George Alec Effinger
Cuando falla la gravedad
…Debe ser el mejor hombre de su mundo, y lo bastante bueno para cualquier mundo…
Se trata de un hombre solitario y su orgullo es que le trates como a un hombre orgulloso o te arrepientas de haberle conocido. Habla como los hombres de su tiempo, es decir, con tosco ingenio, agudo sentido de lo grotesco, aversión a la impostura y desprecio por lo mezquino.
En memoria de Amber.
«Y existen quienes nadie conmemora.»
1
El cabaret de Chiriga se hallaba justo en el centro del Budayén, a ocho manzanas de la puerta Este y a otras ocho del cementerio. Resultaba muy útil tenerlo tan a mano. El Budayén era un lugar peligroso y todo el mundo lo sabía. Por eso, una muralla rodeaba tres de sus lados. A los viajeros se les advertía que no se acercasen al Budayén, pero iban a pesar de ello. Toda su vida habían oído hablar de él, y no se perdonarían regresar a casa sin haberlo visto por sí mismos. Algunos entraban por la puerta Este y recorrían la «Calle», presas de curiosidad; al cabo de dos o tres manzanas, empezaban a ponerse nerviosos, y tenían que buscar un lugar donde sentarse y beber algo, o tomarse una o dos píldoras. Después, se apresuraban a regresar por donde habían venido y se consideraban afortunados de poder volver al hotel. Otros no tenían tanta suerte, y se quedaban en el cementerio. Como he dicho, era un cementerio muy bien situado, y les ahorraba un montón de tiempo y de problemas a todos.
Entré en el club de Chiri, satisfecho por abandonar el bochornoso calor de la noche. A la mesa más cercana a la puerta se sentaban dos mujeres, turistas de mediana edad, con bolsas llenas de recuerdos y regalos para sus amigos. Una de ellas llevaba una cámara fotográfica y sacaba instantáneas holográficas de las personas que había en el cabaret. Los asiduos no estaban muy conformes con ello, pero solían ignorar a esa clase de turistas. Un hombre no hubiera podido sacar esas fotos sin pagarlas. Todos hacían caso omiso de las dos mujeres, excepto un hombre alto, muy delgado, que llevaba un oscuro traje de corte europeo y corbata; se trataba del traje más extravagante que yo había visto esa noche. Me pregunté qué se llevaría entre manos, y me quedé en la entrada un momento, para escuchar con disimulo.
—Me llamo Bond —decía el tipo —. James Bond.
Por si había alguna duda.
Las dos mujeres parecían asustadas.
— ¡Oh, Dios mío! —suspiró una de ellas.
Aquí, entro yo en escena. Me acerqué al moddy por detrás y le agarré de una muñeca. Deslicé mi pulgar sobre la uña del suyo y se lo apreté hasta la palma de la mano. Él lanzó un grito de dolor.
—Vamos, viejo cero cero siete —murmuré junto a su oído—, ve a dar la paliza a otro lado.
Le acompañé hasta la puerta y le propiné un fuerte empellón hacia la sofocante y húmeda oscuridad.
Las dos mujeres me miraron como si yo fuera el Mesías que volvía con su salvación personal en sobres separados.
—Gracias —dijo la de la cámara. Hablaba en francés—. No sé qué más decir aparte de gracias.
—No ha sido nada —contesté—. No me agrada ver a esa gente, con sus módulos de personalidad conectados, que molestan a todos menos a otro moddy.
La segunda mujer parecía perpleja.
—¿Un moddy, joven?
Como si no los hubiera en dondequiera que ella viviese.
—Sí. Lleva un módulo de James Bond, y se cree él. Estará toda la noche con la misma canción, hasta que alguien le sacuda y le haga saltar el módulo de la cabeza. Es lo que se merece. También debe llevar Alá sabe qué tipo de daddies. —De nuevo, vi aquella expresión de perplejidad, así que proseguí—: Daddy es lo que llamamos un potenciador. Un daddy proporciona conocimiento temporal. Digamos que te enchufas un daddy de sueco y, hasta que te lo quitas, entiendes el sueco. Los tenderos, abogados y otros «chorizos» usan daddies.
