– Las cosas no son como antes, ya sabe, cuando las normas de empadronamiento eran realmente eficaces -al tiempo que hablaba, Oíd Liang condujo a Yu a un despacho pequeño, el cual parecía una división del vestíbulo original, y le ofreció una taza de té.
Oíd Liang había pasado por tiempos mejores, en los sesenta y en los setenta, cuando el empadronamiento era una cuestión de supervivencia en una ciudad con una política estricta sobre los cupones de racionamiento de comida. Los cupones eran necesarios para adquirir productos de primera necesidad como arroz, carbón, carne, pescado, aceite para cocinar y hasta cigarrillos. Es más, la teoría del presidente Mao sobre la lucha de clases se aplicó a todos los ámbitos de la vida. Según Mao, durante el largo período de socialismo los enemigos de la lucha de clases nunca cesarían en sus intentos por sabotear la dictadura del proletariado. De modo que un agente policial de barrio debía permanecer alerta siempre. Debía considerar a todos los vecinos como enemigos políticos potenciales al acecho. La seguridad en las barriadas era extremadamente eficiente. Si alguien se mudaba a la zona una mañana, sin avisar a las autoridades locales, un policía del distrito le visitaba esa misma noche.
Pero las cosas cambiaron de forma gradual en los ochenta y de forma drástica en los noventa. El sistema de cupones para el racionamiento de comida casi se había extinguido, así que la gente ya no tenía que depender tanto de las tarjetas de registro de propiedad. Y tampoco se aplicaba estrictamente la regulación en función de los permisos residenciales. Miles de obreros provincianos emigraban en tropel a Shanghai. Las autoridades de la ciudad conocían bien el problema, pero la mano de obra barata estaba muy solicitada en la construcción y en el sector de servicios.
Aún así, Oíd Liang seguramente hizo un trabajo concienzudo. Algunas de las informaciones que Yu había revisado en el autobús sin duda procedían de este agente veterano del barrio.
– Permítame que le proporcione información general sobre Yin, detective Yu -dijo Oíd Liang-, y también sobre el vecindario.
– Eso sería estupendo.
– Yin se mudó a esta calle después de vivir en la residencia universitaria, hacia mediados de los ochenta. No conozco las razones exactas de por qué se mudó. Algunos dicen que fue porque no se llevaba bien con sus compañeras de habitación. Otros opinan que, a causa del éxito de su novela, la universidad decidió mejorar sus condiciones de vida. Un tingzijian, un cubículo diminuto situado en el rellano de las escaleras y separado de éstas mediante tabiques, no fue una gran mejora. Pero al menos disponía de una habitación para ella sola, en la cual podía leer y escribir en privado. Al parecer con eso tenía suficiente.
– ¿Nadie en el departamento de policía contactó con usted para informarle de que se mudaba a esa calle?
– Me informaron de sus antecedentes políticos, pero nadie me dio ninguna instrucción específica. Tratar con un disidente puede ser delicado. Como agente policial de este barrio, todo lo que podía hacer era vigilarla de cerca y recopilar todo tipo de información posible por parte de sus vecinos. El comité de vecinos no se dedicó a hacer nada en especial. Todo lo relacionado con una disidente política habría sido muy complicado p ira nosotros. Simplemente la tratamos igual que al resto de vecinos de esta calle.
– ¿Cómo era su relación con los demás vecinos?
– No era buena. Cuando se mudó los vecinos no notaron nada inusual en ella, a excepción de que, como profesora universitaria, había escrito un libro sobre la Revolución Cultural. Todo el mundo había vivido su propia experiencia en aquel desastre nacional. A nadie le apetecía hablar de ello. Cuando se conocieron los detalles de su libro, algunas personas se interesaron por ella en cierto modo. Una historia desgarradora, ya que Yin continuaba soltera después de todos esos años. Algunos vecinos sentían compasión por ella, pero Yin no se llevaba bien con ellos. Parecía empeñada en encerrarse en su habitación tingzijian, lamiéndose las heridas en secreto.
