Con sus orígenes en Shanghai, él se consideraba diferente. No lograba olvidar sus ambiciones, la esperanza de que había un montón de dinero esperándole como el sobrino-nieto de Yang.
Empezó a leer sobre Yang y descubrió la novela, Muerte de un Profesor Chino. Al igual que otras personas, creyó que el éxito de dicha novela derivaba de la relación que Yin mantuvo con Yang. De modo que Bao pensó que su derecho como heredero legal de Yang no debería quedar en el olvido.
Y si Yang le había dejado a Yin una colección de poesías, Bao consideró que podrían existir más manuscritos, tal vez de traducciones o novelas. En una ocasión, su madre comentó que Yang estaba escribiendo una historia, antes de la Revolución Cultural. También se dio cuenta de que, gracias a la notoriedad que había cobrado Muerte de un Profesor Chino, podría haber una segunda o incluso una tercera edición de la colección de poemas de Yang, de la cual podría obtener algún dinero.
Bao no solamente se dejaba llevar por sus especulaciones.
A la vez que trabajaba en empleos de baja categoría, intentaba por todos los medios hacer fortuna mediante todos los métodos que se le ocurrían. Empezó a apostar al mah-jongg. No funcionó. No perdió mucho, pero las noches largas y sin dormir a la mesa de mah-jongg le costaron varios trabajillos. Entonces, se introdujo en el mercado bursátil utilizando dinero prestado. Aunque al principio ganó un par de cientos de yuanes, pronto empezó a acumular pérdidas al tiempo que el dinero parecía hundirse en un cenagal. Sus acreedores comenzaron a acosarle, llamándole a la puerta a altas horas de la madrugada.
Desesperado, pensó en recurrir de nuevo a Yin. Ella tenía mucho dinero, o al menos, eso es lo que Bao creía.
Bao opinaba que Yin debería haberle ayudado.
Yin no habría sido nadie de no ser por Yang. El libro, el dinero, la fama… todo procedía de la relación que había mantenido con él. ¿Y cuál era esa relación? Ni siquiera estaban casados. Ella ni siquiera tenía un certificado de matrimonio.
El, Bao, era el único heredero legítimo de Yang.
Bao dudó en recurrir a Yin debido al acuerdo que habían firmado. Además, suponía que el esfuerzo seguramente sería en vano. Sin embargo, cuando Bao se enteró de la visita de Yin a Hong Kong se le ocurrió una idea. Por entonces, las personas que volvían de viajes en el extranjero, incluido Hong Kong, tenían derecho a una cierta cuota destinada a la compra de bienes importados, como los televisores de Japón o los equipos estéreo de Estados Unidos. Si estas personas no querían utilizar la cuota para sí mismos, podían venderla en el mercado negro por un precio bastante mayor. Bao pensó que Yin no tendría espacio suficiente para este tipo de equipos en su habitación tingzijian, ni las agallas para vender las cuotas en el mercado negro. Por lo tanto, Bao pretendía pedirle que se las cediera, algo que probablemente carecía de valor para ella.
Bao la llamó, pero antes de que pudiera empezar a explicarle su propuesta, Yin se encolerizó y amenazó con llamar a la policía si volvía por su calle. Así pues, fue a visitarla al centro donde daba clases, suponiendo que una profesora de universidad como ella no querría ofrecer un escena pública sobre algo relacionado con su vida privada. Bao consiguió entrar en la universidad afirmando que era un antiguo alumno de Yin. Y la encontró en su oficina, sola.
– Si no vas a utilizar la cuota, no pierdes nada cediéndomela -le explicó en tono totalmente razonable, según su opinión-. Como el único sobrino-nieto de Yang te pido que por favor me ayudes.
– Bueno -dijo ella después de observarle un buen rato-. He estado intentando ahorrar algo de dinero para comprarme un televisor a color, pero la cuota sólo es válida durante seis meses. Llámame en un par de meses. Si por entonces todavía no he reunido el dinero, la cuota es tuya.
No fue un no rotundo. Acto seguido Yin se puso de pie.
