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Jo-Mama empezó a reír, del mismo modo que un volcán comienza a rugir antes de estallar; y cuando rió de veras, la barra se movió y los vasos y las botellas tintinearon mientras nosotros notamos las vibraciones en nuestros taburetes a través de la barra. La risa de Jo-Mama podía ocasionar más daños que alguien lanzando sillas.

—¿Qué deseáis, Marîd? ¿Ouzo y retsina para la joven dama? ¿O una cerveza? Estrujaos el cerebro, no dispongo de toda la noche, tengo un puñado de griegos de Skorpios. Su barco transporta cajas llenas de potentes explosivos para la revolución de Holanda. Les queda un buen trecho de navegación, y se muestran tan nerviosos como una carpa en una convención de gatos; están dejándome seca de bebida. ¿Qué demonios queréis tomar? ¡Maldición! Sacaros una respuesta es como sacarle una propina a un chino.

Se detuvo el tiempo suficiente para que yo pudiera decir unas pocas palabras. Pedí un gin con bingara y lima y Yasmin un Jack Daniels con Coca-cola. Jo-Mama empezó otra historia, yo la observaba como un halcón porque algunas veces empieza historias que cautivan y hacen que te olvides del cambio. A mí nunca me ocurre eso.

—Dame el cambio en billetes de uno, Mama —dije, interrumpiendo su historia y recordándoselo, por si mi cambio se le había ido de la memoria.

Me lanzó una mirada divertida, me devolvió el cambio y le di todo un kiam de propina. Se lo metió en el sostén. Tenía espacio en él para todo el dinero que había visto en mi vida. Terminamos nuestras bebidas después de dos o tres historias más, le dimos un beso de despedida y vagamos «Calle» arriba. Nos paramos en Frenchy y en algunos otros lugares y, cuando llegó la hora de irse a casa, ya estábamos convenientemente colocados.

No intercambiamos ni una palabra, ni siquiera nos detuvimos a encender la luz o ir al baño. Nos desnudamos y nos acostamos muy juntos. Deslicé mis dedos sobre el dorso de sus muslos, le encanta. Ella me rascaba la espalda y el pecho, que es lo que a mí me gusta. Yo tocaba ligeramente su piel con las yemas de los dedos, apenas rozándola, desde su axila, por su brazo, hasta su mano, y luego le acariciaba la palma y los dedos. Recorrí otra vez su brazo hacia abajo, por su costado, y pasé por sus excitantes nalgas. Empecé a rozar sus pliegues más íntimos de igual modo. Oí que emitía suaves sonidos, no se dio cuenta de que sus manos habían quedado debajo de su cuerpo, ella se tocó los senos. Alargué los brazos y la agarré por las muñecas, inmovilizando sus brazos sobre la cama. Abrió los ojos, sorprendida. Emití un suave gruñido, coloqué su pierna derecha alrededor de mi cuerpo, con un poco de rudeza, y le separé la izquierda con la mía. Ella se estremeció con un gemido. Trataba de tocarme pero yo no le soltaba las muñecas, la tenía inmovilizada. Sentí un fuerte, casi cruel sentimiento de control, aunque manifestado del modo más cuidadoso y tierno. Parece una contradicción. Si no habéis sentido lo mismo alguna vez, no puedo explicároslo. Yasmin se entregaba a mí sin palabras, por completo, cuando la tomaba, y con el deseo de que lo hiciera. Le gustaba un poco de violencia de vez en cuando. La fuerza moderada que me permitía, sólo la excitaba más. Entonces entré en ella, y exhalamos juntos un suspiro de placer. Nos movimos despacio, levantó las piernas, abiertas, puso sus rodillas en mis caderas y se apretó contra mí, tanto como pudo, mientras yo la penetraba, tan íntimamente como me era posible. Nos estrechamos así, despacio, y prolongamos cada dulce caricia, cada choque sorpresa de fuerza durante un buen rato. Yasmin y yo nos abrazamos mientras los latidos de nuestros corazones y nuestra respiración se aceleraban. Nos unirnos hasta que nuestros cuerpos se calmaron, y permanecimos abrazados, satisfechos, vivificados por esa nueva declaración de necesidad mutua, de confianza mutua y, sobre todo, de amor mutuo. Supongo que nos separamos y dormimos algún rato, pero a la mañana siguiente, cuando me desperté, nuestras piernas seguían entrelazadas, y la cabeza de Yasmin reposaba sobre mi hombro.

