilla de noche que casi parecía un escaparate de una tienda de alimentos selectos: salmón ahumado, rosbif, nidos de pájaro blancos, ginseng americano, perla en polvo, los hongos arbóreos conocidos por el nombre «oídos negros de árbol», e incluso una botella de vodka ruso.

Chen creyó adivinar de quién podrían provenir todos aquellos regalos.

– No, no son todos del Chino Extranjero Lu -dijo su madre, negando con la cabeza como si estuviera desaprobando algo imposible de palpar-. Algunos son de un tal Sr. Gu. No le había visto antes de que viniera a verme aquí. Debe de ser un nuevo amigo tuyo, supongo. Se empeñó en llamarme tía, como hace Lu. También exigió ver al director del hospital en mi habitación, y justo delante de mí, le entregó un sobre rojo y gordo.