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Hassan reflexionó un instante sobre el problema.

—Por supuesto, ya sabes que una parte de ese dinero me será pagada, indirectamente a mí.

—Sí, oh, sapientísimo.

—Pues déjame todo el dinero a mí, y yo le daré su parte a Abdulay en cuanto le vea.

—Excelente idea, pero preferiría que Abdulay me extendiera un recibo. Tu integridad está fuera de toda duda, pero Abdulay y yo no nos apreciamos de la misma manera que tú y yo.

A Hassan no le sentó demasiado bien, pero no podía ponerme objeción alguna.

—Creo que hallarás a Abdulay detrás de la puerta de hierro.

Nos volvió la espalda con rudeza y continuó con su trabajo.

—Tu acompañante debe quedarse aquí —dijo sin volver el rostro hacia nosotros.

Miré a Yasmin, que se encogió de hombros. Atravesé el almacén rápidamente, entré en el callejón y llamé a la puerta de hierro. Esperé unos segundos mientras alguien me identificaba desde algún lugar. La puerta se abrió. Apareció un viejo con barba, alto y cadavérico, llamado Karim.

—¿Qué desea? —me preguntó, rudo.

—Paz, oh, caíd, he venido a pagar mi deuda con Abdulay Abu-Zayd. La puerta se cerró. Un momento después, Abdulay la abría. —Dámelo. Lo necesito ahora.

Por encima de su hombro pude ver a varios hombres entregados a un animado juego.

—Aquí está todo, Abdulay —dije—, pero has de extenderme un recibo. No quiero que vayas por ahí diciendo que no te he pagado.

Parecía enfadado.

—¿Crees que yo haría tal cosa?

Le devolví una mirada feroz.

—El recibo. Después, te daré tu dinero.

Me llamó un par de asquerosos insultos y se metió en la habitación. Garabateó el recibo y me lo enseñó.

—Dame los mil quinientos kiam —dijo refunfuñando.

—Primero quiero el recibo.

—¡Dame el maldito dinero, macarra!

Durante unos segundos pensé en darle un buen golpe en la nariz con el dorso de la mano y partírsela. Fue una imagen deliciosa.

—¡Mierda, Abdulay! Trae aquí a Karim. ¡Karim! —grité. Cuando el viejo de barbas blancas volvió, le dije:

—Voy a darte un dinero, Karim, y Abdulay te dará ese pedazo de papel que tiene en la mano. Tú le entregarás el dinero a él y el papel a mí.

Karim titubeó, como si la transacción fuera demasiado complicada para él. Después, aceptó. El intercambio se realizó en silencio. Me di la vuelta y regresé por el callejón.

—¡Hijo de puta! —gritó Abdulay.

Sonreí. Ése es un insulto gravísimo en el mundo musulmán, pero como era cierto, nunca me ofendía demasiado. Tal vez fuera por Yasmin y nuestros planes para esa noche, pero dejé que Abdulay abusara más allá de mis límites habituales. Me prometí que pronto ajustaríamos cuentas. En el Budayén no es conveniente que te crean alguien que se somete con mansedumbre a la insolencia y la intimidación.

—Ya puedes pedirle tu parte a Abdulay, Hassan —dije mientras pasaba por el almacén y me dirigía hacia Yasmin—. Es mejor que te des prisa, creo que está perdiendo mucho.

Hassan asintió, pero no me respondió.

—Me alegro de que todo esté solucionado —dijo Yasmin.

—No más que yo.

Doblé el recibo y me lo guardé en el bolsillo del pantalón.

Fuimos al club de Chiri y esperamos a que terminase de servir a tres jóvenes, con uniformes de la Marina calabresa.

—Chiri —dije—, no podemos quedarnos mucho rato, pero quería darte esto.

Conté setenta y cinco kiam y los dejé sobre la barra. Chiri no hizo el más mínimo movimiento hacia el dinero.

—Yasmin, estás preciosa, cielo. Marîd, ¿qué es esto? ¿Las provisiones de anoche?

Asentí.

—Ya sé que te importa mantener tu palabra, pagar tus deudas y toda esa historia del honor. Pero no voy a cobrarte los precios de la «Calle». Guárdate algo. Sonreí.

—Chiri, te arriesgas a ofender a un musulmán. Ella rió.

—Musulmán, mi culo negro. Pues os invito a una copa. Esta noche hay mucho movimiento, un montón de dinero fácil. Las chicas están de buen humor y yo también.