Todo estaba arreglado, vuelto a la normalidad. Tenía el amor de Yasmin, dinero en el bolsillo para unos cuantos meses y acción siempre que la desease. Sonreí con dulzura y, poco a poco, me sumergí en sueños tranquilos.

5

Era uno de esos raros momentos de felicidad compartida, de satisfacción total. Esperábamos que lo ya maravilloso no hiciera más que mejorar con el paso del tiempo. Esos momentos son los más raros y frágiles del mundo. Debes apresar el día; no olvidar todas las vilezas y porquerías que has soportado para conseguir esta paz. Debes acordarte de disfrutar cada minuto, cada hora, porque, aunque creas que va a durar siempre, el mundo tiene otros planes. Quieres agradecer cada segundo precioso, pero, simplemente, no puedes hacerlo. Vivir la vida al máximo no es propio de la naturaleza humana. ¿No habéis notado que cantidades de dolor y alegría iguales parecen tener la misma duración? El dolor se prolonga hasta que te preguntas si la vida volverá a ser soportable de nuevo. Sin embargo, el placer, una vez alcanza su culminación, se agosta con más rapidez que una gardenia pisoteada, y tu memoria busca la dulce fragancia en vano.

Yasmin y yo hicimos el amor al despertarnos, esta vez de costado, con su espalda vuelta hacia mí. Al terminar, nos estrechamos en un abrazo; pero sólo por breves instantes porque Yasmin quería vivir la vida al máximo otra vez. Le recordé que tampoco eso es propio de la naturaleza humana, al menos por lo que a mí respecta. Yo quería disfrutar un poco más la fragancia de la gardenia, todavía fresca en mi mente. Yasmin deseaba otra gardenia. Le pedí que esperara un par de minutos.

—Sí — dijo—, mañana, con los albaricoques.

Era el equivalente levantino a «Cuando las gallinas críen pelo».

Me hubiera gustado abrazarla hasta que pidiera compasión, pero mi carne estaba débil todavía.

—Ésta es la parte que llaman el crepúsculo —dije—. La gente sensual y voluptuosa como yo la valora tanto como el propio abrazo.

—Jódete, tío —exclamó—, estás envejeciendo.

Sabía que no lo decía en serio, sólo se burlaba de mí, o lo intentaba, al menos. En realidad, mi débil carne empezaba a revitalizarse de nuevo y ya estaba casi a punto de proclamar mi duradera juventud cuando llamaron a la puerta.

—Oh, oh, aquí está tu sorpresa —dije.

Para ser un solitario, estaba teniendo un montón de visitas últimamente.

—Me pregunto quién será. Ya no debes dinero a nadie. Me enfundé los téjanos.

—Entonces, es alguien que viene a pedir dinero prestado —dije. Y me dirigí hacia la mirilla de la puerta.

—¿A ti? Tú no darías un fíq de cobre a un mendigo que conociera el secreto del universo.

Mientras iba hacia la puerta, miré a Yasmin.

—El universo no tiene secretos —repuse, cínico—, sólo mentiras y engaños.

Mi indulgente humor se desvaneció en décimas de segundo cuando di una ojeada a través de la mirilla.

¡Hija de puta! —exclamé entre dientes. Volví a la cama —. Yasmin —dije con dulzura—, dame tu bolso.

—¿Por qué? ¿Quién es?

Buscó su bolso y me lo pasó. Sabía que siempre llevaba una pistola como protección. Yo nunca voy armado. Me paseaba solo y sin armas entre los criminales del Budayén, porque yo era especial, libre, orgulloso y estúpido. Me hacía esas ilusiones, y vivía en una especie de falacia romántica. No era más excéntrico que la mayoría de los locos de atar. Así el arma y regresé junto a la puerta. Yasmin me observaba, nerviosa y en silencio.

Abrí la puerta. Era Selima. Le apoyé el cañón del arma entre los dos ojos…