Выбрать главу

En ese mismo momento, mi ingenio natural me avisaba de que algo iba mal. Tami no se habría dejado la puerta abierta, a no ser que Nikki hubiera olvidado su llave…

Al final de la escalera, la vi en la misma postura, más o menos, en que la había visto el día anterior. El rostro de Tamiko estaba pintado con el mismo blanco austero y los mismos horribles trazos negros. Desnuda, la palidez de su cuerpo artificial, mejorado por la cirugía, resaltaba sobre el suelo de madera. Su piel tenía una lánguida, enfermiza blancura, excepto en las marcas oscuras de quemaduras y moretones alrededor de sus muñecas y su garganta. Un gran corte, de oreja a oreja, había formado un enorme charco de sangre, en el que su maquillaje blanco se había corrido un poco. Esta «Viuda Negra» nunca más picaría a nadie.

Me senté a su lado sobre los almohadones y la observé mientras intentaba entender lo ocurrido. Puede que Tami se hubiera ligado al tipo equivocado y éste hubiese sacado su arma antes de que ella destapase la suya. Las marcas de quemaduras y los moretones indicaban tortura… , una larga, lenta y dolorosa tortura. Tami había pagado con creces lo que me había hecho a mí. Qadaa oo qadar. un juicio de Dios y del destino.

Estaba a punto de llamar a la oficina del teniente Okking cuando el teléfono de mi cinturón sonó. Estaba tan absorto en mis pensamientos, contemplando el cadáver de Tami, que el timbre me sobresaltó. Sentarse en una habitación con el cadáver de una mujer contemplándote es bastante aterrador. Contesté al teléfono.

—¿Sí? —dije.

—¿Marîd? Tienes que…

Luego oí colgar el teléfono. No estaba seguro de a quién pertenecía la voz, pero me pareció reconocerla. Parecía la de Nikki.

Me quedé sentado un poco más, preguntándome si Nikki trataba de pedirme algo o alertarme. Me quedé petrificado, incapaz de cualquier movimiento. Las drogas me hacían efecto, pero esa vez apenas las notaba. Respiré a fondo dos veces y dije el código de Okking por teléfono. Esa noche no habría Dulce Pilar.

4

Había aprendido algo interesante.

Eso no me compensó la mierda de día que había pasado, pero era un hecho para archivar en mi estimado cerebro: a los tenientes de policía rara vez les entusiasman los homicidios sobre los que les informas menos de media hora antes de que su servicio acabe.

—Tu segundo cadáver en menos de una semana —observó Okking cuando apareció en el apartamento de la calle Trece—. No vamos a pagarte comisión, si es lo que andas buscando. En general, tratamos de disuadir a la gente de este tipo de acciones, si podemos.

Miré el rostro con expresión de cansancio y enrojecido de Okking y supuse que en mitad de la noche eso pasaba por una irónica broma de policía. No sabía de dónde procedía Okking, tal vez de algún país europeo, arruinado y en bancarrota, o de una de las federaciones del Norte de América; pero tenía un verdadero don para congeniar con las innumerables facciones belicosas que residían en su jurisdicción. Su árabe era el peor que yo había oído jamás —solíamos mantener conversaciones exacerbadas en francés—; sin embargo, era capaz de manejar a las diversas sectas musulmanas, a los religiosos devotos y a los no practicantes, a los árabes y a los no árabes, a los ricos y a los pobres, a los honrados y a los no tan honrados, con el mismo toque elegante de humanidad e imparcialidad. Creedme, odio a los policías. Mucha gente en el Budayén les odia o desconfía de ellos o, simplemente, no les gustan. Yo les odio. Cuando yo era muy joven, mi madre se vio obligada a prostituirse para alimentarnos y criarnos. Recuerdo con dolorosa nitidez los juegos a los que los policías la sometían. Eso ocurrió en Argelia, hace mucho tiempo; pero, para mí, un policía es un policía. Excepto el teniente Okking.