—Tenemos una celebración, Chiri —dijo Yasmin.

Intercambiaron una especie de señal secreta, quizá ese tipo de velada transferencia de conocimiento acompaña a la operación de cambio de sexo. Fuera como fuese, Chiri lo entendió. Tomamos las copas que nos ofreció y nos levantamos para irnos.

—Que paséis una buena noche —nos deseó.

Los setenta y cinco kiam habían desaparecido hacía ya tiempo. No recuerdo haber visto lo que les sucedió.

Kwa herí —dije cuando nos íbamos.

Kwa heríniya kuonana —repuso ella, y luego—: Muy bien, ¿cuál de vosotras, perezosas putas de culo gordo, se supone que debe estar bailando en el escenario? ¿Kandy? Bien, quítate la jodida ropa y ¡a trabajar!

Chiri parecía contenta. Todo iba bien en el mundo.

—Podemos pasar por casa de Jo-Mama —dijo Yasmin—. Hace semanas que no la veo.

Jo-Mama era una mujer enorme, de casi dos metros, entre ciento cincuenta y doscientos kilos, cuyo cabello cambiaba según cierto ciclo esotérico: rubio, pelirrojo, moreno, negro; después, el marrón oscuro empezaba a crecer y cuando ya lo tenía lo bastante largo, se transformaba en rubio otra vez, como por arte de magia. Era una mujer gruesa y fuerte y nadie ocasionaba problemas en su barra, que se abastecía de marinos mercantes griegos. Jo-Mama no tenía ningún reparo en emplear su pistola o su perforador Solingen y crear una paz general, aunque hubiera de mancharlo todo de sangre. Estoy seguro de que Jo-Mama podría enfrentarse a dos Chirigas a la vez y. al mismo tiempo, preparar tranquilamente un Bloody Mary para un cliente. A Jo-Mama, o le gustabas mucho, o te odiaba a muerte. De hecho, deseabas gustarle. Nos detuvimos, nos saludó a gritos con su característica manera de hablar, rápida y distraída.

—¡Marîd! ¡Yasmin!

Nos dijo algo en griego, olvidando que ninguno de nosotros lo entendía. Hablo menos griego que inglés. Todo lo que sé lo he aprendido fijándome en el club de Jo-Mama: sé pedir ouzo y retsina (unas bebidas), decir kalimera (hola) y puedo llamarle a alguien malaka, que parece ser su insulto favorito (por lo que sé, significa «masturbarse»).

Como pude, le di un abrazo a Jo-Mama. Está tan llena que, probablemente, Yasmin y yo, juntos, no podríamos rodear su cintura. Nos incluyó en la historia que contaba a otro cliente en ese momento.

—… así que Fuad regresa corriendo y me dice: «¡Esa negra puta me la ha jugado!». Ahora, ambos sabemos que nada da tanto miedo a Fuad como ser esquilmado por una negra puta.

Jo-Mama me miró, con expresión interrogadora, y yo asentí. Fuad era ese chico increíblemente flaco que sentía fascinación por las negras putas, cuanto más malas y peligrosas fueran, mejor. Fuad no gustaba a nadie, pero él solía salir a la caza de alguna, y estaba tan desesperado por agradar que salía durante toda la noche, hasta que encontraba a la chica de la que resultaba estar enamorado esa semana.

—Así que le pregunté cómo se las había arreglado esta vez para dejarse engañar, porque pensé que, a esas alturas, él conocía ya todos los trucos. Quiero decir, Dios, ni siquiera Fuad es tan estúpido como Fuad, ya sabéis a lo que me refiero. Dijo: «Es una camarera del Big AFs Old Chicago. Pedí una bebida y cuando me trajo el cambio, había humedecido la bandeja con una esponja y la sostenía en alto, donde yo podía verla. Tuve que alargar el brazo para coger el cambio, y el último billete se quedó pegado a la parte húmeda de la bandeja». Así que le tiré de las orejas. «Fuad, Fuad —le dije —, ése es el truco más viejo del libro. Debes haberlo visto un millón de veces. Recuerdo cuando Zainab te lo hizo el año pasado. » Y el estúpido esqueleto asiente con la cabeza, y el gran bulto de su nuez sube y baja, sube y baja, y me contesta: «Sí, pero las otras veces eran billetes de un kiam. ¡Nadie me lo había hecho con uno de diez!». ¡Como si eso lo cambiara todo!