– Ahora tienes que irte. Tengo clase en diez minutos. Deja que te acompañe a la puerta.
Sin embargo, antes de llegar al final del pasillo, dos alumnas jóvenes se acercaron a ella con cuadernos en las manos.
– Desde aquí ya sabes dónde está la salida -le dijo.
Así hizo Bao, pero oyó algo que le hizo detenerse y esconderse detrás de una columna de hormigón.
– Profesora Yin. Seguramente se acuerde de mí -le dijo una de las chicas en tono dulce-. Me dio clase hace dos años. Usted decía que yo era su alumna preferida. Necesito que me ayude cuando vaya a Estados Unidos. Necesito una carta de recomendación.
De lo que pudo oír, Bao sacó en conclusión que Yin marcharía en dos meses a Estados Unidos. Así que su promesa carecía de valor.
Cuanto más lo pensaba, más enfadado se sentía. A su modo de ver, incluso la oportunidad de que Yin pudiera viajar al extranjero era consecuencia de su relación con Yang. Bao decidió que debía actuar antes de que fuera demasiado tarde.
Recordó que Yin había dejado las llaves en la cerradura del cajón de su escritorio cuando, literalmente, le había echado de su despacho, y que no había cerrado la puerta con llave porque casualmente uno de sus colegas entraba en ese instante. De modo que volvió a hurtadillas a su oficina. El colega de Yin ya no estaba allí, y la puerta seguía abierta. Nadie le vio entrar en el despacho. Sin embargo, su búsqueda en el cajón del escritorio fue en vano.
El único dinero que encontró fueron unas monedas en una caja pequeña de plástico. Pero entonces se dio cuenta de que en el llavero también estaban las llaves de la puerta trasera de la casa shikumen y de la habitación de Yin. Y se acordó de algo. Durante su anterior estancia con Yin, ésta le pidió a Bao que hiciera un duplicado de las llaves para que él también pudiera utilizarlas. Quizás por su acento, o por su apariencia rústica, el cerrajero hizo dos duplicados de cada llave, y eso fue lo que le cobró. Bao no se lo contó a Yin por vergüenza y pagó las llaves adicionales de su propio bolsillo. Más adelante, sólo le devolvió un juego. Bao conservó las llaves en un llavero decorado con la imagen de una bailarina del ballet Red Woman Soldier; a modo de recuerdo. Cuando volvió a Shanghai, se llevó las llaves consigo.
Empezó a idear un plan, pero fue prudente. Recordó el hábito de Yin de levantarse temprano cada mañana para practicar taichi. Normalmente, salía del edificio shikumen sobre las cinco y cuarto, y no volvía hasta después de las ocho. Durante ese tiempo, él podría entrar en su habitación, coger todo lo que hubiera y marchar de la casa por la puerta trasera o delantera. Cuanto más temprano mejor, por supuesto, ya que la mayoría de los inquilinos no se levantarían hasta las seis. Siempre y cuando no le vieran salir del cuarto de Yin, no correría peligro. El único riesgo posible sería que uno de los vecinos pudiera reconocerle. Pero desde su visita anterior, Bao había crecido, así que el riesgo era muy pequeño. Y aunque le identificaran como el ladrón, la policía seguramente no emplearía demasiado esfuerzo en localizar a un mero ladronzuelo, y tampoco resultaría fácil dar con él en Shanghai.
Para asegurar su plan, Bao se dedicó a vigilar un poco. Después de haber observado en secreto la calle durante una semana, decidió actuar. Entró sin que nadie le viera por la puerta trasera, poco después de que Yin saliera del edificio la mañana del siete de febrero. Realmente no pensaba que estuviera haciendo nada malo, ya que consideraba que era justo que él recibiera una parte del legado de Yang.
Pero tardó mucho más tiempo del que creía en encontrar algo de valor que robar. Había menos dinero del que esperaba, ningún talonario, y mucho menos una tarjeta de crédito. Entonces, encontró el manuscrito en inglés en una caja de cartón, debajo de la cama. No podía entender lo que decía, pero supuso qué podría ser.