La expresión del forense, estoica por lo general, reveló un ligero gesto de asco al ver a Tamiko. Hacía unas cuatro horas que había muerto, informó. Dio una descripción general del asesino a partir de las huellas dactilares del cuello de Tami y otras pistas. El asesino tenía dedos gruesos y cortos; los míos son largos y delgados, además de que disponía de una coartada: la prescripción del hospital con la hora de mi visita estampada y la receta escrita.

—Bien, amigo —dijo Okking, jovial a su manera cáustica—, creo que no es peligroso devolverte a las calles.

—¿Qué opina? —le pregunté, señalando el cadáver.

Okking se encogió de hombros.

—Parece obra de un maníaco. Ya sabes que las putas suelen acabar como ésta. Forma parte de sus gastos generales, como el maquillaje y la tetraciclina. Las otras putas lo dan por perdido e intentan no pensar en ello. Harían mejor en meditar sobre ello, porque quien lo haya hecho puede repetirlo, ésa es mi experiencia. Tendremos dos o tres o cinco o diez muertos antes de que le echemos el guante. Cuéntales a tus amigas lo que has visto. Cuéntaselo tú, a ti te escucharán. Corre la voz. Diles a los seis u ocho sexos que tenemos entre estas murallas que no acepten citas con hombres de metro setenta, corpulentos, con dedos cortos y gruesos, y propensión al sadismo máximo mientras se acuesta con ellas.

Ah, sí, el forense descubrió que el asesino había dado la vuelta al mundo mientras golpeaba a Tami, marcaba su cuerpo desnudo con un hierro y la estrangulaba. Había encontrado rastros de semen en sus tres orificios.

Hice lo que pude para correr la voz. Todos compartían mi secreta opinión: sería mejor que quien hubiera matado a Tami vigilase su propio culo. Quien jode a las «Viudas Negras» suele salir jodido y hecho una mierda. Devi y Selima buscarían a todo aquel que se ajustara a la descripción general, con la esperanza de encontrar al tipo adecuado. Yo tenía la sensación de que no le inocularían la toxina a la primera oportunidad. Había aprendido en mí mismo cuánto les divertía lo que ellas consideraban un estímulo erótico.

El día siguiente Yasmin libraba; la llamé sobre las dos de la tarde. No había estado en casa en toda la noche; aunque aquello no era de mi incumbencia, me sentía molesto y me sorprendió descubrir que me sentía algo celoso. Quedamos para comer a las cinco en nuestro café favorito. Puedes sentarte en una mesa de la terraza y mirar el tráfico de la «Calle». A sólo dos manzanas de la puerta, la «Calle» no parece tan lúgubre. El restaurante era un buen lugar para descansar. Por teléfono, no le comenté a Yasmin los problemas del día anterior. Me habría tenido hablando toda la tarde, y ella necesitaba tres horas para llegar puntual a la cita.

Y así fue, tomé dos copas mientras la esperaba. Llegó a las seis menos cuarto. Cuarenta y cinco minutos tarde era casi un récord para ella; de hecho, yo no la esperaba hasta la seis. Deseaba llevarle dos bebidas de ventaja. Sólo había dormido cuatro horas, con horribles pesadillas todo ese tiempo. Quería tomar algún licor, una buena comida y que Yasmin me cogiese de la mano mientras le contaba mis aventuras.

—¡Marhaba! —gritó, alegre, mientras se aproximaba entre las mesas y las sillas de hierro.

Hice una seña a Ahmed, nuestro camarero, que tomó nota de la bebida de Yasmin y nos dejó el menú. La miré mientras estudiaba la carta. Llevaba un veraniego vestido de algodón fino, de estilo europeo, amarillo con mariposas blancas. Su negro cabello estaba cepillado, suave y lustroso. Una media luna de plata colgaba de una cadena alrededor de su moreno cuello. Estaba adorable. Yo odiaba molestarla con mis noticias. Decidí retrasarlas tanto como pudiera.

—¿Cómo te ha ido? —dijo, mirándome con una sonrisa.

—Tamiko está muerta —solté.

Yo estaba loco. Debía de existir otra forma de empezar la historia con un golpe menos horrible.