– A mí me parece comprensible. Su desgracia era algo personal y quizás fuese demasiado doloroso hablar de ello con alguien.
– Pero lo que hace especial el vivir en una casa shikumen es el contacto constante con los vecinos, cada hora, cada día -repuso Oíd Liang, dando un sorbo al té-. Algunas personas definen a los ciudadanos de Shanghai como chanchulleros. Eso no es cierto, aunque la gente que vive aquí siempre ha vivido en sociedades diminutas y ha aprendido de ellas a relacionarse con las demás personas. Tal y como dice un viejo dicho, «Los vecinos cercanos son más importantes que los parientes lejanos». Pero Yin parecía haberse propuesto distanciarse de sus vecinos. En consecuencia, ellos se sentían molestos y la trataban como a una extraña. Lanlan, una de sus vecinas, dijo algo al respecto: «Su mundo no está aquí».
– Tal vez estuviese tan ocupada escribiendo que no tuviese tiempo para hacer amigos -objetó Yu, a la vez que miró de reojo el reloj. Oíd Liang se parecía a su padre, Oíd Hunter, en un aspecto: ambos eran conversadores incansables y en ocasiones se desviaban del tema-. ¿Tenía usted contacto directo con ella?
– Bueno, lo tuve cuando vino a registrar su residencia. Fue bastante antipática, hasta un poco hostil, como si yo fuera uno de los que propinaron una paliza a Yang años atrás.
– ¿Ha leído la novela?
– Entera no, sólo algunos fragmentos citados en periódicos o revistas. ¿Sabe qué? -Oíd Liang continuó hablando sin esperar a que Yu le respondiera-. Algunos lectores se cabrearon de verdad por lo que escribió sobre haber pertenecido a la Guardia Roja, defensora del fervor proletario, y por hacer cosas a las que ella sencillamente denominó «algunos actos demasiado apasionados» en nombre de la revolución.
– ¿Esa también era la reacción de sus vecinos?
– Oh, no. No creo que muchos de ellos hubieran leído el libro. Quizás sólo habían oído hablar de él. Lo que yo sé es gracias a las investigaciones que he realizado.
– Ha hecho un buen trabajo, Oíd Liang -repuso Yu-. Ahora vayamos a su casa.
CAPÍTULO 4
El detective Yu se detuvo frente a la puerta delantera negra de roble macizo y utilizó la aldaba de metal brillante, la cual debía de llevar allí desde que construyeron la casa shikumen.
– La casa tiene dos entradas -explicó Oíd Liang-. La puerta delantera se puede cerrar desde dentro. Normalmente, se cierra a partir de las nueve en punto. También hay una puerta trasera a la que se accede por la callejuela posterior.
La explicación no resultó necesaria para el detective Yu, quien no había mencionado el hecho de que hubiera vivido durante muchos años en un edificio similar; sin embargo, escuchó de buena gana. Tras cruzar el patio, llegó a la zona común de la cocina. Se abrió paso entre los hornos de carbón de una docena o más de familias, entre cazuelas y sartenes, entre briquetas de carbón y casilleros colgados en la pared. Yu contó quince hornos en total. Al fondo de la cocina se encontraba la escalera, diferente de la que Yu tenía en casa, ya que en el descansillo se había separado una habitación adicional mediante tabiques. Un tingzijian, situado en el rellano encima de la cocina, entre la primera planta y la segunda. Normalmente, se consideraba una de las peores habitaciones en los edificios shikumen.
– Subamos a la habitación de Yin. Tenga cuidado, detective Yu, la escalera es muy estrecha. ¿No resulta una coincidencia -continuó Oíd Liang-, que un gran número de escritores vivieran en tingzijians en los años treinta? La «Literatura tingzijian», recuerdo, hacía referencia a los escritores que trabajaban en la pobreza. Hubo un «escritor tingzijian» muy conocido en esta zona antes de 1949, pero no me acuerdo de su nombre.
Yu tampoco se acordaba, aunque creía haber escuchado antes ese término. Se preguntó cómo podrían esos escritores concentrarse con gente subiendo y bajando por la escalera todo el tiempo.