Las dos mujeres me miraron con expresión de sorpresa, como si estuvieran decidiendo si todo eso podía ser cierto.
—¿Se lo conectan en el cerebro directamente? —preguntó la segunda mujer—. ¡Qué horror!
—¿De dónde son ustedes? —inquirí. Se miraron entre sí.
—De la República Popular de Lorena —respondió la primera.
Eso lo explicaba todo: era probable que nunca hubieran visto a un loco con un moddy activado.
—Señoras, si no les molesta un pequeño consejo —dije —, creo que se han equivocado de barrio. De hecho, no se encuentran en el local adecuado.
—Gracias, señor —repuso la segunda mujer.
Con gran revuelo, recogieron sus paquetes y sus bolsas, dejaron sus bebidas sin terminar y salieron a toda velocidad. Espero que abandonaran el Budayén sanas y salvas.
Esa noche, Chiri trabajaba sola detrás de la barra. Me gustaba, éramos amigos desde hacía tiempo. Era una mujer alta y magnífica; su negra piel estaba tatuada con dibujos geométricos de escarificaciones que sus lejanos antepasados llevaban. Cuando sonreía, gesto que no prodigaba en exceso, sus dientes brillaban con un blanco turbador, y producían esa sensación porque, al hacerlo, mostraba unos afilados caninos, tradicionales de los caníbales, ya me entienden. Cuando un extraño entraba en el club, sus ojos se volvían inquisitivos y sombríos, tan carentes de interés como dos agujeros de bala en la pared. Al verme, me dirigió esa amplia sonrisa de bienvenida.
—¡Jambo! —gritó.
Me apoyé sobre la estrecha barra y le di un beso fugaz en la decorada mejilla.
—¿Qué pasa, Chiri? —pregunté.
—Njema —dijo en suajili, en un intento de ser amable. Luego sacudió la cabeza—. Nada, nada, el mismo maldito y aburrido trabajo.
Yo asentí. No hay cambios en la «Calle», sólo los rostros. En el club había doce clientes y seis chicas. Yo conocía a cuatro de ellas, las otras dos eran nuevas. Debían llevar años en la «Calle», igual que Chiri, o, de lo contrario, ya se habrían largado.
—¿Quién es ésa? —pregunté, señalando a la chica nueva del escenario.
—Quiere que la llamen Pualani. ¿Te gusta? Dice que significa «Flor celestial». No sé de dónde es. Pero se trata de una tía auténtica.
Enarqué las cejas.
—Ahora tendrás con quien charlar —dije.
Chiri me dedicó la más dudosa de sus expresiones.
—Oh, sí. Intenta hablar un rato con ella, ya verás.
—¿Tan mal?
—Ya verás. No serás capaz de evitarlo. Qué, ¿has venido a hacerme perder el tiempo o tomarás algo?
Miré el reloj digital que destellaba sobre la caja registradora, detrás de la barra.
—Tengo una cita dentro de media hora.
Chiri arqueó las cejas.
—¿Negocios? Trabajamos de nuevo, ¿no?
—Demonios, Chiri, éste es mi segundo trabajo de este mes.
—Entonces, compra algo.
Yo intentaba pasar de drogas cuando sabía que debía reunirme con un cliente, así que pedí lo de siempre, una parte de ginebra y otra de bingara sobre hielo con lima. Me quedé en la barra, aunque el cliente estaba a punto de llegar, porque si me sentaba a una mesa, las dos chicas nuevas intentarían ligar conmigo. Lo harían a pesar de que Chiri las ahuyentase. Ya habría tiempo de sentarse cuando ese tal Bogatyrev apareciera.